EL SISTEMA HACE AGUA (EL GOBIERNO DE LOS MEDIOCRES)

 

 Artículo de José Antonio Zarzalejos, Director de ABC,  en “ABC” del 27.01.08

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

No es un exabrupto; tampoco un recurso hiperbólico; en modo alguno un desahogo y, mucho menos, responde a un afán dialécticamente destructivo. Es algo más sencillo: una reflexión serena sobre el estado de nuestro sistema político después de cuatro años de Gobierno socialista nos conduce inevitablemente a una desoladora conclusión a tenor de la cual no puede dejar de percibirse que el andamiaje constitucional de España ha quedado desvencijado y su modelo de convivencia política y social seriamente dañado. Durante estos años -y ahora, en la cola de la legislatura emergen los datos objetivos que lo acreditan-, la mediocridad se ha instalado en la forma de hacer política a tal punto que ha devenido en un ejercicio de oportunismo y de ramplonería intelectual y ética.

La concepción del principio de legalidad como un instrumento al servicio de los intereses gubernamentales ha alcanzado niveles insólitos con la manipulación de los tiempos en la ilegalización del entorno de ETA -llámese ANV, PCTV, o se designe de otro modo-, empleando en el señuelo tanto a la abogacía del Estado como al Ministerio Fiscal. Se trata de un indigno colofón a la gran perversión ética de mantener contactos con la banda terrorista aún después de que ésta atentase criminalmente en Madrid y demostrase, antes todavía, que su voluntad de paz consistía en un espejismo que el presidente del Gobierno trató de convertir -torpemente, es verdad- en una certeza. Este episodio -el mal llamado «proceso de paz»- ha constituido la tacha más grave a la probidad política del Gobierno porque ha debilitado por completo la musculatura moral con la que las sociedades y las instituciones deben contemplar y combatir el fenómeno terrorista. El daño causado al sistema por el nihilismo ético gubernamental en este asunto no ha infligido al sistema una lesión orgánica sino funcional, de ahí que muchos sectores sociales no perciban la hondura de la herida causada al patrimonio democrático que atesora el Estado constitucional.

En el itinerario del Gobierno, por lo demás, los daños, directos o colaterales, causados por sus políticas son de tal calibre que han desestabilizado el sistema hasta dejarlo irreconocible. Sin olvidar la embestida que el Ejecutivo ha propinado a la credibilidad del Tribunal Constitucional y el enroque en la renovación del Consejo General del Poder Judicial -ámbito éste en el que la oposición comparte algunas responsabilidades-, el Gobierno ha desnaturalizado el carácter unitario y autonómico del Estado con el estatuto de Cataluña retroalimentando el radicalismo nacionalista allí y en el País Vasco. La refundación independentista del llamado «catalanismo político» ha coincidido en el tiempo con la apuesta segregacionista del nacionalismo vasco, de tal manera que todas las concesiones del Gobierno sólo han servido para sostenerse en el poder, pero en absoluto para moderar a los extremismos nacionalistas con los que gobierna y fortalece a base de sucesivas concesiones y omisiones.

Después de estas prácticas gubernamentales el modelo de Estado ha mutado, se ha transformado, sin que los constitucionalistas sean capaces de encuadrarlo en alguna de las varias categorías existentes. Los nacionalistas vascos y catalanes han conseguido, no sólo la asimetría territorial, sino, además, la alteración de los grandes principios dogmáticos de la democracia española: la soberanía residenciada en el pueblo español; la Nación como entidad histórica y política indivisible; la ciudadanía como garantía de igualdad real de todos los españoles, tanto en derechos como en obligaciones; el idioma español como lengua oficial y común y el mantenimiento de determinados valores de integración que sostenían un entendimiento compartido de la ética pública o cívica.

Como con enorme acierto acaba de escribir el profesor García de Cortázar («El Noticiero de las Ideas», número 33, enero-marzo de 2008) «la cantante calva sigue peinándose» -buena metáfora de lo que hace el Gobierno con una España alopécica-, augurando que «viene bien una cierta dosis de esclerosis para organizar España con quienes no creen en ella». Efectivamente: este Gobierno, que ahora se intitula en la publicidad institucional de serlo de este país, ha inoculado un virus destructivo del sentido de la españolidad para manejar el Estado -es decir, el poder- con aquellos que pretenden su liquidación. Que no sería del todo posible si, además, no se aflojan algunas tuercas que sujetan el chasis social español: sus tradiciones y valores, entre ellos, los que en función de un progresismo estético han sido preteridos en beneficio de los intereses de determinadas minorías. La urdimbre colectiva española se ha debilitado también con leyes «sociales» que han optado por las alternativas más radicales -la de Memoria Histórica, la del matrimonio homosexual, la del divorcio sin causa, entre otras- provocando fisuras profundas que compartimentan e impermeabilizan a los distintos grupos sociales que acaban enfrentados en una interlocución imposible.

El oportunismo y la simulación han llegado también a la economía. Ahora, cuando eclosiona una crisis financiera que ya lo es también económica, el Gobierno queda connotado como inactivo y «tancredista» porque se ha limitado a administrar la bonanza lograda por el anterior del PP, ha generado más gasto público, no ha abordado ni una sola reforma estructural -ni laboral, ni fiscal, ni financiera, recurriendo a los subsidios- y llega a la cita electoral con destrucción de empleo, una inflación por encima del cuatro por cien y unas previsiones de crecimiento que no permitirán absorber el mal resuelto y peor gestionado problema de la inmigración. Negar la evidencia del mal trance económico al que nos estamos acercando implica otro insulto a la inteligencia de los ciudadanos y, otra vez, un ejercicio de simulación.

El rostro de la España que hasta hace poco -apenas unos años- resultaba un referente de dinamismo, cohesión, proyección externa y optimismo, ha quedado ajado y el sistema político y social que sostenía esa Nación que tanto dio que hablar -bien- se ha transformado en una decepción. Puede que a este análisis se le moteje de «catastrofista». Como recurso argumental, está muy manido. Ha valido mientras el tinglado de la farsa se sostenía con el hiperconsumo y el atolondramiento de una ciudadanía abducida por el buenismo de Rodríguez Zapatero. Ahora, cuando la abundancia se torna en escasez, puede que se produzca algún signo de lucidez. No es ésta característica de los mediocres que insisten en serlo -véanse las listas electorales plagadas de cuneros, burócratas y amigotes- negando realidades incontestables, pero acaso lo sea de nuevas generaciones que entiendan la política no como oligocracia endogámica sino como una aristocracia democrática, es decir, como el gobierno del régimen de libertades por los mejores. Serán ellos los que habrán de restaurar el sistema político español que, tironeado por unos y por otros, hace agua. Ya no hay forma de seguir manteniendo el engaño; sólo queda el reto de refundar el sistema defendiéndolo de la depredación de los mediocres. Aconsejo, aunque sea para discrepar, el reciente libro de Juan José López-Burniol («España desde una esquina. Federalismo oautodeterminación») en el que el autor, notario, levanta acta de la crisis del Estado y ofrece soluciones de refundación demasiado audaces pero que este socialismo puede llegar a hacer inevitables.