NACIÓN, MONARQUÍA Y CIUDADANÍA
Artículo de José Antonio Zarzalejos, Director ABC, en “ABC” del 30.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... Zapatero no es un «bobo solemne», sino un táctico de la política, un oportunista de la semántica y, seguramente, un hombre con sugestiones mesiánicas...
EL pacto de la concordia que suscribimos la inmensa mayoría de los españoles en
1978 se basó en el acuerdo de que España era una Nación «patria común e
indivisible de todos los españoles» (artículo 2 de la Constitución); que el
Estado adoptaba la forma política de «monarquía parlamentaria» (artículo 1.3 de
la Constitución) y que todos los españoles disfrutaban de los mismos derechos,
exhaustivamente recogidos en el Título I de la Carta magna y que éstos, con las
correspondientes obligaciones, establecían el contenido sustancial del concepto
de la ciudadanía. En el artículo 16 de la Constitución, además, se declaraba que
«ninguna confesión tendrá carácter estatal», pero se añadía que «los poderes
públicos tendrán en cuenta la creencias religiosas de la sociedad española y
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y
las demás confesiones», de tal manera que el Estado no era confesional pero
tampoco laicista.
Estas tres convenciones no sólo adquirieron fuerza de obligar al incorporarse en
la Constitución, sino que se asumieron, también, emocional y racionalmente en un
ejercicio colectivo, no de amnesia histórica, sino de superación de las
gravísimas divisiones entre españoles que, en su momento, llevaron a un
enfrentamiento fratricida. Los sucesivos gobiernos democráticos persistieron en
el mantenimiento escrupuloso de estas convenciones desafiando las recurrentes
tentaciones de reverdecer el rencor de unos y de otros. De unos, por haber
perdido la Guerra Civil, y de otros, por haberla ganado y suponer que, con
efectos diferidos, la victoria no les había granjeado los réditos esperados.
Ahora, sin embargo, con el Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero la
nación, la Monarquía y la ciudadanía, como los grandes conceptos del pacto
constitucional de 1978, se han deteriorado hasta la provocación de la alarma
social. La necesidad del presidente de sostenerse en el apoyo que le ofrecen las
fuerzas nacionalistas que nunca creyeron en la Nación española, su propia
concepción marquetiniana de la política y una actitud implacablemente maniquea
en la consideración de las diferencias ideológicas, son las razones últimas que
explican políticas de destrucción sistemática, silente, audaz y taimada del
pacto de la concordia de 1978.
El proyecto de Estatuto para Cataluña y sus réplicas -por ejemplo, la andaluza-,
la declaración institucional del Congreso de los Diputados con motivo del
vigésimo quinto aniversario del intento de golpe de Estado el 23 de febrero de
1981 en la que se obvió el papel decisivo que jugó el Rey en defensa de la
democracia, las leyes -en particular las educativas, la del matrimonio
homosexual, la de reproducción asistida y la proposición aprobada el jueves
sobre la llamada memoria histórica- y la admisión de cartas de derechos y
obligaciones diferentes según qué comunidad autónoma, están quebrando la
vigencia y visibilidad de la nación, de la Monarquía y de la ciudadanía. Todo el
conjunto del sistema está siendo empujado hacia un modelo diferente al diseñado
en 1978 sin reconocer la necesidad jurídica y política de que tal migración
requiere de un nuevo período constituyente que permita a los ciudadanos su
derecho a decidir el modelo de convivencia. Por vía indirecta, utilizando
subterfugios jurídicos y eufemismos, pervirtiendo el lenguaje y desposeyéndolo
de la universalidad de la significación de determinados conceptos, Rodríguez
Zapatero está logrando que el pacto de la concordia de 1978 deje de ser la
referencia de la democracia española. Así, la legitimidad de ese gran acuerdo
nacional se retrotrae a la proclamación de la II República -un régimen que
devino odioso por arbitrario y desarticulado-, en la que el presidente del
Gobierno supone que España se refleja «satisfecha y orgullosa», lo que es
incierto en términos de presente e históricos. La Monarquía, en cuanto
institución nacional que cohesiona y supera el sectarismo republicano y el
caudillismo totalitario del franquismo, se difumina hasta la práctica
desaparición. La Iglesia y los valores que propugna se zahieren mediante la
ridiculización, patrocinando, a través de leyes radicales, la alteración del
modelo de valores éticos bien arraigados en la sociedad española. Y la nación
-«discutida y discutible»- se convierte en un concepto que sólo es respetable y
defendible si está referido al que propugnan los nacionalistas vascos y
catalanes, e, incluso, el entorno de la banda terrorista ETA con la que se ha
iniciado un «proceso» mal llamado de paz en el que el Ejecutivo ofrece síntomas
de precipitación y debilidad.
En todo este planteamiento liquidacionista, que extrae su energía del siempre
latente sentimiento revanchista tradicional en algunos sectores de la sociedad
española, se perfila bien un designio de destrucción de la derecha que Jon
Juaristi (ABC 28/04/06) ha descrito con escalofriante claridad: « (...) se
llegará a ver en la aniquilación política del PP el requisito indispensable para
la paz, o sea, para el acuerdo entre ETA y el PSOE, que simbolizaría la victoria
póstuma de las izquierdas y los nacionalismos derrotados en 1939». El filólogo
vasco concluye su análisis con una afirmación que conviene sea reiterada: «Sobra
decir que el sistema democrático no sobreviviría a ese final feliz». Y este
augurio de Juaristi es en el que debe fijarse el presidente del Gobierno. Porque
el ejercicio de provocación constante en el que está inmerso, en la instalación
despectiva hacia la práctica mitad del electorado español, en la suficiencia
maniquea que demuestra en sus palabras y en sus actitudes, se localiza el
sectarismo que llevó a España a sus peores momentos.
Por esa razón -por la suerte colectiva-, determinadas políticas del Gobierno no
pueden ser juzgadas con la más mínima de las benevolencias. Por el contrario,
requieren de contestaciones eficaces, serenas y firmes que sean bien
comprendidas por los ciudadanos. Las respuestas a las tácticas sibilinas,
reclaman réplicas que sean inteligentes porque, de lo contrario,
prestidigitadores de la política como Rodríguez Zapatero tienen perfecta y
contrastada capacidad para optimizarlas en su favor.
La militancia en la concordia exige hacerlo simultáneamente en la creencia en la
Nación española, en la Monarquía como forma de Estado que se alza en símbolo de
unidad y referencia común y en la vigencia de la ciudadanía que incorpora
también un sistema de valores éticos y cívicos ampliamente compartidos.
Rodríguez Zapatero -aun en el criterio de la izquierda liberal- está rompiendo
este esquema en el que se ha sostenido la conciliación nacional.
Es dramático observar como una parte de la derecha española ha caído en el
señuelo del radicalismo de Rodríguez Zapatero practicando otro, verbal y
político, que a él le excusa y hasta justifica. El presidente soporta el
denuesto con galanura; lidia con apostura la embestida visceral; responde con
corrección al exabrupto, pero rehuye el debate de las ideas y da la espalda al
contraste de los argumentos. Zapatero no es un «bobo solemne», sino un táctico
de la política, un oportunista de la semántica y, seguramente, un hombre con
sugestiones mesiánicas. O sea, un adversario al que hay que combatir con
inteligencia porque mientras se le negaban sus cualidades más básicas, él se ha
encargado de demostrarlas, en silencio, segando la hierba bajo los pies de sus
enemigos. Tanto, que está haciendo sangrar al pacto de la concordia de 1978. Y,
así, desangrado, ese pacto se puede morir.