MUERTOS VIVIENTES

 

 

 Artículo de José Alejandro VARA en “La Razón” del 21/10/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 


Parecemos condenados a vivir permanente en el pasado, a zigzaguear entre héroes y tumbas, a pasearnos por un decorado de mausoleos desvencijados, a revivir la agobiante pesadilla de Bill Murray en «Atrapado en el tiempo». Es lo más parecido a la definición del infierno que nos legara Chateaubriand: «La eterna recreación de un hecho, privado de toda posibilidad de convertirse en pasado».
   Bajo el síndrome de la mujer de Lot, nuestra clase política se ha paralizado en estatua de sal, con la cabeza vuelta del revés como una gallina tonta hipnotizada ante una raya de tiza.
   Hay ya toda una generación de españoles que se ha lanzado apasionada a las aguas bravas del siglo XXI y que desprecia y abomina de estos crueles ejercicios de exhumar catafalcos y desempolvar ajados episodios que creíamos ya archivados merced a nuestra «modélica» transición democrática. Que no tiene ningún interés en abonar absurdas trifulcas entre nacionalidades históricas o pedanías de segunda. Que no está dispuesta a perder un minuto de su tiempo en discutir sobre si se es distinto (incluso mejor) por haber nacido un palmo más arriba o más abajo de determinada frontera. Que ve razonable que el pasado influya en el porvenir, pero no al revés. Lo único positivo de esta apoteosis del retrovisor es el gran aluvión de magníficas obras de notables historiadores con las que nos están alegrando nuestro ocio las empresas editoriales. Más libros de historia y menos comida-basura de autoayuda, ya era hora.
   Pero démosle una oportunidad al presente, el único sitio en el que merece la pena vivir. Llevamos siglo y medio perdiendo trenes y trenes de modernidad como recordaba desesperadamente Azaña hace ya demasiado tiempo. Y aún seguimos en ello.
   Resulta muy decepcionante que el eje político de una de las comunidades más avanzadas de nuestro país haya sido, durante las últimas semanas, si Companys ha de ser rehabilitado o perdonado por un Gobierno que nada tuvo que ver en el asunto, entre otras cosas, porque ninguno de sus miembros vivía cuando entonces. Por no hablar del penoso tironeo en el que algunas dignas cabezas del Estado estuvieron enfrascadas sobre el «uso político» de un modesto superviviente de la División Azul. Y ahora Roldán, y Galindo, y vuelta al GAL y a los años de hierro y cal. Un paso adelante y dos atrás.
   Incluso los hay que se dedican a contar cuántos fueron los que no gritaron vivas a Franco durante la dictadura, en contra de la teoría de los cuatro gatos expuesta por el ministro José Bono, rebosante por otra parte de sentido común. No es de extrañar, por eso, que, siguiendo ese mismo sendero del desatino, nos estemos remontando ya a determinadas figuras del escudo de Aragón, para por esa misma vía, y pasando por los cerros de Granada, aterrizar de bruces en Isabel la Católica, sobre cuya figura se disponen ya a lanzarse esos energúmenos, culturalmente hermanados con quienes derribaron, el Día de la Hispanidad, una efigie de Hernán Cortés en Caracas. Seguramente para poner sobre su peana alguna gloriosa estampa de Hugo Chávez, ese admirable caudillo a quien ya se empieza a entronizar por aquí en el mismo altar en el que sitúan a Fidel Castro.
   En los albores de la Guerra de Iraq, el Gobierno de los Estados Unidos desvelaba, con esa ingenua franqueza de los norteamericanos, que, entre sus muchos organismos y aparatos de inteligencia, contaba con el concurso de un departamento de Desinformación. Ese departamento se creó, cabe pensar, para desinformar sobre lo que estaba por venir en la tormenta de Bagdad y alrededores. Algo que puede resultar éticamente escandaloso pero políticamente razonable, salvo que se atienda a los romos resultados de su gestión. Pero más escandalosas se antojan las decenas de estamentos de desinformación sobre el pasado o, mejor dicho, de relectura y reescritura de la Historia que por aquí menudean. Un ejercicio de minucioso cinismo que aterra.
   Porque tanto rebuscar en nuestros muertos vivientes apenas nos está permitiendo atender a ese fantasma auténticamente inquietante, envuelto en chilabas y versos coránicos, que pretende retrotraernos unos cuantos siglos atrás de nuestra historia para resucitar Al Ándalus a base de explosivos y terror.
   Ése es el auténtico pasado que puede arrasar nuestro presente. Ésas sí son sombras pavorosas que aspiran a conducirnos al infierno. Organizan en nuestras cárceles células asesinas, diseñan planes mortíferos para acabar con cuanto infiel se le ponga a tiro –esté o no presente en la guerra de Iraq– para saldar cuentas que consideran pendientes y no precisamente mediante diálogo de civilizaciones o hermanamiento de culturas.
   Ése sí es un pasado –resucitado entre pólvora y estruendo– que tenemos que tener en cuenta, al que tenemos que hacer frente, sin desfallecimientos ni contemplaciones. Porque ellos sí forman parte de un ejército espectral que pretende transformar nuestra realidad del aquí y ahora en una pesadilla de la que todos somos pasajeros.