IZQUIERDA Y NACIONALISMO: HUIDA DE LA LIBERTAD; REGRESO A LA CAVERNA

 

 Artículo de José Vilas Nogueira en “Libertad Digital” del 04/02/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

Cada vez percibo una más generalizada sensación de huida de la libertad. Sin duda, nuestra clase política dista mucho de ser ejemplar. En primer lugar, ¿por qué habría de serlo? La consideración de la política como "noble arte" parece responder a un wishful thinking más que a una observación realista de la historia del gobierno. Apenas una idealización filológica e histórica de la Atenas clásica nos entregaría algunos ejemplos. Y, en la democracia contemporánea, ¿cómo habrá de ser ejemplar la clase política, si la ciudadanía no lo es?

 

La ciudadanía de un país es un mero agregado estadístico. No niega esta afirmación la existencia y la relevancia de rasgos característicos de cada comunidad nacional: lingüísticos y otros de naturaleza cultural, recuerdos y proyectos de vida en común, que sustentan la respectiva identidad nacional. Lo que se dice es qua ciudadanos la adopción de actitudes políticas e ideológicas y el soporte a unos u otros partidos es normalmente plural, lo que inhabilita radicalmente cualquier hipóstasis colectiva. Pues bien, retomando la cuestión inicial, parece apreciarse en la ciudadanía española un sentimiento prevalente de elusión de la responsabilidad ante cualquier conflicto grave que amenace perturbar la tranquilidad del hombre común. Pudo percibirse muy caracterizadamente este sentimiento en relación a la intervención española en la Guerra de Irak. Bajo el passe-partout del pacifismo, la inmensa mayor parte de la población española se alineó contra aquella intervención. Si se piensa en la agresividad con la que algunos sectores exhibieron esa posición, llegando incluso a la violencia física, no parece que fuese precisamente el pacifismo su resorte emocional, ya que no su inspiración lógica, pues el pacifismo a ultranza carece de toda lógica. Las invocaciones ideológicas y éticas no acertaron a tapar el verdadero móvil de la reacción: "no nos metan en líos".

 

La misma motivación se percibe ante un problema más grave, porque nos es más cercano, y es ineludible, el de las tendencias disgregadoras de España. Muchas gentes, incluidos intelectuales de la familia "progresista", reclaman a los políticos el consenso para la solución de estos problemas –para eso les pagamos– y les reprochan que no se pongan de acuerdo. El progreso en agresividad y apoyos sociales del separatismo desde el comienzo de la transición a la democracia es muy ilustrativo a este propósito. Las aspiraciones nacionalistas centrífugas tuvieron una generosa acogida en la Constitución de 1978. Un elemento expresivo de esta particular generosidad es que la organización territorial del Estado fuese el único punto, frente al significado general, de reconocimiento expreso de la legitimidad republicana, a través de la Disposición Transitoria Segunda, que establece un sistema privilegiado de acceso a la autonomía para "los territorios que en el pasado (sic) hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía". Pero no hubo sólo generosidad. En el fondo, se aceptó la interpretación nacionalista centrífuga del "Estado español". El énfasis constitucional se centró en la garantía de las instituciones y de las competencias de las Comunidades Autónomas, mientras que se omitieron los mecanismos de articulación de los órganos de poder autonómicos en la integración de las decisiones del poder estatal. Se creó, así, un sistema con poderosos elementos centrífugos pero carente de impulsos centrípetos que pudieran servir de fuerza equilibradora. No será verdad, pero por su resultado lo parece; la visión de España de los nacionalistas catalanes y vascos se impuso a la totalidad de las Cortes. En estas condiciones, dejar abierto el Título VIII, de la organización territorial del poder, resultaba un disparate.

 

Hoy estamos como en 1978, pero peor. El progreso del apoyo electoral del separatismo, aunque innegable, ha sido modesto. Todavía el porcentaje de voto que obtienen los partidos nacionalistas es muy bajo, por referencia al total español. Incluso, en sus ámbitos peculiares de actuación, Cataluña o el País Vasco, si se comparan las cifras de voto de los partidos confesadamente nacionalistas y los no nacionalistas, tras las naturales fluctuaciones electorales, la pauta aproximada es de distribución mitad por mitad. La razón de que, sin embargo, haya muchos motivos para el pesimismo es que mientras las clientelas sociales de los partidos nacionalistas sostienen enérgicamente, por ideales o por intereses, es igual, los proyectos de estos partidos, la clientela social del Partido Socialista y de Izquierda Unida, no cree en España, huye de la libertad y se refugia en el "diálogo". Diálogo sin reglas, con quién sea, sobre lo qué sea, y sin posición propia, que es una forma de suicidio, no precisamente eutanásico.

 

La posición de la izquierda y de sus intelectuales, más o menos orgánicos, pero siempre sectarios y dispuestos a monopolizar las instancias y aparatos de producción de las ideas, ha sido y es una de las claves de esta situación. Hace pocos años, César Alonso de los Ríos publicó un libro, cuyo título exacto no recuerdo ahora, ilustrativo de la traición a España de la izquierda. Los nacionalismos centrífugos nacen en la segunda mitad del siglo XIX. Son movimientos de reacción al progreso del asentamiento del régimen constitucional y del liberalismo en España. No es raro que aparezcan, por tanto, en las regiones donde el modesto proceso de industrialización español había alcanzado mayor desarrollo. Nada en ellos los emparentaba con la izquierda. Las burguesías regionales eran sus primeros enemigos, piénsese en el sitio de Bilbao por las tropas carlistas. Sin embargo, el desastre colonial de 1898 alienta una reacción intelectual desmoralizada, que construye una ética y una estética de la derrota y del yermo. Aquellos hombres se acostaron imbuidos de un anacrónico patriotismo imperial y se levantaron sin otro horizonte que un rumiar de presentes decadencias y pasadas glorias. Mientras tanto, en la periferia industrializada las burguesías empezaron a descubrir la utilidad mercantil de las ensoñaciones "nacionales". La protección arancelaria, los buenos negocios de la Gran Guerra europea y la crisis subsiguiente a su terminación, etc, favorecieron el proceso. Los caseros se impusieron a los mimados industriales de la siderurgia. Y los intelectuales de izquierda se uncieron al carro de la caverna: todos contra España. Las imágenes de la televisión, el otro día en el Congreso de Diputados hablan con elocuencia insuperable. Por un lado, la necia sonrisa de Zapatero y sus melindres de vendedor a plazos de España; por el otro, la simiesca mueca de odio de Ibarreche, el casero de Llodio, recluido en la sangre y en los ritos primigenios. El caserío no paga a traidores. Fuera, los intelectuales progres y socialistas bendiciendo la postmodernidad del regreso a la caverna. Serán capullos...

José Vilas Nogueira es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Santiago de Compostela