PARADOJAS DE LA NACIÓN

Artículo de Iñaki Unzueta en  “El Diario Vasco” del 20-12-08

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El nacionalismo étnico que utiliza para su fundamentación el territorio, la lengua o los mitos de fundación no deja al ciudadano la oportunidad de elección: los objetivos están marcados y la pertenencia a la comunidad de destino está también asignada. Por ello, como dice Kertész, «si existe libertad entonces no puede existir el destino».

Jokin, tú te has ido pero tu espíritu y tus enseñanzas perduran en Euskal Herria». Estas palabras pronunciadas en el acto de homenaje a Jokin Gorostidi -histórico militante nacionalista- ilustran la existencia de al menos dos tipos de tiempo: el interno, episódico y eventual de la experiencia individual y el largo de las instituciones. A la intrusión del pasado en el presente le llamamos memoria, y a la historización del pasado desde el presente, olvido. Los dos convierten el tiempo en una construcción social. Mientras que la memoria que guardamos de una persona corriente se borra en dos o tres generaciones, existen fenómenos que sobrepasan la vida de los individuos que los crearon. Se trata de sistemas estables que han adquirido un fundamento sagrado que los hace objeto de culto y devoción. A esta categoría de fenómenos pertenece la nación. La ‘longue durée’ de la nación concatena un conjunto de pequeños detalles: el bombardeo de Gernika, el Pacto de Lizarra y la Marcha de la Libertad. Es un tiempo largo que enlaza acontecimientos, personas y generaciones: el juicio de Burgos y la muerte de Argala, los fusilamientos de Txiki y Otaegi y las proclamas de Monzón.

La nación es una comunidad imaginaria de personas, es una entidad que constituyen aquéllos que se identifican con un cuerpo colectivo común. Por ello, la nación tiene unos límites, un adentro y un afuera, un interior cálido y confortable y un ‘ubi leones’ extraño y amenazador. Sin embargo, como los límites pueden ser objeto de discusión, son porosos y cambiantes. Una de las preocupaciones principales de los nacionalistas es el trazado, limpieza y conservación del perímetro de la nación. La construcción nacional es una labor de trazado de límites y de homogeneización de la población que tiene como objetivo la identificación de comunidad, territorio y nación. En los momentos de efervescencia patriótica, cuando el espíritu nacional se inflama, los nacionalistas se ven tentados a ahondar en la exclusión y homogeneización, pues saben que la naturaleza de la nación es precaria y exige la aplicación incesante de medidas de coerción. Como la capacidad de aplicación monopolística de reglas coercitivas sólo la tiene el Estado, para que la nación se perpetúe se precisa la eficacia de los órganos estatales. Por ello, la nación pide un Estado que aplique políticas de coerción.

El Estado es una realidad empírica con unos límites territoriales definidos sobre los que se asienta una población sometida a un conjunto de leyes. Es una realidad dura que tiene consecuencias reales sobre la vida de los ciudadanos, de ahí que la meta de la construcción nacional sea lograr un Estado propio. Por el contrario, la nación es una realidad mental que sólo existe en las personas que se identifican con un colectivo. La nación tiene así una naturaleza blanda que se justifica en la existencia de tres elementos: territorio, lengua y mitos de fundación. En cuanto al primero, raras veces una comunidad imaginaria que se observa a sí misma como nación se asienta homogéneamente en un territorio. Así, en el País Vasco sus habitantes se identifican -en distintos grados- con comunidades diferentes. Y los navarros y los ciudadanos de lo que se conoce por Iparralde continuamente ofrecen muestras de desafección hacia la nación de los nacionalistas vascos. En cuanto al segundo elemento, cabe hacer consideraciones similares, de tal suerte que si el Estado no impone la utilización exclusiva de una lengua, se puede entrar y salir de ella. Eso es lo que parece que está ocurriendo con estudiantes y personas adultas que tienen un acercamiento instrumental al euskara, y que en el trato social recurren al castellano. Por todo lo anterior, utilizar la lengua y el territorio para dotar de unas bases empíricas a la nación presenta importantes dificultades. La nación así constituida se presenta porosa y subdefinida, y con serias mermas de legitimidad y adhesión.

