CRISIS CONCÉNTRICAS

 

 Artículo de José Antonio Zarzalejos en “ABC” del 18.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

EL irredentismo de los intelectuales españoles del siglo XX quedaba paliado con la llegada a la tierra de promisión que era la vieja Europa. Julián Marías, fallecido el pasado jueves, el último quizá de esa saga de pensadores moralmente fibrosos, demócratas liberales, conservadores, cristianos y profundamente españoles, dejó dicho en un nota manuscrita que nada le podía doler más que «una Europa resentida, recelosa, desconfiada y huraña, envuelta en su capa, vuelta de espaldas al camino de la historia». Y sin embargo, así está Europa, de «espaldas a la historia» si por tal entendemos no sólo su propio pasado -que también-, sino, además, la proyección de un futuro en comunidad de valores y de aspiraciones.

La generación del 98 y las escuelas de pensamiento posterior -en particular la llamada de Madrid- contemplaron Europa sublimando el carácter mercantil con el que se fraguó el origen de la actual Unión. El euro, los fondos de cohesión, el «cheque británico», la «política agraria común» no eran sino, para intelectuales de la factura de Marías, raíles necesarios para llegar a un objetivo más elevado: la convivencia europea con un común denominador de criterios elaborado desde la identidad integrada de las naciones del Continente. Para estos filósofos y pensadores España se entendía -era «inteligible», según expresión de Julián Marías- en el hábitat moral e intelectual europeo. La garantía de la libertad política, de cátedra, de expresión, de credo, era -y sigue siendo- esa instancia continental que albergó los peores horrores de la dictadura nazi y soviética, pero que se sobrepuso a ellos y erigió todo un sistema de férreas democracias.

Europa está ahora en crisis por muchas razones, alguna de carácter sociológico -la inmigración-; otras, de naturaleza moral -la regresión del acervo religioso que ofrecía referencia válidas a sus sociedades-; muchas y muy serias, de carácter económico, pero también por razones de contradicción histórica. El enorme debilitamiento de la relación transatlántica, alentado de manera torpe por Chirac -un político sin posibilidades de resucitación- y por el ex canciller alemán Schröder -tan frívolo como demuestra su antiestético empleo de presidente del consejo de vigilancia del consorcio ruso-germano Gazprom encargado de la construcción del gaseoducto del Báltico-, y secundado por el criptoestalinista Vladimir Putin, ha sido una apuesta fracasada que ha desequilibrado la propia percepción europea y la ha desenganchado de grandes y graves iniciativas y ha distanciado al imprescindible, aunque siempre elusivo, Reino Unido del afán europeo común. Europa con Estados Unidos formaban una ecuación de permanentes equilibrios. Ese fiel de la balanza se ha perdido cuando era un factor de coherencia interna y, por tanto, necesario.

El rechazo francés y holandés al Tratado Constitucional de la UE, el Gobierno de gran coalición en Alemania, la revolución nihilista del banlieue de las grandes ciudades galas, la corrupción en Italia, la brutalidad rusa y la desconfianza de los países del centro y el este europeo, pese a su integración reciente en la UE, son los datos emergentes y visibles de una crisis que no va a solventar un impulso económico, sino una renovada ilusión política con énfasis de carácter ético y cívico.

Los valores europeístas logran su vigencia cuando las sociedades del Continente son y se sienten fuertes y seguras. España no lo está de puertas adentro y muestra su debilidad en el exterior. Si la apuesta del Ejecutivo socialista de gobernar con los nacionalismos periféricos se está revelando como una hipoteca cuyos plazos de amortización se acortan y los intereses se incrementan, su decantación exterior por el llamado eje franco-alemán no ha podido ser ni más inoportuna ni menos calculada. Chirac es el pasado y Schröder el Pleistoceno. Ahora, el eje al que Rodríguez Zapatero confió su abrigo internacional se ha volatilizado e, incluso, tiene trazas de resultarle discreta pero corrosivamente hostil. Angela Merkel y Sarkozy son los nuevos y conservadores rostros de una Alemania y una Francia que no van a recuperarse con las recetas de sus predecesores.

La cumbre de la Unión concluida ayer en Bruselas demuestra que el escenario europeo ha registrado transformaciones sustanciales que aconsejarían al Gobierno una seria revisión de su estrategia. Europa es un terreno de juego ya doméstico para todos los ejecutivos y el de España no está precisamente bien situado en esa foto de familia en la que el menos avispado hace relojes. De tal manera que tenemos a nuestro país instalado en una crisis concéntrica, es decir, en dos episodios de desconcierto con un mismo centro causal: la pérdida de un norte que haga reconocible una política de Estado hacia dentro y hacia fuera.

España, por su dimensión económica, su posición geoestratégica, su demografía y su patrimonio lingüístico y cultural tendría un papel en el guión europeo, pero, pese a esos factores que objetivan su relevancia, las circunstancias políticas que negativamente se acumulan por los errores tácticos y estratégicos del Gobierno neutralizan el empaque español en el tablero europeo, lo que, al tiempo, le resta posibilidades en su proyección iberoamericana. Si no salimos pronto de esos círculos concéntricos que atenazan la energía colectiva -ahora despilfarrada en esencialismos nacionalistas, en apuestas europeas perdedoras y en complacencias bolivarianas y castristas-, la succión destructora de la crisis aumentará. Y hará una España débil incapaz de contribuir a una Europa de la que nos alejamos de nuevo al regresar a las cuestiones -la nacional, la religiosa- propias del siglo XIX y que nuestros vecinos superaron definitivamente. Retornamos a la excentricidad y la extravagancia. Somos, de nuevo, ininteligibles, con la agravante de que ya no tenemos a un Julián Marías que nos vuelva a hacer inteligibles.