PUIGCERCÓS (Y ZAPATERO): A LA IZQUIERDA…DEL ANTIGUO
RÉGIMEN
Artículo de José Varela Ortega en “El Imparcial” del 16-12-10
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Las
campañas electorales sueltan la lengua pero tienen sus ventajas. Al parecer, el
señor Puigcercós lo tiene muy claro: en Andalucía “no
paga impuestos ni Dios” y Madrid es “una fiesta fiscal”. Es en Cataluña,
naturalmente, donde se trabaja y se paga más de lo debido. Los medios se han
lanzado en jauría sobre lo que, a mi juicio, tiene menos interés: el exabrupto.
Pero el exabrupto es un simple asunto de educación y lo inquietante aquí es la
composición de la frase. Así pues, yo le propongo al lector centrarnos en lo
sustantivo del razonamiento haciendo abstracción del calificativo. No obstante
y antes de entrar a analizar lo que propiamente es el sujeto de la oración,
debemos despejar la interpretación más delicada de la propuesta: porque, si lo
que quiere decir nuestro político nacionalista es que la inspección de Hacienda
ha recibido instrucciones para utilizar una doble vara de medir en Cataluña
respecto a Madrid y Andalucía, eso es constitutivo de un delito que el diputado
de ERC debería denunciar, exponiéndose, eso sí, de resultar falsa la
imputación, a afrontar una querella por injurias.
Sin
embargo, seamos justos y démosle al señor Puigcercós
el beneficio de la duda porque lo más probable es que el sentido del
razonamiento de nuestro lenguaraz diputado sea que “Cataluña” paga más
impuestos que “Andalucía” o “Madrid”. Lo de menos aquí es que la primera
comparación sea cierta y la segunda falsa. Lo más interesante —y preocupante-
son los sujetos fiscales que el señor Puigcercós da
por evidentes, como si de una verdad revelada en el Génesis se tratara. Y
resulta que no es así. Cataluña, Andalucía o Madrid no pagan impuestos ni hacen
nada. Serán entidades culturales y Comunidades administrativas, pero no son
sujetos de soberanía ni sujetos fiscales. Los sujetos fiscales son los
ciudadanos residentes en cada una de esas Comunidades. Nada más.
La
proposición, pues, se apoya en una simple operación aritmética de la que se
deriva la afirmación en cuestión y que consiste en calcular lo que paga el
conjunto de ciudadanos residentes en las mencionadas Comunidades. Según
nuestras constituciones —y el plural no es una errata- políticamente hablando
se trata, pues, de una ficción matemática: una cuenta que, naturalmente,
produce saldos desequilibrados. Desde un punto de vista de izquierda, nos
encontramos ante un ejercicio tautológico porque es evidente que, si los
impuestos son progresivos, en aquellas Comunidades donde residen ciudadanos con
más renta (en Cataluña y, sobre todo, en Madrid y en Baleares, por ejemplo) se
paga más. Si uno está empadronado en esos lugares afortunados y es capaz de
resistir el pronto de la envidia, que es un sentimiento de baja condición y
peor rentabilidad, se felicitará por un mayor impacto fiscal que no hace sino
constatar su buena fortuna.
Cosa
distinta, claro, es que nuestro político de Esquerra proteste enérgicamente
porque se malbaratan los impuestos de sus paisanos y los de la generalidad de
los contribuyentes, sean andaluces, catalanes o gallegos. En este sentido, el
señor Puigcercós se sorprendería ante la cantidad de
contribuyentes andaluces que piensan como él: que los Zarrías
de ese inacabable cortijo caciquil andaluz llevan décadas dilapidando los
dineros de todos en PERes, y otras modalidades de la
moderna subvención del voto, en lugar de hacerlo en inversiones económicamente
más productivas, si bien menos rentables en términos de poder: por ejemplo,
invirtiendo en capacitación y capital humano, rubro en el que Andalucía sigue
hundida en los puestos de cola. Nada digamos si el argumento fiscal lo
articulamos desde un punto de vista liberal, en que toda imposición se ve, en
principio, como una confiscación de ahorro privado por unos burócratas que rara
vez son capaces de demostrar que su infinito poder, pero limitada sabiduría, es
capaz de asignar recursos con más eficiencia que los propios dueños de esos
recursos.
En
todo caso, resulta curioso que nos escamoteen el sujeto fiscal —y de soberanía-
precisamente cuando estamos en puertas de celebrar el segundo centenario de la
Constitución de Cádiz. En cierta medida, la Constitución de 1812 es un texto
curiosamente anacrónico. Aún cuando alumbrada en plena época romántica y
restauradora, la Pepa tiene poco de Blut und Boden, o nación fundada en la
raza, el terruño y la historia. Cádiz representa el grito de los pueblos frente
a la restauración del Antiguo Régimen, la soberanía nacional frente a la de los
monarcas y sus cartas otorgadas. Por eso, fue bandera revolucionaria de los
ciudadanos liberales, desde Nápoles a San Petersburgo, contra la Europa de
Viena y la Santa Alianza. Con aquel texto fundacional, se convocaba a una
nación de ciudadanos libres e iguales como sujeto de soberanía. “Hermanable
unión de hombres” —en expresión de Mejía Lequerica-
que los acompaña donde quiera que estén, “aunque fuese en el aire”, la nación
española no se hizo como “un agregado de varias naciones” (Muñoz Torrero) o de
“los antiguos Reinos”, sino como una unión de ciudadanos, que advertía hace dos
siglos el diputado catalán Capmany: una tradición a
la que pertenecen nuestros textos constitucionales progresistas hasta la actual
norma normarum de 1978, pasando por las
constituciones de 1837, 1869 y 1931. Ese es el contenido de la expresión
“soberanía nacional”, contestada por la derecha liberal en nombre de una
soberanía compartida entre “las Cortes y el Rey”; esto es, la Corona como
portadora de derechos históricos. El pleito se zanjó a favor de los
progresistas, al menos en teoría, cuando Cánovas, en 1891, a la sazón jefe de
Gobierno del partido Conservador, aceptó la ley de sufragio universal
(masculino) que Sagasta había introducido dos años
antes como dirigente de la mayoría liberal en la legislatura precedente.
