LA LIQUIDACIÓN DE LA DERECHA
Artículo de José Antonio Zarzalejos. Director de ABC, en “ABC” del 21.05.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
LA simetría es casi perfecta: a la 
vez que la izquierda y los nacionalistas reivindican la legitimidad democrática 
en la II República de 1931 como fuente de la actual del sistema constitucional, 
se comportan como lo hicieron en aquellos terribles años sus antecesores 
ideológicos, es decir, con igual sectarismo y con el mismo sentido de 
apropiación de la democracia. El lema del Partido Socialista de Cataluña para la 
campaña del referéndum del Estatuto («El PP usará tu no contra Cataluña») es una 
indignidad guerracivilista y exuda, no ya hostilidad, sino un propósito 
eliminador del adversario político. Es, además, un eslogan cobarde porque el 
verdadero protagonista de la negativa al Estatuto catalán es Esquerra 
Republicana de Cataluña contra la que el partido de Maragall no se atreve a 
confrontar. Pero el despropósito catalán -que el reclamo sufragista del PSC no 
hace sino subrayar de manera alarmante- tiene un mismo origen: la negación por 
parte de la izquierda radical que nos gobierna -que a lo peor no está sólo en el 
Gobierno sino también en sus aledaños- de la legitimación de la Constitución de 
1978 en cuanto su aceptación implique -que lo implica- la superación de 
determinados episodios históricos en los que la izquierda y los nacionalismos 
vasco y catalán tuvieron un protagonismo que resulta indeseable a sus sucesores.
La irrupción de la memoria histórica no busca sólo la rehabilitación de los que 
perdieron la malhadada guerra civil, sino la estigmatización de los que la 
ganaron y, especialmente, la concienciación colectiva, primero sutil y luego 
explícita, de que la actual derecha democrática española -representada en el 
Partido Popular- es la heredera del franquismo. En ese contexto se inscribe 
también la beligerancia laicista en la que se vincula a la Iglesia con la 
llamada Cruzada de 1936-39. El espejo de todas las virtudes -«España contempla 
con orgullo y satisfacción la II República» resultan palabras ya memorables del 
presidente del Gobierno- estaría en el régimen de 1931 debidamente podado de las 
adherencias totalitarias que le acompañaron (censura de prensa, detenciones 
arbitrarias, leyes represivas como la de Defensa de la República) y todas las 
tropelías serían las perpetradas por los otros que, en versión actualizada, son 
aquellos que usarán «tu no contra Cataluña».
El desmantelamiento del diseño constitucional del reparto del poder territorial 
y la alteración de los modelos éticos y cívicos, procesos impulsados desde una 
visión radical y precipitada, desacompasados de las auténticas necesidades de la 
sociedad española y sin el grado de consenso necesario para que no generen 
inestabilidad y enfrentamiento, empiezan a constituir un fracaso. La 
desagregación de voluntades individuales y colectivas al proyecto -en el 
supuesto de que lo sea y no consista en una improvisación ideologizada y 
alentada de un espíritu de exasperada hostilidad- también comienza a ser 
notorio.
La ruptura de la unidad de mercado distancia a los empresarios de la presente 
dinámica de decisiones políticas; la desconsideración hacia la sensibilidad 
moral de una buena parte de la sociedad española, sea en temas de carácter 
ético, educativo o biogenético, está creando bolsas ciudadanas de resistencia 
hacia normas legales y reglamentarias que son verdaderas apuestas por las 
alternativas más radicales y menos ponderadas; la banalidad argumentativa en la 
justificación de medidas y comportamientos está espantando a los intelectuales 
liberales de la izquierda española que, o han enmudecido o se muestran -los 
menos- críticos con el Gobierno; la exhibición libre y sin reproche alguno de la 
simbología republicana, en unos casos, o independentista en otros, (véanse las 
imágenes de la final de la Copa de Europa en París, con las gradas repletas de 
cartelería separatista), se ha convertido en una especie de divertimento sólo 
aparentemente inocuo pero que va logrando calar en el subconsciente colectivo 
que comienza a percibir factores de transitoriedad en instituciones permanentes 
del Estado; en el acaecimiento de grandes estafas o fiascos financieros, como el 
de los sellos, se trata de responsabilizar a la recurrente herencia recibida; el 
caciquismo en los medios públicos -y el beneficio que el poder presta a otros 
privados-, vuelve a generar un discurso férreamente ortodoxo frente al que el 
discrepante se convierte en carne de eslogan, lema o descalificación.
Todas estas políticas -en general de resultados por el momento desastrosos- 
convergen en un propósito: deslegitimar el sistema actual para, primero, ir 
urdiendo otro a la medida de un nuevo eje de poder nacionalista-socialista y, 
después, establecer las condiciones idóneas para la progresiva eliminación de la 
alternativa política que representa el Partido Popular. Lo de menos, a los 
efectos de la tesis que aquí expongo, es que el PP encare esta operación con 
mayor o menor acierto; tampoco es relevante por lo que se refiere a la cuestión 
de fondo, el error de incurrir en políticas mediáticas endogámicas y anacrónicas 
que apelan a las vísceras en vez de hacerlo al intelecto. Lo esencial es 
concluir que la ultima ratio de las políticas gubernamentales, que el hilo 
conductor del discurso político del Ejecutivo, de su partido y de los 
nacionalistas, lo constituyen propósitos de estigmatización histórica de la 
actual derecha española. La destrucción del lenguaje como un pacto por el que 
todos entendíamos los mismos conceptos - Nación, matrimonio, familia, legalidad, 
independencia, Estado, justicia- está en el núcleo duro de una estrategia que se 
basa mucho más en derruir que en edificar, en eliminar que en acrecer.
El Gobierno no quiere consensos con la derecha española porque el consenso fue 
el instrumento político e histórico de la transición de 1978. Por eso, no le 
importa que el Estatuto de Cataluña esté condenado a un respaldo político y 
popular mucho menor del que dispone el actual; tampoco que las grandes leyes, 
orgánicas o no, pero de gran alcance social, cuenten con el voto de la derecha 
española. El consenso es, en estos momentos, un contravalor de la democracia 
cuando hasta hace muy poco consistió en su gran herramienta de trabajo. Lo que 
importa al Gobierno y a las políticas que desarrolla no es sólo su resultado, 
sino sus efectos colaterales que consisten en ir marginando a la derecha por el 
procedimiento de formular planteamientos estrictamente sectarios.
Si el PSC apuesta por el indigno lema de «El PP usará tu no contra Cataluña» 
-tan indigno como el pacto del Tinell que conjuraba a los partidos del 
naufragado tripartito a no colaborar de modo alguno con la organización 
presidida por Mariano Rajoy- es porque se está intentando matar dos pájaros de 
un tiro: transferir a ese partido el eventual fracaso del referéndum catalán y 
concentrar sobre la derecha española la carga de las frustraciones, históricas y 
actuales, de la izquierda y de los nacionalismos. Y si así son las cosas, si el 
consenso ya no es una herramienta primordial de la política española, si el 
sistema constitucional trae causa del pasado más divisor de los españoles -la 
República de 1931- , si lo que se pretende, y así sucede, es estigmatizar a la 
derecha democrática, habrán de comprender la izquierda y los nacionalistas que 
pronto sea un clamor la reclamación de un nuevo periodo constituyente porque el 
cerrado en 1978 lo están haciendo fracasar ellos y por el mismo procedimiento 
sectario y excluyente que utilizaron sus ancestros para hundir la II República.