LA VACUNA COMO SÍNTOMA
Artículo de Francisco Sosa
Wagner en “El
Mundo” del 27 de mayo de 2008
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
Se nos
sermoneará que España está más cohesionada que nunca, pero la realidad se aleja
de esta suerte de hipnotismo que se viene administrando desde los púlpitos de
la corrección política, con sospechoso tesón. Precisemos: España, esa compleja
entidad colectiva plena de esencias y presencias, va a su aire: productiva,
inquieta, creadora, cada vez más ajena a los discursos políticos, siempre a
medio camino entre la fábula y la ficción tragicómica. A esa España, que por
supuesto no se rompe ni se desgarra, no aludo. Me refiero al Estado que,
sometido al pulso de la fragmentación, ofrece las trazas de un astro menguante.
Los ejemplos a exhibir son tan abundantes que emiten ya sonoras alarmas.
Así, en el problema del agua chapotean conflictos derivados de la política de
obras hidráulicas, pero también las previsiones de los nuevos estatutos que han
tenido la mano larga a la hora de apropiarse de ríos enteros, incluso de
aquellos que tienen la osadía de traspasar las fronteras españolas y adentrarse
en algún país extranjero. El río, para el Estatuto por el que fluye parece
haber sido la proclama de una facundia autonómica que el Estado no ha sabido
combatir con medios adecuados, todos ellos por cierto, en la alcancía de la
legislación española desde hace mucho tiempo. Hay ya incluso alguna provincia
que pretende quedarse con su río, emulando así en avidez hídrica a sus hermanas
mayores, las comunidades autónomas. Sólo falta que los municipios se apunten al
festín. De ahí que se amontonen los pleitos y se llame a las puertas del
Tribunal Constitucional para que éste enderece los desaguisados que esparcen
por doquier políticos tan largos de ambiciones como cortos de mesura en la
administración de la res publica.
Por su parte, los dineros públicos han desatado una guerra entre
comunidades, enfrentadas hoy ya las ricas con las pobres, las del este con las
del oeste, y las del sur con las del norte. Se lanzan entre ellas balanzas como
proyectiles, o se recurre a acuñar criterios de inversión del Estado en función
de los intereses de cada cual: quién blande la población, joven o envejecida,
castiza o inmigrante; quién la superficie forestal; quién el turismo. Sólo
falta que se invoque el consumo de sidra o el de paella para allegar recursos y
construir fortunas regionales. Un deslizadero éste que amenaza despeño,
bendecido -de nuevo- por el Parlamento, por el Gobierno, incapaces de
administrar el sacramento del orden y la disciplina en asunto de tanta
sustancia. Ya veremos cómo se encarrila todo este embrollo y si será también el
Tribunal de la calle de Domenico Scarlatti de Madrid el que al final se vea
obligado a concertar lo que los políticos han desconcertado. Y veremos qué
secuelas deja: de agravios no satisfechos, de rencillas entre vecinos, de
afrentas, todas a la espera de ser saldadas en algún combate próximo. La
víctima siempre es la misma: la solidaridad entre los españoles, una de las
piezas que justifican nada menos que al Estado moderno, construido precisamente
para fabricar cohesión entre las clases sociales y entre los territorios. En
Italia, tras las recientes elecciones, se está cociendo el mismo guiso y ahí
está el Norte poderoso desafiando al Sur menesteroso. Pero, en aquella
península, las banderas de la insolidaridad y del egoísmo las enarbola la
derecha más reaccionaria mientras que, en estos pagos, ¡encima! llevan vitola
de progreso.
