ENTREVISTA A  JOSÉ VARELA ORTEGA, HISTORIADOR,

 

Por Antonio Astorga, en “ABC” del 24.12.06

 

«Un proyecto político hegemónico quiere expulsar, no del poder sino del sistema, al Partido Popular»

 

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado la entrevista que sigue para incluirla en este sitio web.

El formateado es mío (L. B.-B.)

 

—¿La ley de memoria histórica es un «disparate metafísico»?

 

—La memoria histórica no existe. La memoria es una facultad reservada a los individuos de nuestra especie. Sujetos colectivos y entes de razón carecen de memoria. Recordamos sólo lo que hemos vivido personalmente. Si hablamos de la Guerra Civil, lo que pueden recordar hoy los pocos que la padecieron es lo que parcialmente sucedió en un lugar muy determinado, fruto de experiencias personales muy reducidas. 70 años después, el recuerdo ni siquiera es ya lo que vivieron, sino otro producto reelaborado, entreverado de vivencias y distorsionado por experiencias posteriores.

 

—Se habla de reparar «la moral individual de las víctimas...»

 

—Me parece muy bien, si es ese ánimo piadoso y no rencoroso lo que alienta el ademán. Pero eso tampoco es historia. La historia no es justicia. Nosotros no damos clases de ética. Vemos las cosas desde el punto de vista de aquellos que las hicieron, cuyos propósitos queremos adivinar y cuyas acciones relatar para comprenderlas, que no es lo mismo que compartirlas o denigrarlas. Las valoraciones caen fuera de nuestro negociado profesional. Los historiadores profesionales intentan descubrir, entender y relatar los horrores de la Guerra Civil con una lente ajustada a la exposición y comprensión que no al juicio. Entiendo muy bien que los descendientes de las víctimas quieran recuperar sus restos, como una forma de rehabilitar su recuerdo y darles un entierro digno y pacífico. Pero todo ese ejercicio de reparación piadosa y justa poco tiene que ver con la Historia.

 

—Hay quien piensa que Zapatero hace la ley para vengar al abuelo.

 

—Ese tipo de explicaciones «ad hominen» denunican pobreza intelectual, dudoso gusto personal y, en este caso, en que media una tragedia familiar, mezquindad moral. Hay otras explicaciones más plausibles y reveladoras.

 

—¿Como cuáles?

 

—Me parece que todo este ejercicio de ajuste de cuentas con el pasado se inserta dentro de una política de exclusión del otro gran partido. ¿Cómo? Colgándoles un sambenito de franquistas, pese a que los actuales dirigentes del PP no han conocido siquiera el franquismo, no hablemos ya de la guerra.

 

—¿La ley de memoria histórica es un proyecto político?

 

—Es un elemento más de un proyecto hegemónico que discurre por la vía de marginar a «la otra mitad». Los políticos cuando dicen hablar de historia lo que en realidad pretenden es construir leyendas para justificar determinadas medidas del presente. Las historias de los políticos dan pistas de sus proyectos actuales, pero carecen de interés en cuanto a relatos del pasado. Lo que hoy nos cuentan de la República y la Guerra Civil se parece poco a lo que allí pasó. Son leyendas que buscan justificar determinadas políticas del presente.

 

—¿Puede romper la memoria histórica el pacto constitucional?

 

—Digamos que entra dentro de esa trayectoria y se inserta en ese proyecto, como sigue: «Bueno, aquí hay una España franquista que tiene, por sus pecados, menos derecho a gobernar que la otra, que es la progre, la de izquierda...». El propósito consiste, no tanto en marginar del poder a la oposición (algo normal e higiénico en una democracia abierta y competitiva), sino en expulsarles del sistema. Y eso ya es otro cantar de diferente tono. Desde el punto de vista del sistema, propagar que «el 40 por ciento del electorado es franquista» es una mala noticia, un experimento de simplificación y sectarismo maniqueo, ya ensayado por ambos bandos en la República con los resultados conocidos. Si me pongo la bata blanca de investigador, que me corresponde, y en lugar de juzgar hechos intento comprenderlos, le diría que por ahora todos estos instrumentos de exclusión han resultado rentables en el terreno electoral y de poder. Por el contrario, para la estabilidad del sistema no es funcional y, para el Partido Socialista, anuncian un futuro complicado.

 

—¿El Estatuto catalán y la memoria histórica son dos arietes para destruir la historia socialista?

 

—En efecto, aquí, la víctima del Estatuto catalán y de la memoria histórica terminará por ser el Partido Socialista. El haber aceptado un preámbulo tan reaccionario como el del Estatuto tendrá efectos filosóficos demoledores. Porque, en contra de lo que en España suele creerse, las ideas tienen consecuencias que al final se pagan muy caras. Y aquí se ha atentado contra principios centrales de la izquierda: la ciudadanía, la idea de soberanía nacional, bandera de izquierdas durante casi 200 años, el principio de igualdad y redistribución, que no pueden subsistir si se cambian ciudadanos por territorios (condados o principados), para no hablar de esa opereta carlista, que diría Clarín, de los derechos históricos. Todo esto tendrá unos costos ideológicos considerables para los socialistas. Y los electorales, porque no conozco, desde el imperio austrohúngaro, un partido de izquierdas que, habiéndose acostado con nacionalistas, haya amanecido sin la sangre electoral «vampirizada»: a Cataluña me remito. A medio plazo, lo que debe preocuparnos, si argumentamos desde el punto de vista de la estabilidad del sistema, es el futuro de la izquierda española.

