ANARQUÍA Y REINOS DE TAIFAS

 

Artículo de Eugenio Trias en “El Mundo” del  15–02–05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Quizás ha llegado el momento de tomarse muy en serio eso que tantas veces nombran los nacionalistas catalanes y vascos: el Estado español. No quiere esto decir que deban dejarse de lado otros conceptos. Pero importa no situarlos siempre en primer plano de la consideración. Es un error estratégico de cierta derecha llenarse la boca con la nación española cuando lo que importa defender hoy, desde todos los frentes responsables, es el Estado español. Y la razón es bien sencilla: se halla seriamente amenazado.

Cuando más fortaleza y unidad necesitaría el Estado con el fin de situarse del mejor modo en el concierto de estados–nación que configurará la futura unidad europea tiene lugar ese proceso disgregador. Justo entonces las fuerzas centrífugas (por usar la atinada expresión de Felipe González) se ciernen sobre el Estado español con verdadero peligro de fagocitarlo o de situarlo en anémica y desangelada postración o de volverlo pequeño, debilitado, vaciado de poder y de autoridad.

Importa entretener en la imaginación una pesadilla que debe ser espantada y conjurada en su carácter de premonición: que un día no demasiado lejano despierte la Unión Europea con 17 comunidades nacionales nuevas, todas provenientes de la península Ibérica.

Las ambiciones de las minorías locales pueden, de pronto, espolearse, o experimentar un efecto multiplicador. Un presidente autonómico puede comenzar a soñar con ser el pequeño presidente de una comunidad nacional de flamante protagonismo en Europa. De pronto la más subterránea tendencia de este país, su peor kárma ético y político, o ese modo espontáneo de ser y de existir (que toda actitud responsable debe siempre corregir) alcanzaría su más genuina expresión: el retorno regresivo a los reinos de taifas al que puede espolear y darle alas un sentimiento ácrata –anarquista– muy arraigado en los más hondos estratos del alma colectiva española.

El verdadero peligro no se halla en un plan de larvada independencia trazado con brocha gorda y aupado de forma torpe. Puede suceder como en las novelas de Agatha Christie: todo el mundo está fijándose en un único escenario que fuerza a girar la mirada en una determinada dirección. Todos están encandilados por cierta escena –siempre algo teatral–que se desarrolla ante sus ojos. Sobreviene el crimen. Se cree que el verdadero culpable se halla entre quienes forman parte de esa pequeña farsa bien preparada y dispuesta. Pero el responsable no aparece en primer término. No está bajo los focos. Efectúa su trabajo con habilidad, con astucia.

El verdadero arsénico que se derrama en la copa de champán de las esencias nacionales no se encuentra en un proyecto de Estado asociado imposible. Lo peor, lo más alarmante, está en otra parte. Se trata, más bien, de un documento más taimado; menos nominalista; más astuto: una reforma aparentemente constitucional que exigirá, para aplicarse, un debilitamiento del Estado que lesione gravemente su columna vertebral.

Pasqual Maragall va proclamando estos días su homilía con el fin de sembrar confusión en los estados de opinión. Una y otra vez advierte la mota de polvo en el ojo ajeno sin reconocer la viga en el propio. Imputa a la prensa madrileña que no refleje la «España plural», sin reparar en que el pensamiento único es característica conocida y reconocida del estilo político, de sus formas institucionales y de la general tendencia de los medios de comunicación del Principado, en los que cualquier voz discordante con el Gran Consenso (que incluye ya potencialmente al propio Partido Popular) termina siendo silenciada, acallada o desautorizada. O únicamente permitida en registro bufonesco.

Pasqual Maragall pide coraje y generosidad a su partido, al Partido Socialista, con el fin de no arredrarse por las embestidas del Partido Popular. Está claro que un escenario de entendimiento entre ambos partidos es lo que más puede lamentar. Del mismo modo que se regocija, igual que todos sus socios, incluida la oposición convergente, si los dos partidos estatales comienzan a abrir nuevos frentes de hostilidad. No es capaz de manifestar ese sexto sentido del Estado que –con todos sus grandes defectos– poseía su antecesor en el cargo.

Su apelación a una brumosa España plural, regida por un Estado federal asimétrico, que a la vez constituye una confederación de naciones soberanas (como la catalana o la vasca), es una delirante fusión de registros y de códigos políticos heterogéneos. El Estado libre asociado de Ibarretxe es un desafío de rebeldía rupturista. El Estado federal asimétrico (que incluye a Cataluña como nación soberana) es un aborto conceptual incomprensible.