Pues ¿qué decir de la Sanidad? Acaba de aparecer un libro -Integración o
desmoronamiento. Crisis y alternativas del sistema nacional de salud, firmado
por Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, político socialista que tuvo significadas
responsabilidades en Asturias-, donde se analiza sin vacua palabrería la situación
en que se halla el que quiso ser modelo sanitario. Para Vigil, «el sistema
nacional de Salud tiende cada vez más a configurarse como un sistema no
excesivamente articulado, poco armónico y de creciente heterogeneidad que,
además, carece de instrumentos eficaces para fortalecer su cohesión, dado que
para funcionar depende casi en exclusiva de la mejor o peor voluntad que en
cada caso y momento tengan los gobiernos autonómicos... por lo que no resultan
en absoluto extrañas las decisiones y los actos de descoordinación que emanan
de los distintos integrantes del servicio nacional de Salud y que favorecen
claramente la fragmentación del conjunto».
Un camino por el que se llega a situaciones tan pintorescas como la que
ofrecen los distintos calendarios de vacunaciones o la más inquietante del
gasto farmacéutico, pues en algunas regiones se restringe la dispensación de
unos fármacos que en otras se recetan con largueza. De igual forma, son
manifiestas ya las diferencias que existen entre comunidades en relación con
las listas de espera, con la salud bucodental, con los servicios de salud
mental y otras especialidades y superespecialidades. El riesgo, para Vigil, es
claro: se está a un paso del «descoyuntamiento del actual servicio nacional, el
cual podría llegar a mutar en 17 sistemas sanitarios diferentes».
Por su parte, la Ley de Dependencia, estrella de la política social del
Gobierno, se proyecta sobre la realidad de forma renqueante y, por supuesto, a 17
velocidades distintas pues todo queda al albur de la voluntad política, del
dinero y los medios personales empleados, de las prioridades de cada región...
La mayoría de los ciudadanos que se acercan a las oficinas para que los
servicios correspondientes valoren su grado específico de discapacidad pasan
una auténtica crujía que sólo tiene de emocionante el hecho de ser distinta y
de diferente alcance en cada Comunidad Autónoma.
Si pasamos a otro servicio público vertebrador, el de Educación, las
conclusiones son las mismas, sólo que en este ámbito nos encontramos en un
estadio más maduro de fragmentación, agravado por la vuelta de tuerca que se
percibe en la política lingüística de las comunidades bilingües. Pero hay más.
En el caso de la enseñanza superior y respecto de los títulos universitarios,
una responsabilidad indeclinable del Estado -artículo 149.1.30 de la
Constitución-, la ley reciente de universidades opera con una agresiva
frivolidad: se suprime el modelo general de títulos por lo que el panorama que
se avizora es el de una diversidad abigarrada de títulos de libre denominación
en cada universidad, vinculados tan sólo a directrices mínimas del Gobierno,
válidas para vastas áreas de conocimiento, y a la intervención -más bien
formal- de la Comunidad Autónoma y del Consejo de Universidades, que siempre
habrán de preservar «la autonomía académica de las universidades».
A todo esto hay que añadir la amenaza, que pende sobre el empleo público,
de aprobar 17 leyes de funcionarios y sobre la Justicia que, si el Todopoderoso
no lo remedia, verá nacer en breve 17 consejos regionales judiciales, como si
no fuera castigo suficiente el general de Madrid. Etcétera, etcétera.
De verdad, ¿exige la diosa de la autonomía que ardan en su pebetero tantas
y tan variadas ofrendas?
Para sortear la angustia se impone una pregunta final: ¿Tiene todo esto
remedio? Creo que sí. En mi opinión, enderezar los pasos dados de forma tan
atolondrada exige retomar el camino y señalar una meta que, a estas alturas, no
puede ser otra que la del Estado federal. Un Estado que, cuando está asentado y
produce frutos cuajados (EEUU, Alemania, etcétera), no es sino una modalidad de
Estado unitario, con potentes instrumentos de cohesión y con junturas bien
engrasadas.
Lo demás es crear poderes neofeudales y facilitar la consolidación de redes
clientelares. Es decir, asumir el riesgo cierto de la esqueletización del
Estado.
Francisco Sosa Wagner es
catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León y autor (en
colaboración con Igor Sosa Mayor) de
El Estado fragmentado
(Trotta, 2007).