 

—¿Las primeras víctimas pueden ser González y su generación?

 

—Sin duda. Aquí se ha malbaratado la gran obra de Felipe González y Alfonso Guerra. Primero, reconvirtiendo un partido sindicalista en otro interclasista de gobierno y alternancia, luego colaborando decisivamente en una transición de reconciliación y acuerdos, por fin, ganando las elecciones de 1982 para convertirse en el partido vertebrador del país, presente desde el Cabo de Rosas hasta Tarifa y Finisterre, a diferencia de la República que carecía de un partido socialista catalán fuerte. Esa implantación vertebradora del PSOE ha resultado crucial para la estabilidad del sistema y se corre un riesgo cierto de perderla por este matrimonio morganático con los nacionalistass.

 

—¿ETA tiene al Gobierno muy atrapado en un chantaje?

 

—ETA tiene la iniciativa de la noticia, verdadera o falsa (del proceso e incluso del 11-M) porque carece de control parlamentario o mediático. En el contexto actual de enfrentamiento y confusión, calcule usted la bomba política a su disposición. Pero no olvidemos la inversa: no van a encontrar un gobierno que les ofrezca tanto como éste. En consecuencia, estamos ante un matrimonio de conveniencia que bien puede consumarse. Y la dote es la inteligencia con Batasuna. Esas son las conversaciones relevantes y las más preocupantes, desde el punto del sistema.

 

—¿Con qué costes?

 

—Depende de lo de lo que ahí se hable... Cualquier negociación política con un grupo terrorista es profundamente disfuncional. Ahora bien, tampoco confundamos negociación con justicia. Y eso conviene que las víctimas lo asuman por doloroso que les resulte. Algo hay que ofrecer y, a cambio de negarse a hablar de política, sólo resta hacer concesiones individuales, sangrantes pero probablemente inevitables. Lo vedado, con este tipo de grupos, es hacer concesiones políticas. Por dos razones: la primera y principal, porque ningún gobierno, ni siquiera Parlamento alguno, representa nuestros derechos individuales, que son ilegislables, indelegables y no van en nuestra papeleta de voto. Porque la vida y la libertad de cada uno de nosotros, que son las que los terroristas ponen encima de la mesa como prenda, proponiéndonos devolvérnoslas en el trueque, habrán dejado de ser derechos fundamentales e individuales para convertirse en concesiones a merced de cualquier pistola. Además, porque el remunerar la violencia produce un efecto imitativo y multiplicador. Estos sistemas democrático-parlamentarios se inventaron precisamente para integrar problemas y expulsar la violencia; que no al revés, como suelen creer demasiados mediadores bien intencionados, pero equivocados.

 

—¿El objetivo de esa Ley es trazar una línea entre «vencedores y vencidos», «buenos y malos», «franquistas y no franquistas»...?

 

—Ésa es la guerra, nunca mejor dicho, de nuestros padres y abuelos. Lo contrario a nuestra reconciliación democrática. Ya en los años cuarenta, Indalecio Prieto se pronuncia contra el «séquito horrendo de la sangre». De forma conmovedora, confiesa que ha recibido cartas de gentes condenadas a muerte -que no fueron pocas en esos años tenebrosos- y expone: «¿Sabéis qué me dicen? Que quieren acabar con perdón y reconciliación». No es cierto que aquí se haya hecho un ejercicio de amnesia colectiva. En 1986 se conmemoró el medio siglo de la Guerra Civil con toneladas de papel y kilómetros de película, pero se produjo una reacción, muy sensata pero espontánea, sin toque de corneta en el BOE, que fue la de no utilizarlo políticamente. No se hizo un juicio sino un ejercicio de exposición y comprensión. Desde el punto de vista del sistema, querer a estas alturas utilizarlo políticamente es descabellado y su rentabilidad electoral, harto dudosa. El revanchismo es un despropósito, amén de una quimera. El único rédito que podemos sacar de haber soportado 40 años de dictadura es que el proceso se haya realizado de manera muy civilizada: de la ley a la ley, y sin represalias ni revanchas. Lo que no tiene sentido es demorarnos 40 años y luego hacer una liberación a la francesa o la italiana, donde miles de personas fueron ejecutadas sin juicio previo, como supuestos colaboracionistas. La reparación de enormes injusticias individuales se puede -y se debe- hacer. Que algunos casos se hayan visto injustamente relegados no debe servir como coartada -hablo desde el punto de vista del sistema- para enfangarnos en una guerra de esquelas, combinada a una suerte de arqueología de lo macabro. Es cosa de mala factura y peor estilo, que no traerá más que problemas. Sabemos lo que ocurrió en Badajoz y Sevilla, y lo que pasó en Paracuellos, o en Barcelona y en demasiados pueblos durante y después de la Guerra. Lo sabemos casi todo. No ha habido ninguna «amnistía histórica». Lo que hay es ignorancia y pereza para leer lo que hace muchísimo tiempo está a disposición de todos.