La alternativa es concebir la nación no como elección sino como destino. Es decir, llegados a este punto los nacionalistas dan una vuelta de tuerca y tratan de hallar en el pasado unos orígenes remotos, firmes e inamovibles que naturalicen la nación. El objetivo del ‘mito del origen’ es rechazar la posibilidad de elección. Como los vascos pertenecemos a un pueblo antiquísimo y hablamos un idioma misterioso, la nación se naturaliza, escapa a nuestro control y no admite discusión. Si ustedes siguen las intervenciones del lehendakari, habrán observado su obsesión por las cuestiones relacionadas con la naturaleza mítica de la nación. El último dislate ha sido la manipulación de los restos arqueológicos de Iruña-Veleia, que pretendían dar al euskara una antigüedad que no tiene. Sin embargo, el intento de hacer de la nación algo natural, sólido e inevitable, tal como si uno perteneciera a ella de una forma heredada, lleva al nacionalismo a su más grave contradicción. Y es que, por un lado, la nación se presenta como algo dado, rocoso y sólidamente fundado en la noche de los tiempos; pero, por otro, la intervención en la sociedad a través de la construcción nacional muestra que ese mundo que se cree sólido y naturalizado puede resquebrajarse y dar lugar a algo diferente.

Esta paradoja queda al descubierto con la asimilación. La construcción nacional implica un proyecto de homogeneidad que tiene que absorber y/o destruir la heterogeneidad práctica de los modos culturales. Así, los nacionalistas someten a los extraños a la autoridad cultural nacional dominante y llevan a cabo cruzadas culturales de asimilación. El grupo establecido somete a ‘los otros’ a examen y escrutinio a fin de convertirlos en materia de igual naturaleza y hacerlos semejantes. Sin embargo, el mismo éxito de la asimilación pone de relieve el carácter precario de la nación y la porosidad de sus límites. Es decir, todo aquello que para el nacionalismo es natural resulta que ahora es artificial. Si la asimilación tiene éxito y con ello se demuestra que la nación es artificial y franqueable, siempre habrá quien piense que el asimilado ha traicionado sus orígenes y es un hipócrita del que no se puede uno fiar. Como señala Bauman, «paradójicamente, el éxito de la asimilación alienta la idea de que la división es permanente y debe serlo, la idea de que la ‘verdadera asimilación’ no es en realidad posible, y que la construcción de la nación a través de la conversión cultural no es un proyecto viable». Por ello, los participantes en el juego de la asimilación deben saber que, una vez sentados a la mesa, lo más probable es que sean expulsados, pues, como dice Gilman, el nacionalista piensa que, «conforme más te pareces a mí, más conozco el auténtico valor de mi poder que tú desearías compartir y más consciente soy de que tú no eres sino una falsificación, un excluido».

Y si la asimilación fracasa, la última barrera es la raza, es verdad que no en su versión biologicista sino en la más moderna y aceptable que la relaciona con características hereditarias. Los rasgos culturales pueden ser asimilados y poner en evidencia la esencia artificial de la nación; sin embargo, la raza es un listón que los extraños no pueden franquear. Por ello, aunque pueda parecer que asimilación y racismo son radicalmente opuestos, en realidad responden a la misma preocupación de trazar límites y se aplican uno u otro según la necesidad. Asimilación y racismo son los polos de la contradicción interna del nacionalismo. Si la asimilación fracasa, el nacionalista sabe que la raza siempre está ahí, que nunca falla y, al acecho, espera su oportunidad.

El nacionalismo étnico que utiliza para su fundamentación el territorio, la lengua o los mitos de fundación no deja al ciudadano la oportunidad de elección: los objetivos están marcados y la pertenencia a la comunidad de destino está también asignada. Por ello, como dice Kertész, «si existe libertad entonces no puede existir el destino». Como en la construcción nacional se combinan diversas estrategias -eliminación, exclusión y asimilación-, el «derecho a decidir» de los nacionalistas es falso e instrumental, es un hongo podrido que se deshace en sus bocas. El reto del mundo nacionalista es dar el salto al nacionalismo cívico y restituir la confianza. Un país, una comunidad, sólo cabe construirla desde la confianza en uno mismo, en los demás y en las instituciones. El nacionalismo étnico quiebra la confianza en sí mismos de los no nacionalistas, alimenta la sospecha sobre ellos y desconfía de sus propias instituciones.

(Iñaki Unzueta es profesor de Sociología de la UPV)