CRISIS DE REPRESENTACIÓN (EL PRECIO DEL CAFÉ)

 

 Artículo de José Antonio Zarzalejos, Director de ABC, en “ABC” del 1-4-07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Es más que una anécdota; es casi una categoría que el presidente del Gobierno yerre tanto en el precio de un café. Porque delata el distanciamiento -esa frialdad tan perceptible en Rodríguez Zapatero- entre la clase política y la ciudadanía. Nuestros dirigentes se han quedado atrás -¿en los tiempos «del abuelo Pachi»?- en esa carrera imprescindible por auscultar y sentir el pálpito popular, que es lo que debe distinguir la política fresca y viva de la mera burocracia del poder, sea del poder en el Gobierno o del también poder -otro diferente- en la oposición. De ahí que la identificación entre los partidos, sus dirigentes y la gente sea mínima; es decir, que la empatía entre el poder y los ciudadanos se sitúe en los registros demoscópicos más bajos desde la transición al final de los años setenta.

Juan Pablo Fusi -un historiador y ensayista de largo recorrido- ha escrito en esta misma página (ABC, 27/3/07) que «la democracia española está en crisis». La tesis del autor de «Una patria lejana» -entre otras obras de historia y ensayo- resulta nítida y acertada: «El país está emocional y políticamente dividido; su unidad moral se ha roto». Por su parte, Antonio Garrigues abundaba (ABC, 30/3/07) en la tesis crítica de la «radicalidad perversa» que nos enfrenta y cuyo resultado es -según también acertada opinión de este jurista- que «una gran parte de nuestra ciudadanía -tengo para mí que una mayoría clara- deplora profundamente lo que está sucediendo en la vida pública española».

No creo que la democracia española esté en peligro; tampoco participo de esas tópicas estimaciones según las cuales «España se rompe». Pero, sin embargo, es cierto que el modelo de democracia que se inspiró en los valores del consenso constitucional de 1978 está en crisis y lo es igualmente que la radicalización de la vida pública española -generada desde los poderes públicos y muchos medios de comunicación- quiebra la unidad moral de la sociedad y augura males mayores que se manifestarán en toda su perversión en un futuro inmediato. El resultado de la suma de estos factores negativos, más que en una crisis de la democracia como tal deriva en una crisis muy profunda de la representación política de los ciudadanos. La gente cree que el sistema partitocrático español, en vez de resolver mediante mecanismos de integración los problemas que genera el pluralismo ideológico, carece de permeabilidad y presenta una grave fatiga de los materiales intangibles con los que se construye una buena representación de la voluntad popular en las instituciones. Sencillamente, los ciudadanos no están seguros de que la clase dirigente -la que manda en los partidos políticos- sienta y padezca como lo hacen ellos; que sus inquietudes sean las que ella presenta como tales y que sus aspiraciones sean las prioritarias en la sociedad.

La Constitución española, en su artículo sexto, establece que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Parece muy evidente que las formaciones políticas hoy en el Congreso y en los Parlamentos autonómicos tienen serios problemas para que la ciudadanía les reconozca la correcta ejecución de las misiones que la Constitución les encomienda. Y cuando esta situación sucede en una democracia se produce un efecto concurrente o alternativo: la alta abstención en los comicios como síntoma de indiferencia o rechazo y/o la irrupción de nuevos partidos políticos con afanes regeneracionistas. Muchos tenemos la impresión de que la sociedad española estaría en la tesitura psicológica de castigar con su abstención electoral el deplorable espectáculo político que estamos viviendo y que, al mismo tiempo, mostraría alta receptividad hacia iniciativas ideológicas diferentes a las actuales con propósitos de renovación de nuestro panorama público.

Es lógico que así suceda cuando la más absoluta incoherencia se ha instalado en el discurso político. Es comprobable cómo se pasa de apoyar a los Tribunales a denigrar sus resoluciones en función de las conveniencias de parte; de qué manera se reclama la verdad judicial y se ampara el silencio inmoral de cargos públicos que debieran colaborar a alumbrarla; en qué forma se afirman los valores constitucionales para, a continuación, diluirlos en pactos de poder; con qué palabras se llama a la concordia y, simultáneamente, se despiertan los peores sentimientos de revancha y odio; cómo se descalifica al adversario tratando de anular su propia existencia mediante la estigmatización excluyente; de qué forma el exabrupto sustituye a la argumentación inteligente; con qué indigencia ética se acometen proyectos que alteran gravemente valores compartidos por amplias mayorías; cómo, para reconocer derechos de los menos, se conculcan los de los más; y, en fin, en qué términos -conmigo o contra mí- se plantean todas las cuestiones y decisiones en el ámbito público.

La gran cuestión, por lo tanto, es si los partidos políticos mayoritarios -mediatizados por los nacionalistas gracias a un sistema electoral abusivamente favorable a las minorías- gozan de la credibilidad suficiente para encarar las próximas citas electorales con capacidad de persuasión y de seducción sobre el cuerpo electoral. La respuesta es del todo negativa a poco que se indague en la vida cotidiana, se escuchen las conversaciones de las gentes, se observen sus hábitos e intereses y se perciban sus anhelos vitales. Todo el acervo al que aspira la sociedad española no está en modo alguno conectado con el elenco de iniciativas de la clase política. Por eso sólo el 48 por ciento de los catalanes o el 36 por ciento de los andaluces acuden a refrendar sus nuevos Estatutos de autonomía; por eso las encuestas sitúan a los políticos en el último reglón de su consideración; por eso un grupo de ciudadanos se muestra irritado con el presidente del Gobierno en Televisión Española -y lo estará con el líder de la oposición cuando le toque el trance- y le espeta sus incoherencias y le deja al aire con la simple, sencilla, elemental y muy ciudadana pregunta sobre el precio de un café. Los ochenta céntimos que Rodríguez Zapatero supone que debe pagarse por un solo, o por un cortado, o por uno con leche -largo o corto de café-son exactos... si la infusión está subvencionada como en el Congreso. Pero como no lo está en Vallecas ni en Carabanchel, al error el Presidente añadió una suerte de involuntario escarnio que remitió su conocimiento de la realidad a los tiempos del «abuelo Pachi».

Esta crisis de representación -y de representatividad- de los partidos convencionales tiene una lógica implacable porque coincide con la que se corresponde con el modelo constitucional de 1978. Quizás el Gobierno socialista -y acaso también la oposición con actitudes asimismo desafectas hacia el actual Estado democrático- no haya caído en la cuenta de que los sistemas políticos se comportan como construcciones efímeras, elaboradas con fichas de dominó, de tal forma que cuando una cae lo hacen otras en cascada, en un derrumbe que lleva a que otros oficien de arquitectos. La democracia auténtica exige partidos, pero si éstos no cumplen los requerimientos de la democracia, la ciudadanía los fagocita y crea otros después de castigar a los ya añosos y revenidos con la abstención activa. Y eso puede estar ocurriendo en una España que registra una profunda crisis de representación política y que desea una democracia menos atrabiliaria y extravagante; más amable y menos hostil; más sensata y menos excéntrica, en la que sus presidentes sepan que sólo un café subvencionado puede costar ochenta céntimos de euro.