LOS REHENES VOLUNTARIOS

 

 Artículo de Hermann Tertsch en “ABC” del 13.08.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El paisaje de mi infancia y adolescencia se ha convertido en un escenario épico que en algunos de sus últimos y más gloriosos capítulos aún consigue de vez en cuando sorprenderme. En esta última semana tan sólo, hemos visto imágenes muy contundentes de la gallardía de los miembros del PNV de la gestora municipal de Ondárroa en plena huida ante el griterío de su chavalería no sin antes prometerles a éstos un sinfín de esfuerzos para recomponer -con ellos- la convivencia. Y a once kilómetros por la costa, en Lequeitio, la digna teniente de alcalde, Mertxe Zabala, lamentaba amenazas e insultos de la camada parda abertzale a la que sin embargo no dudaba en dar ideas: «Que vayan al PP y al PSOE, si lo quieren solucionar, y que nos dejen en paz de una vez a nosotros y a nuestras familias». Agredan ustedes a otros, si son tan amables. El PNV vuelve a demostrar esa convicción de la superioridad propia que les lleva a la conclusión de que cualquier acto de dignidad es una majadería innecesaria. Recuerdo que a algunos nos daba pudor recordarles su cambalache de Santoña. Suponíamos lo evocarían como humillación. ¡Ca! Ni sintieron vergüenza entonces ni ahora.

Ondárroa y Lekeitio son dos de los pueblos mayores de Vizcaya en los que el nacionalismo llamado burgués ha demostrado cómo el fanatismo cultural y la cobardía de clase media han dejado el camino expedito a la hegemonía política y a la acción directa del terror nacionalsocialista. En ciudades más grandes, la camada negra aún no tiene masa crítica para imponerse mas que esporádicamente. En las aldeas ya es realidad, pero inadvertida. Pero Ondárroa -y ciertos pueblos guipuzcoanos- es un perfecto laboratorio social para estudiar paso a paso cómo el paro, el desarraigo, la droga y la desvertebración tuvieron siempre como única respuesta la radicalidad victimista, el odio a la España democrática y a toda autoridad exterior, política, cultural o estética. Pronto esta dinámica se le fue de las manos al nacionalismo tradicional para ser controlado por el radicalismo antisistema. La respuesta es esa lamentable llamada a la armonía con los criminales por quienes creyeron poder gozar del botín de la violencia y su ideario burgués, como la derecha conservadora alemana al comprobar en 1933 que el lumpen nazi que creía poder manipular lo tenía ya convertido en rehén.

El salto cualitativo habido no radica en la muy previsible cobardía política y moral del nacionalismo sino en el hecho de que los nazis hayan conseguido crear, al menos de forma provisional, «zonas liberadas» en las que han sido abolidas las leyes españolas y ninguna fuerza de seguridad del Estado, ni autonómica ni central, ha intervenido. Y es consecuencia directa de las desesperadas maniobras de Zapatero por salvar su acuerdo con ETA. Aprobar unas listas de ANV y prohibir otras, según propia conveniencia, ha supuesto un cañonazo en la línea de flotación de la legalidad española. Algo le podrán agradecer los españoles a Zapatero cuando sus juegos de cintura dejen de salvarlo de que se lo trague el sumidero del tiempo político y es la plena exposición de las consecuencias para la calidad de vida que se perfila para los españoles a merced de la irresponsabilidad o la cobardía. Difícil será seguir con la cantinela de las exageraciones y el supuesto catastrofismo. Empieza a verse que es mentira que no pase nada. Del terror en Ondárroa al caos en Cataluña, puede llegar el péndulo al punto en el que los ciudadanos quieran sentido común y dejar de ser rehenes voluntarios del pensamiento mágico de iluminados, caudillos y caciques.

Decía Joseph Pla el 26 de marzo de 1936: La sociedad tiene dos caminos: aceptar los hechos consumados, entrar francamente en el experimento que los socialistas pretenden (...) o defenderse en nombre de los principios todavía imperantes en los países de Europa más civilizados. Quienes se decidan por el primer camino pueden adoptar como lema aquella frase que decía siempre Eduardo Dato y que repetía aún dos días antes de morir asesinado (...): «En España nunca pasa nada».