 

—¿La «guillotina seca», como llama al golpe militar de 1923, es el comienzo en la cadena de disparates catastróficos que culmina en la Ley de memoria histórica?

 

—Fue, en efecto, el inicio de una forma de razonar desordenada que terminó en tragedia. Y hoy, lo más preocupante otra vez es el desorden de pensamiento. Le pongo un par de ejemplos: primero, la ligereza en el manejo de preposiciones; a saber: nos pusieron las bombas del 11-M «por-(que)» estábamos en Irak. Esa falaz relación de causalidad es más propia de un exorcismo judeo-cristiano que una deducción racional. No hay un solo texto de violencia terrorista que introduzca ese tipo de preposición justificativa. Los terroristas tratan de imponer un régimen teocrático-totalitario, que, no sólo justifica, incluso obliga a la acción. Las preposiciones adecuadas, pues, son cuándo, cómo y dónde pueden poner la bomba, con o sin guerra de Irak. Intentaron volar la Audiencia Nacional (y podían haber provocado una tragedia mayor que la de Atocha) después de que fuéramos «buenos» y hubiéramos abandonado Irak. De una preposición i-napropiada a una proposición equivocada que nos ha conducido a una decisión, cuya ejecución, más atropellada que negociada, ha resultado en una reducción de apoyos sin disminución de riesgos. Es así de crudo. Otro ejemplo de confusión mental puede encontrarse entre la algarabía de explosivos y teléfonos: la dinamita suele estar en las minas, los dispositivos telefónicos para atentados los fabrican y mercadean grupos terroristas, la hipotética conexión entre unos y otros y el atentado puede establecer, si acaso, una relación de probable coincidencia instrumental, sin necesidad de fundamentar una relación orgánica de causalidad. El preámbulo del Estatuto de Cataluña es otro ejemplo de pensamiento desordenado. Los países no «modelan paisajes», no son seres vivos ni eternos. Doña Cataluña no «define» nada, España tampoco. Todo eso no es más que quincallería romántico-nacionalista de baja condición intelectual. Cuando se habla de España (o de Cataluña), omitiendo en el sujeto a los españoles se empieza a atentar contra el principio democrático de ciudadanía. Y se termina por hablar de leyendas del pasado, en lugar de hacer propuestas de futuro. Como decía Nietzsche, la patria es la de los hijos. Intentemos no convertirnos en un país de antepasados, como ironizaba Kant.

 

—¿Qué echa en falta usted para vertebrar España?

 

—A mi juicio aquí sólo han ocurrido dos cosas verdaderamente relevantes. La primera es el resquebrajamiento de nuestra relación con EE. UU., una política que había cumplido 60 años y que, aunque el general Franco la emprendiera para salvar el pellejo, sirve a nuestros intereses generales. Como decía Adam Smith, la única ley de la historia es la de la geografía. Sentada firmemente nuestra integración en Europa: ¿qué otra política, fuera de la americana, puede hacer un país bi-oceánico y bi-continental, portaviones entre el Atlántico y Medio Oriente, que tiene un problema estructural de seguridad en el Estrecho, habla español y ha invertido 80.000 millones de dólares en América? Uno puede salirse de la foto, pero no del mapa. Y aquí nos han sacado del mapa. Y el segundo hecho relevante es haber roto el pacto constitucional del 78. Si lo formulamos en matemática electoral, deberíamos decir que los dirigentes socialistas actuales han cambiado de socio constituyente, sustituyendo al 35 o 40% del voto de los populares por el 8 o 9 de los nacionalistas. En suma, el actual gobierno socialista ha encabezado una especie de «rebelión» de élites políticas (profesionales) frente a «las masas» (de votantes). A corto plazo -lo hemos visto en Galicia- es una buena idea electoral, pero originará costos estructurales quizá inabordables. Otra cuestión es que una oposición malhumorada y huérfana de serenidad y matices haya nublado y enmarañado esos dos hechos fundamentales entre asuntos episódicos, cuando no irrelevantes. Aquí hay que reconstruir una política internacional estable, fundamentada en intereses ciertos y sólidos que no en pájaros y flores de Kofi-Anan; y rehacer un pacto constitucional, base de nuestra estabilidad. Eso desde el punto de vista del sistema. Si uno argumenta desde la óptica de partidos nacionalistas debemos reconocer que la relación voto-poder de la acción nacionalista arroja un resultado espectacular, aprovechando un sistema electoral proporcional en el contexto de una Constitución abierta. El asunto es si los grandes partidos reaccionarán, retomando la senda del acuerdo constitucional para integrar a los nacionalistas en el sistema, o todos continuarán la obra de demolición del Estado. Una cuestión que tendría un interés exclusivamente académico si no fuera porque estamos dentro de una probeta que el alquimista parece manejar a ritmo de coctelera.