FASCISTA

 

 Artículo de Guillermo Urbizu   en “El Semanal Digital” del 19.06.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

19 de junio de 2005.  Alguna vez he contado que en cierta ocasión, presentando un libro que en parte versaba sobre el tirano Castro, dos de sus esbirros que por allí pululaban me tacharon de fascista. Por lo visto no pudieron soportar que diera algunos datos macabros que sobre la revolución cubana aporta el Libro negro del comunismo (Planeta y Espasa, 1998). Un libro espeluznante pero clarificador. Allí consta que desde 1959 en Cuba se han fusilado de 15.000 a 17.000 personas. Y que más de 100.000 cubanos han pasado por los diferentes tipos de "gulag" del régimen. Cárcel y tortura. Es la tradición soviética. La "celda armario", la bañera o la privación del sueño. ETA también sabe de esto, pues ha bebido en el mismo cenagal. A día de hoy las cifras, por desgracia, ya no serán las mismas.

Y las cosas de la vida han hecho que durante estos últimos días varios lectores hayan insistido en llamarme fascista. Los términos "facha" o "fascista" siempre han estado en boca de los progresistas de opereta. Les encanta despachar a la gente con un par de consignas y un burdo vituperio. Los razonamientos cuestan más esfuerzo que la muletilla. Y a fuerza de machacarlo en los medios de comunicación adictos, son muchos los que acaban repitiendo como loritos el mismo embuste. Fascista por aquí, fascista por allá. Si un fulano es de derechas, liberal o para más señas se declara católico ya sabe a qué atenerse. No digamos nada si es coherente con sus ideas y no tiene ningún reparo en manifestarlas en público. Da igual que sea un tipo normal, respetuoso y con cierto rigor crítico en sus apreciaciones. Como si es premio Nobel o Papa de Roma. La palabrita sale disparada con babeante rastro hacia el tipo en cuestión, que desde entonces llevará indeleble su identificación: "¡Fascista!".

El epíteto vale igualmente para aquellos hombres y mujeres de izquierda que todavía se atreven, con valiente testimonio, a disentir de la bobería ambiente, del nacionalismo constreñido, del poder como ofuscación. Estos días unos cuantos intelectuales catalanes son víctimas de ello. Como antes lo fueron –y siguen siendo– algunos políticos socialistas vascos, que viven entre la amenaza del tiro en la nuca y el desahucio político. Por la sencilla razón de que la izquierda ha establecido a lo largo del tiempo una mitología retórica, una superstición, con la que juega según capricho y a discreción. ¿Su baza mayor? Cuatro o cinco mentiras bien aliñadas siempre pueden parecer una verdad. Y barajando adecuadamente las cartas del "progreso", la "solidaridad", el "cambio", la "paz", la "igualdad" o el "talante" puede crearse una hipnosis perfecta que haga creer a mucha gente las más solemnes tonterías. Es su manera de funcionar. Como aquella de los "cien años de honradez", ¿recuerdan? Pero allá cada uno con su higiene mental.

Carod ha dicho que en el PP son todos unos fascistas. No uno, ni veinte, ni cien. No, todos. Y la manifestación de Salamanca le ha parecido una ignominia. Él, a esas hordas franquistas no les hubiera dejado salir a la calle. Porque la izquierda puede decir lo que quiera y como quiera, pero la derecha nunca. O muy de aquellas maneras. En fin, lo de Rovireche ya lo conocemos. Un ambiguo fabulador con ribetes de orate. Pero a estas alturas tachar a alguien de fascista es, además de una imprudencia, una tropelía al sentido común de la historia. El terminajo ha dejado de ser una descripción, ni siquiera es ya un insulto. Ahora es tan sólo un arcaísmo del alma que define a quien lo expele, un conjuro por el que algunos intentan espantar sus propios miedos o justificar un rencor superlativo.