LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN

 

 Artículo de Gabriel Tortella en “El País” del 05.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

"El hombre es un animal racional". Esta frase aristotélica se repite hasta la saciedad. Aristóteles era un gran pensador; pero ¿es cierta esta frase? No está tan claro. Todo depende, por supuesto, del significado que demos al vocablo "racional", y existen muchas maneras de definirlo, muchas acepciones. Los economistas pensamos que ser racional es comportarse con arreglo a normas inteligibles, regulares y coherentes, tratando de maximizar nuestro bienestar y de minimizar lo desagradable, como el esfuerzo. Con arreglo a este simple axioma, los economistas han montado una impresionante teoría que la mayor parte de las veces no se cumple. Si racionalidad significa adhesión regular a unos principios y, por tanto, previsibilidad, los animales son más racionales que nosotros, porque su conducta es más previsible que la nuestra. En materia de política la conducta humana es aún menos racional que en economía. Sería un pasatiempo entretenido enumerar los casos en que las elecciones han producido los efectos contrarios a lo que los electores manifestaban perseguir, o que el sistema democrático ha producido resultados antidemocráticos. Uno de los elementos que más frecuentemente enturbia la racionalidad de los electores es el nacionalismo, aunque desde luego dista mucho de ser el único.

El 7 de enero de 2004 yo publiqué un artículo en estas mismas páginas titulado ¿Quiere Cataluña bajarse del autobús? donde sugería, después de las últimas elecciones autonómicas en esa comunidad, que muchos catalanes y vascos pensaban que, una vez que España les había conducido a la Unión Europea, había llegado el momento de separarse de España. Concluía diciendo que tal proyecto entrañaba serios peligros porque "el camino desde la separación de España hasta la plena integración en la Unión Europea no está nada claro" y que podía ser que "los separatistas estén simplemente cegados por la pasión política" y no sean capaces de apreciar lo aventurado del camino al que nos llevan a todos. Tras las elecciones del 14 de marzo, mi amigo el profesor Antón Costas, de la Universidad de Barcelona, me respondía, también en estas páginas (1 de abril), afirmando que la responsabilidad de las reclamaciones catalanas recaía sobre el Gobierno de Aznar, que había "tratado de restar poder económico y empresarial a las CC AA en un momento en que el Estado de las autonomías transfería poder político" y que era urgente "formular proyectos e iniciativas que nos hagan ver a todos los españoles por qué nos interesa seguir viajando juntos en el mismo tren". A mí me alegró mucho leer el artículo de Costas, por su seriedad y su lógica; pero no quedé muy convencido. Tenía él todo el fundamento al afirmar que, desde un punto de vista de racionalidad económica, el separatismo no tiene justificación, ni antes, cuando los aranceles protegían a la industria española (en buena medida, catalana) de la competencia exterior, ni ahora, en que el mercado español sigue siendo básico para la mayor parte de la industria española (en menor, pero importante medida, también catalana). Y aún menos cuando las comunidades autónomas y el conjunto de los ciudadanos forman parte de la Unión como integrantes de la nación española. Pero el problema reside en que el nacionalismo no es un movimiento político racional; eso quería decir yo cuando hablaba de la "pasión política".

La sempiterna discusión sobre si Cataluña es una "nación" o si España es una "nación de naciones" es de una estulticia tal que resulta embarazoso no ya participar en ella, sino simplemente contemplar su desarrollo. Imaginemos lo que pensaríamos los europeos si los británicos llevaran meses o años discutiendo si Escocia y Gales eran o no naciones y si Gran Bretaña era una "nación de naciones". Las carcajadas se oirían al otro lado del Canal de la Mancha. Lo cual, por cierto, le hace a uno ver ciertas ventajas de tener una Constitución no escrita, algo que uno siempre había considerado una excentricidad británica más. La estulticia deriva, por supuesto, de que todas estas proposiciones son indemostrables porque las "naciones" no existen, son entidades artificiales, nombres que designan colectivos políticos que pueden aparecer o desaparecer, como las provincias, los organismos supranacionales, las comunidades autónomas, los clubes de fútbol, etcétera. Cantabria o La Rioja no existían hasta 1978. Alemania tampoco antes de 1871. Fueron creadas de un plumazo. La URSS, una de las naciones más poderosas de la Tierra hace dos decenios, dejó de existir en 1991. Los ejemplos pueden multiplicarse. Las naciones son entes ficticios, como las empresas o las sociedades recreativas. España también es un ente ficticio, pero existe desde hace mucho más tiempo (la remontemos a Roma, a San Isidoro, a los Reyes Católicos, a Felipe V o a la Guerra de Independencia) y eso le da legitimidad histórica. Naturalmente, puede desaparecer o dividirse; pero ese proceso sería doloroso y traumático para una gran mayoría, como ha ocurrido con frecuencia cuando fraccionamientos de este tipo han tenido lugar en otros países.

Pero si el nacionalismo de los ciudadanos no es racional, es una sinrazón, las razones de los políticos nacionalistas sí son racionales. Es característico de la política nacionalista que su justificación y fin último sea la independencia, por más que en ocasiones proclame otra cosa. Si los partidos no nacionalistas tratan de convencer a sus votantes de que buscan su bienestar, los nacionalistas tratan de fomentar el malestar de sus votantes achacando la culpa a un enemigo externo. Por tanto, el nacionalismo es como un avión: si se detiene, se estrella. Un nacionalismo que no reivindica y ataca, que no se proclama víctima de enemigos interiores y, sobre todo, exteriores, pierde votos en las elecciones, como es bien sabido. En consecuencia, es ilusorio pensar que se puede resolver el problema de los nacionalismos periféricos haciendo concesiones. La historia reciente de España lo ha demostrado palmariamente. Dos años después del primer Estatuto, Companys proclamaba la independencia de Cataluña. Toda concesión obtenida es para los nacionalistas una victoria, un paso más en el camino hacia la separación. Y, además, es una conquista inalienable que, si se intenta revocar, provoca la ira, la indignación, la rebelión incluso, y se aduce como prueba de que los enemigos exteriores atacan a la nación en ciernes. Es un proceso irreversible. En España este fenómeno viene agravado por la herencia del franquismo. La reacción contra el franquismo convirtió la palabra "centralismo" en un término de oprobio. Los que llevaron a cabo la transición pecaron de ingenuidad en este asunto y creyeron resolver el problema haciendo generosas concesiones a los nacionalismos periféricos y, sobre todo, poniendo la educación y los medios de comunicación en sus manos. Las consecuencias están a la vista: los españoles ya no saben historia ni geografía, pero todos (o una gran parte) se sienten víctimas del centralismo.

Yo confieso no conocer la solución del problema. Parafraseando a Ortega, el problema del nacionalismo no se puede resolver: hay que conllevarlo. Pero creo que quienes toman decisiones políticas deben tener esto muy claro: hay una lógica muy poderosa en la irracionalidad nacionalista: hay razón en la sinrazón y, si esto se olvida, las consecuencias pueden ser catastróficas.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.