RIESGOS DE DESINTEGRACIÓN

 

 Artículo de HORACIO VÁZQUEZ-RIAL  en  “ABC” del 16/04/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 Si el plan separatista del presidente de la autonomía vasca prosperara, España se vería reducida no sólo en superficie y número de habitantes, sino en muchos otros aspectos, interiores y exteriores: su prestigio decaería, su capacidad defensiva quedaría bajo mínimos -¿qué se puede esperar en ese orden de un Estado incapaz de preservar sus propias fronteras de la acción de una parte de sus ciudadanos?- y es probable que, a partir de ese momento, se abriera un proceso de desintegración territorial generalizado. Se trata, pues, de un problema de extrema gravedad, que no parece haber sido registrado en conciencia por el conjunto de los españoles. La actitud del Gobierno a este respecto es deletérea: con el declarado propósito de no crispar, adormece. Habla de diálogo, pero no de discusión ni de acuerdos: la discusión gira en torno a objetivos precisos, y los acuerdos tienen fecha; el diálogo es abierto, atemporal y concesivo, carece de metas y de plazos. Hay un calendario Ibarreche, pero no hay un calendario español, y cualquiera diría que esto trae sin cuidado a los representantes elegidos y a sus electores, con honrosas excepciones.

Por supuesto, no corresponde al talante gubernamental hablar de autoridad ni de ilegitimidad esencial del proyecto soberanista vasco. La única ilegitimidad que se señala es la del terrorismo, pero diciendo incluso que se podría dialogar con ETA -una vez más el diálogo- si abandonara las armas y desconociendo en esa afirmación que lo que permite a Ibarreche insistir en su plan es precisamente la violencia, que condiciona la vida política en el País Vasco mediante la extorsión continuada, y que envenena la vida española en general.

El presidente autonómico Maragall y sus socios de gobierno local -que también lo son del central- sí son conscientes del calendario Ibarreche, y hacen depender de él su propio programa de chantaje, más o menos perturbado por el encono con que se enfrentan a los dirigentes de Convergencia y Unió, muy semejante y de igual sentido que el odio desembozado que el presidente Zapatero profesa a los del Partido Popular: no me cansaré de decir que los socialistas españoles aspiran a ocupar la totalidad del panorama político, a no tener rival alguno, a administrar el poder al estilo del PRI mexicano.

Pero, sea por un exitoso tratamiento propagandístico de finalidad letárgica, sea por puro y muy hispano desprecio, la sociedad no reacciona ante esta tragedia con la preocupación, la intensidad ni la rapidez que serían de esperar. Como si, una vez más, nos convenciéramos de que aquí nunca pasa nada, y si pasa no importa. Pero pasa, e importa.

Sabemos lo que está ocurriendo en el ámbito de lo político: hay serios riesgos de desintegración del Estado; hay acusaciones de corrupción en Cataluña que redundan en inestabilidad del tripartito ante un no improbable adelanto de las elecciones autonómicas; la disolución del tripartito podría dejar al Gobierno central en minoría, y un acuerdo parlamentario entre populares y convergentes podría cambiar por completo el panorama, impulsando una convocatoria a generales; la absoluta carencia de un proyecto político interior y de un plan económico lleva a situaciones ridículas como la del comité de sabios que opina sobre la televisión pública con supina ignorancia del asunto y, lo que es peor, con prejuicios estatalistas, antiliberales, obligando al señor Solbes, el ministro más sensato y creíble, a decir que no y a convertir el informe del caso en papel mojado, aunque la máxima autoridad del Ente pretenda no hacerle caso. En un año de gobierno Zapatero, no se ha forjado nada parecido a una política, como no sea la de desmantelamiento sistemático de cuanto se podía desmantelar de lo actuado por el Partido Popular, desde el Plan Hidrológico hasta las líneas básicas de la lucha antiterrorista, pasando por la voladura de cualquier política exterior con una vergonzosa retirada de Irak que sólo sirvió para ganar enemigos.

Lo que no sabemos con igual precisión es lo que está ocurriendo en la sociedad civil, a pesar de los informes de organismos dedicados a investigar lo que la gente piensa o siente. La mejor macroencuesta ha sido, sin duda, el referéndum acerca del tratado constitucional europeo. Y los resultados son reveladores: bastante más de la mitad de los empadronados optaron por no pronunciarse. Y es legítimo pensar que no acudieron a las urnas porque hubiesen decidido ejercer la abstención, sino porque no experimentaron el menor interés en ello: la abstención activa se manifestó en ese seis por ciento de electores, un dos por ciento de los ciudadanos, que votó en blanco. El Tratado que hará las veces de Constitución europea le ha interesado poco al común de las gentes, tal vez por remoto, tal vez por mal explicado, tal vez porque la ajenidad de los símbolos de la Unión, banderas y estrellas de los Estados miembros, es insuperable en una nación que no acaba de asumir los propios, constantemente denigrados desde los localismos extremos que hallan eco en cierta izquierda incapaz de entender que España precede al franquismo, que quienes ocupan el Estado son circunstanciales, y que se avergüenzan de la bandera porque eligen ver en ella lo peor de su pasado.

Hay una devaluación de los símbolos y de las palabras; y una quiebra de la identidad común, una implosión, por cierto que muy bien controlada, del Estado nacido en 1978. Hay una disolución de las relaciones sociales. Buena parte de la clase política parece haber perdido el pudor y algunos de sus miembros se lanzan acusaciones terribles: ni siquiera consideran necesaria esa hipocresía que La Rochefoucauld definió como homenaje del vicio a la virtud. Los dirigentes de los llamados nacionalismos periféricos han creado un problema lingüístico donde no lo había y han obtenido réditos políticos y económicos de esa falacia, con la anuencia de los partidos realmente nacionales; la babel resultante ha generado un país de sordos voluntarios y de hablantes perversos que, disponiendo de una lengua común, quieren envenenar y envenenan la vida parlamentaria con el uso de su lengua regional, impidiendo que en el Congreso se trate de la vida, del orden de la vida, que es de lo que allí se debería tratar. Las taras particulares campan por sus respetos en el terreno de la política general. Y los muy jóvenes, los que ahora acceden a ese terreno por primera vez, sea porque no entienden lo que está sucediendo -que es muy difícil de explicar-, sea porque sí lo entienden y, con gran sabiduría ética, prefieren no entender, toman distancia, no se implican ni se dejan involucrar. Hay, por supuesto, buitres jóvenes que se suman encantados al festín e inician lo que puede ser una carrera en la kale borroka, en alguna oenegé o en organizaciones minoritarias, desde las cuales ser cooptado oportunamente para la política de mayor alcance.

Los que hemos vivido la desintegración de sociedades como la argentina o la cubana, que tardarán mucho en retornar a la normalidad, vemos en el panorama español signos terribles, anuncios de malos tiempos: hay violencia, hay corrupción -Maragall dixit-, hay intentos de destrucción del Estado a los que no se responde con la debida energía, hay ineficiencia o ineptitud en quienes gobiernan, hay mala fe parlamentaria, hay indiferencia ante el destino general y nadie parece recordar que hay intereses que están por encima de los intereses personales. Es grave.