RAJOY SÍ DA LA TALLA

 

 Artículo de José Alejandro VARA en  “La Razón” del 13/01/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Aquello de «todos al suelo que vienen los nuestros» es una expresión muy utilizada en casi todos los partidos políticos, pero especialmente en los de la derecha. Romanones se refería a los suyos como «vaya tropa» y el saber popular, que no siempre es sabio, ha hablado siempre de la «derecha cainita».
   Por eso tras el último congreso del Partido Popular, en el que José María Aznar ejerció un papel brillantemente protagonista, se escucharon demasiadas voces quejumbrosas en las filas de la oposición que ya murmuraban la necesidad de un cambio de líder. O sea, que no le concedían a Mariano Rajoy ni siquiera el beneficio de la duda. Torpes y cerriles, iban por él.
   Era un papelón. Suceder a José María Aznar al frente del partido y tras haber sido desalojado del poder en unas elecciones accidentadas, exigía templanza, contención y, fundamentalmente, mucha paciencia. Quienes han trabajado con Rajoy no sólo lo admiran, sino que confían en él a ojos cerrados. Nada tiene que ver con la tradicional «derechona» del tópico. No incurre en la intransigencia, se desenvuelve con maestría en los lances de la negociación, respeta al contrario, evita hacerse enemigos inútilmente y se muerde la lengua hasta tres veces antes de hablar mal de alguien. Nadie espera de él actuaciones espectaculares. No es un «one man show», sino más bien peca de timidez y reniega de la arrogancia.
   Eso sí, nadie le discute su sagaz ironía, ni su desternillante capacidad dialéctica. Es posiblemente uno de los mejores parlamentarios que ha conocido la Carrera de San Jerónimo desde los albores de la Transición. Sabe medir sus tiempos y controlar sus iras (caso de tenerlas, ya habrá alguien que nos lo cuente). Y, naturalmente, sabe estar a la altura de las circunstancias y de lo que de él se espera. O sea, que Aznar sabía bastante bien lo que hacía.
   Por eso extrañan los comentarios, entre elogiosos y sorprendidos, que se escuchan estos días a su actitud ante el «plan Ibarretxe». Parece como si se diera por hecho que Rajoy, tan apacible en los modos, no fuera capaz de ser firme en las decisiones. Huyamos de quien no sea capaz de ir más allá de sus gestos. Mariano Rajoy ha actuado con la impecable rectitud y firmeza que los tiempos exigen. Ha reclamado al Gobierno celeridad en la respuesta judicial ante el embestida peneuvista, ha requerido el final de las vacaciones parlamentarias (con la que está cayendo y el Congreso de los Diputados de vacaciones navideñas) y fundamentalmente, ha exigido al Gobierno una respuesta unívoca frente al desafío puesto en marcha por el actual lendakari. Al mismo tiempo, y como líder de la oposición y de un partido que tiene el respaldo de casi diez millones de españoles, ha ofrecido (por tres veces) su colaboración al presidente del Gobierno para llegar a un pacto sobre el modelo de Estado, que ponga de una vez fin a todo tipo de planteamientos secesionistas, independentistas, o autodeterministas que asoman la pezuña bajo la puerta.
   Zapatero, cuya estrategia sobre el particular implica arriesgadas apuestas, tuvo a bien convocarle a una reunión en La Moncloa, 24 horas después de la que habrá de celebrar hoy mismo con el promotor del mencionado plan. Esa ha sido la inclasificable actitud adoptada por el presidente del Gobierno. Una invitación para «conversar», en lugar de para transmitir un mensaje inequívoco de permanecer fiel al espíritu constitucional que hemos vivido los últimos 26 años.
   De muy poco más que de hacer cumplir la ley tendrán que hablar mañana Zapatero y Rajoy. Y así se lo ha hecho saber el líder del PP. De muy poco más que de hacer respetar la Constitución. De muy poco más que de estudiar la forma en la que las dos principales fuerzas políticas de este país, que suman el 80 por ciento de la representación popular pueden afrontar la coyuntura política más preocupante conocida por nuestro país desde que recuperó la normalidad democrática. Los chalaneos, para el tripartito.
   Rajoy ha ofrecido su mano, pero no evita censurar los errores y los despropósitos que está perpetrando el Gobierno. Y lo hace con prudencia y con honestidad consciente de que tan sólo un magno acuerdo entre los dos grandes partidos respetuosos de la Constitución será capaz de salvarla. Tan elemental es la propuesta, y tan necesaria, que a Carod Rovira le ha faltado tiempo para ofrecerle al PSOE un acuerdo de legislatura a fin de evitar que alcance cualquier tipo de entendimiento con el PP. No hacen falta más palabras.
   Zapatero está esposado. No puede apretar la mano de Rajoy porque la tiene enmanillada a la de Carod Rovira y, por supuesto, a la de Maragall. Por eso está a punto de cometer uno de los mayores errores de la historia del PSOE. Darle la espalda, ignorar, ningunear al único posible socio con el que cuenta para salvar la actual estructura del Estado y seguir, como hasta ahora, marcando el paso al ritmo que le dictan desde las pequeñas formaciones nacionalistas a las que se ha abrazado. Rajoy está a la altura de un hombre de Estado. Zapatero, está aún por demostrarlo. Que alguien le ilumine.