ES LA LIBERTAD, PRESIDENTE
Artículo de José Antonio Zarzalejos. Director de ABC
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Las viudas no han vengado el
asesinato de sus maridos; ni los hijos los de sus padres; ni los padres los de
sus hijos. No ha habido esa simetría tan del gusto buenista que permita sostener
que estamos ante el impulso, el inicio o el propósito de un proceso de paz. La
paz concierne a los contendientes en una pelea en la que unos y otros están
dispuestos a matar y a morir y que, llegado el momento, alcanzan un armisticio o
un pacto. Nada de eso ha ocurrido ni ocurre ni en el País Vasco ni en Navarra.
Tras los féretros de las víctimas siempre ha habido un testimonio de
resignación, un llanto contenido y una ira inocua. Es indecente, en términos
éticos y políticos, mimetizarse con la semántica de los verdugos y de sus
beneficiarios -que han sido legión- para, mediante eufemismos, paliar la
gravedad del muy delicado paso que el presidente del Gobierno, con más
precipitación de la debida, parece estar dispuesto a dar: entablar de inmediato
un diálogo con la banda terrorista ETA al que seguiría un nuevo proceso político
con propósitos todavía ignotos pero no imprevisibles. Si José Luis Rodríguez
Zapatero auguró un proceso «largo y difícil», su predicción, o no era sincera, o
el control de lo que ocurre se le escapa de las manos. Porque una iniciativa
como la que se está viviendo -un supuesto «principio del fin de ETA»- requiere
de una teorización previa que sirva de guía a ese proceso de liquidación del
terrorismo. Si no hay diagnóstico acertado, la terapia será irremisiblemente
confundida.
Lo que hay que lograr en el País Vasco y en Navarra, y por extensión en toda
España, es la instalación de la libertad, lo que requiere la erradicación de
cualquier forma de violencia, sea ejercida ésta de manera directa o indirecta.
La banda terrorista ETA ha sido la encargada de la acción directa y el régimen
autonómico, dominado por los nacionalistas moderados, ha desarrollado la
coacción indirecta al establecer cánones según los cuales se discernía entre los
ciudadanos afectos y los desafectos. La permanente presencia de ETA en la
política vasca ha sido el referente del propio nacionalismo que ha ido
recogiendo durante más de dos décadas la cosecha de concesiones cuya consecución
-decían los nacionalistas- iría horadando a la banda criminal. La conclusión
inicial para la mitad de los vascos -los no nacionalistas, incluidos los
socialistas que tan solícitos se muestran ahora- es que la paz, como realidad
formal, es posible, pero, compatible y simultánea con un estado de coacción en
latencia. Porque, a la postre, en los pilares que sostienen a la banda
terrorista se encuentra, enquistado, el nacionalismo sabiniano, es decir, una
militancia idolátrica en la etnia, en la diferencia que proporcionan algunos
rasgos culturales y en una leyenda rural alzada a la categoría histórica por el
totalitario procedimiento de reiterar la mentira hasta convertirla en una verdad
para gente tan crédula como ignorante. ETA como expresión radical de ese
nacionalismo y las formaciones hegemónicas -el PNV y EA- en ese movimiento
ideológico-idolátrico como su manifestación institucionalizada, se han
comportado con la ciudadanía vasca como una tenaza paralizadora. Liberarse de
ella ha implicado el extrañamiento o la docilidad, porque el enfrentamiento
directo a esa sutil dictadura regimental ha sido -y lo sigue siendo- la amenaza,
la coacción o el riesgo de la propia vida.
Ese proceso que ahora se inicia -que inicia el presidente del Gobierno- no es de
paz, que sólo sería una de sus consecuencias, sino que debe ser un proceso de
libertad y que exige, para que sea cierto y catártico, el desmantelamiento del
régimen nacionalista, tutelado por ETA, en la medida en la que lo deseen los
electores vascos cuando puedan constituirse en tales con plena autonomía, con
sufragio soberano, sin señalamientos, sin represalias, sin discriminaciones y
sin silencios. Hasta tanto esa realidad vasca en libertad no se alcance, el
proceso ahora en curso no será auténtico sino, acaso, la enésima estratagema del
nacionalismo en su conjunto y de ETA en particular -después de tantos años aquél
y ésta han registrado una suerte de vinculación hipostática de tal manera que el
nacionalismo sin ETA se sumía en el desconcierto y ETA sin el nacionalismo se
sentía deslegitimada- para perpetuarse mediante una metamorfosis lampedusiana
intentando que cambie todo para que, en realidad, nada se altere.
La reclamación de anexión de Navarra -la territorialidad-, la del llamado
derecho a decidir -la autodeterminación- y la relegalización ipso facto de
Batasuna, formuladas por Ibarretxe y Otegi, son los síntomas más explícitos,
aunque no los únicos, que advierten al Gobierno de la necesidad de andarse con
pies de plomo. El nacionalismo es una patología ideológica -les guste o no a los
nacionalismos que tal afirmación se formule en términos tan descarnados- con
manifestaciones de gama muy variada. Desde las extravagancias de ERC a la
criminalidad de ETA, pueden catalogarse muchas formas de desvarío político y
social que es asumido en España con cierta normalidad en función de la extrema
benevolencia -¿complejo?- con la que la ciudadanía en general se siente
constreñida a pagar deudas históricas siempre pendientes con el País Vasco y
Cataluña.
ETA en primera instancia a través de Batasuna y los partidos nacionalistas, en
una segunda etapa, pretenden que lo que ahora se inicie sea una nueva
transacción en la que ellos pondrán la paz y los demás -nosotros- les
acercaremos a una especie de soberanía compartida subsiguiente a un compromiso
de ETA para no asesinar y, seguramente, no delinquir de manera estentórea aunque
manteniendo las reservas de coacción precisas para tutelar la continuidad del
régimen. Éste es el planteamiento del nacionalismo etarra y, subsidiariamente,
del llamado moderado. No niego que el actual presidente del PNV esté intentando
la racionalización del movimiento que su partido representa, pero tampoco sería
el primero que quedase absorbido por la espiral fanática que generan en su
organización de manera cíclica determinados planteamientos de civilidad
ideológica.
La paz formal, insisto, es posible pero, con tres años sin asesinatos gracias a
la presión del Estado y a la determinación de la sociedad española y de una
buena parte de la vasca, es insuficiente. Es la hora de la libertad si lo que se
pretende conseguir es un resultado digno. Y la libertad ni se compra ni se
vende; se obtiene, se gana; tampoco se disfruta más o menos, sino en plenitud.
La libertad no es la paz, sino ésta consecuencia de aquélla y de la justicia. La
libertad es nuestra y no hay que sentarse para recuperarla. Se arrebata al
ladrón que la hurta. La libertad es -como bien hizo decir a su célebre personaje
Calderón de la Barca-, a semejanza del honor, un patrimonio del alma y el alma,
la individual y la colectiva de una sociedad, no es materia para el regateo. Que
el presidente tenga en cuenta -y muchos les conocemos por haberlos padecido- que
tratarán de que se conforme con la paz. Y no es eso, no es eso. Es la libertad,
presidente.