Ante el alarmante escenario que se está gestando, y que estallará en esta primavera, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista deben aparcar sus inclinaciones fratricidas. Han de saber que en este país sólo se obtienen triunfos políticos cuando una formación política, de derechas o de izquierdas, se orienta de forma asintólica hacia el centro del espectro político: centro derecha o centro izquierda. Han de recordar que el sector minoritario –pero tremendamente decisivo– que en este país pone o depone los gobiernos se halla en torno al justo medio.

Los partidos –socialista, popular– tienden a sucumbir a tentaciones diferentes, simétricamente inversas, pero igualmente equivocadas.

En el Partido Popular se trata de un celo patriótico españolista que únicamente sirve para dar la mejor de las coartadas a los fanatismos independentistas de la periferia. También la proclividad a un derechismo rancio que dejó mal recuerdo en la anterior legislatura.

  En el extremo opuesto aparece el extravío contrario, propio de las antípodas ideológicas y políticas: una tentación sectaria según la cual el enemigo público, el hostis, es siempre la derecha histórica, de manera que puedan desarrollarse más complicidades con formaciones independentistas (pero que nominalmente son de izquierdas) que con el gran partido estatal que constituye la pertinente alternativa de Gobierno.

El momento político es inquietante (en el sentido del Unheimlich freudiano.) De repente aparece un fantasma aciago; Jacques Lacan le llama corps morcelée, cuerpo desmembrado. Se teme una regresión a ese estado de naturaleza que constituye siempre lo peor. En este punto el discurso de Thomas Hobbes es pertinente.

La galopante anarquía a la que un Estado debilitado puede conducir sólo se contrarresta mediante un Estado fortalecido, basado en el abrumador consenso de la gran mayoría de este país.

Las palabras pueden ser suaves, dialogantes. Lo que importa es que los actos sean enérgicos. Los partidos estatales han de guiarse por la idea que debe servirles de norte y brújula: si se reforma la letra escrita de Estatutos de Autonomía y de la misma Constitución, eso sólo tiene sentido en una única dirección: la que refuerce el Estado. Lo importante es evitar una debilitación que sea presagio de un escenario de disyecta membra.

¿Cómo un país que alcanza extraordinarias cotas de paz civil (pese al crimen terrorista), de bienestar social y económico, de normal desarrollo de las instituciones democráticas como jamás había poseído en su larga Historia, y que ni siquiera habría soñado al iniciarse la Transición, puede entrar en esta insensata vía revisionista? ¿Por qué ahora, justo ahora, tiene que volverse a plantear, por no se sabe qué apremiante necesidad, el insidioso dilema entre reforma y ruptura? ¿Puede imaginarse mayor falta de sentido común o de sentido del Estado?

En las mismas fechas en que se vota la futura Constitución Europea se escenifica en España la rebeldía de emboscados españoles que –en la mejor tradición del carlismo decimonónico– pretenden concebir un modelo diferente: no una España integrada en la conjunción de estados-nación que será Europa, sino el esbozo y la semilla de una quimérica, imposible Europa que nadie quiere, o que sólo parecen anhelar ciertos sectores vociferantes catalanes y vascos: esa Europa de comunidades nacionales, de carácter regional, local, que fuera de nuestras fronteras provoca sonoras, estruendosas carcajadas. Y que sólo adquiere sentido en la Europa oriental, más allá de Alemania, hacia el sur, en el escenario yugoslavo, o en lo que queda de la antigua Unión Soviética.

Los renanos tienen sus pleitos históricos con los prusianos, pero jamás cuestionan la Alemania Federal. Y es en nombre de Alemania como dirimen sus diferencias. Los galeses y los escoceses no quieren separarse de Gran Bretaña y sienten que forman parte de ella y de forma mayoritaria se congratulan de ello. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los bretones o de los vascos y catalanes franceses. Sólo aquí se mantiene ese trágico residuo de la tradición carlista que cristaliza en el terrible particularismo del nacionalismo y del independentismo vasco y catalán.

Esa falta de solidaridad siempre proviene de los territorios ricos, privilegiados: Katanga en relación con el antiguo Congo Belga, la pretendida Padania respecto al mediodía italiano. Chequia no puso ninguna dificultad en que la parte pobre de la antigua confederación, Eslovaquia, quisiera separarse.

La broma macabra de ese independentismo de ricos es que quiere siempre presentarse como avanzado y progresista. En Cataluña se tiene que sufrir una y otra vez esa ecuación intelectualmente tan indigente: todo aquél que osa decir que Cataluña forma parte de la nación española es inmediatamente tildado de derechista (y hasta de fascista y cripto-franquista).

Lo peor que nos podría suceder a los españoles es que de pronto recorriera, cual fantasma que atraviesa toda España, una sensación generalizada de desánimo, de hastío, o de fatalidad. «Este país no tiene remedio»: una expresión que empieza a oírse, a pronunciarse, a extenderse por todas partes.

 

Eugenio Trías es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.