En
todo caso, la soberanía nacional, con su corolario fiscal progresivo, había
sido la tradición de la izquierda española hasta que llegó el señor Zapatero
con su matrimonio morganático con los nacionalistas, sus “derechos históricos”
y sus balanzas fiscales: un baratillo filosófico exótico, cuando no aberrante,
desde un punto de vista de izquierdas. En suma, un discurso más propio de la
Comunión Tradicionalista, cuando no del Antiguo Régimen, que de un partido
progresista. Por eso, poco debe sorprendernos que un electorado de tradición
internacionalista e ideología izquierdista -primero, en Galicia; ahora, en
Cataluña; y, más tarde, ocurrirá en el resto de
España- de la espalda a una estrategia nacionalista tan oportunista como
incoherente. Y, en este mismo sentido, es significativo que, incluso el votante
catalanista de izquierdas haya desertado masivamente de la Esquerra del señor Puigcercós, que ponía el acento en el soberanismo
secesionista, pero ha mantenido, en cambio, su apoyo a Iniciativa, que se ha
cuidado de insistir en su identidad izquierdista con bronceado ecologista, a
expensas del contenido nacionalista.
El
destrozo que está ocasionando el señor Zapatero en la izquierda española con su
ocurrencia de travestizarse en nacionalista como
ganzúa para expulsar al PP del sistema es difícil de sobreestimar. Pero, al
menos, podríamos rogar del Presidente un mínimo de honestidad: si quiere
ganarse el apoyo de los grupos nacionalistas y secesionistas, que lo haga por
vía positiva y tenga el coraje de proponer abiertamente —que no por la “muga”
estatutaria- un modelo confederal, en donde por lo menos nos evite la letanía
propia del Antiguo Régimen. Toda esa monserga de territorios, condados y
principados, en lugar de ciudadanos, fue siempre, en efecto, una opereta
histórica de carlistas -que decía Clarín- trompeteada desde púlpitos
ultramontanos. Los llamados “derechos históricos”, se interpretaban como los derechos
de los muertos, frente a los derechos de los ciudadanos expresados por sufragio universal y representados en las Cortes. En su
origen clásico, la democracia se entendió como la sustitución de las divisiones
y líneas gentilicio-territoriales por el principio demótico. Se decía que la
democracia era mistós, mestiza porque los cargos se
elegían -o sorteaban, que, para el caso, tanto da- ex-hapántôn,
de entre la multitud. Y, casi en nuestro mundo, la democracia consistió,
precisamente, en la abolición de los derechos históricos (desde 1778, en
América y desde 1789, en Francia). Desde entonces, la democracia es un presente
con vocación de futuro -que no una colección de reliquias históricas
embalsamadas- donde no hay más derechos que los de un conjunto de ciudadanos libres
e iguales ni más programa que lo que estos deciden por sufragio universal.
Por
su parte, el señor Puigcercós tiene todo el derecho
—el mismo que los nacionalistas niegan o recortan a los constitucionalistas en
las Comunidades donde gobiernan o influyen- a la predica
secesionista. Sin embargo, si quiere guardar cierta coherencia con sus ideas de
izquierda, mejor será que relegue los argumentos fiscales Cataluña versus
Andalucía al desván de las ideas reaccionarias, cuando no apolilladas. Los
catalanes pueden hacer una constatación empírica que debiera llevarles a una
reflexión melancólica. Durante siglos, los ciudadanos de Cataluña han hecho su
prosperidad —y, en buena medida, la de los demás españoles- derivando rentas
comerciales, lidiando y sorteando, como han podido a los señores del poder. De
un tiempo a esta parte, empero, vienen compitiendo por rentas fiscales —en
lugar de comerciales- envenenadas con obsesiones identitarias,
que son recetas de subdesarrollo y terreno abonado para los empresarios de la
política, especialistas en maximizar poder, con preferencia a riqueza. Los
resultados a la vista están: Cataluña ha ganado poder y perdido prosperidad;
mientras, otros lugares -Madrid, por ejemplo- han perdido poder y ganado
prosperidad. Toda esta pócima nacionalista despide un hedor autoritario
insoportable y es responsable de una historia deprimente pero muy vieja; a
saber: que los nacionalistas son especialistas en arruinar las naciones que
alardean de querer encumbrar para, en realidad, acrecentar lo único que de
verdad les interesa, su propio poder. Y ese es el verdadero expolio.
En
otro tiempo, Cambó reclamaba la “catalanización” de
España. Y lo cierto es que, en poco más de un siglo, casi toda España se ha
convertido en esa “Catalunya gran”, tolerante, cosmopolita e industriosa, con
que soñara el dirigente de la Lliga. Lo que el gran
político catalán nunca pudo suponer es que los nacionalistas se dedicaran ahora
a “españolizar” -en el sentido más rancio y franquista del verbo- a Cataluña.
Porque la triste realidad es que de industriosos comerciantes catalanes, los
nacionalistas están fabricando políticos y burócratas provincianos, cerrados y
ensimismados; en suma -y en palabras estereotipadas- madrileños. Pero
madrileños de hace siglos. Por eso acabarán mal.