PATRIOTISMO Y ‘AFRANCESADOS’

Artículo de José Antonio Zarzalejos en “La Estrella Digital” del 01.05.08

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

Estamos ya en la conmemoración del bicentenario de la Guerra de la Independencia. El dos de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas francesas y la historia de España, que pudo haber entrado en sintonía con la Ilustración, se encontró, después de la gesta popular, con el absolutismo felón de Fernando VII. Por eso, podemos estar orgullosamente satisfechos de la afirmación nacional que aquellos hechos representaron, pero sin olvidar que el afrancesamiento sin franceses hubiese logrado la europeización de España.

Lo explica con la lucidez en él habitual el historiador Miguel Artola, que ha reeditado su obra de referencia, Los afrancesados, en cuya introducción sostiene dolorosa pero certeramente que “Ortega ha dicho que nos falta el siglo XVIII, el siglo educador. Es cierto: pero aún hay algo más, y es que nos falta la crisis religiosa, y sin ésta es imposible llegar al racionalismo. Éste es el motivo por el cual, a partir de esa época, la Península diverge en sus destinos del resto del continente”. Y, más adelante escribe el que fuera premio Príncipe de Asturias: “El balance de la ciencia española ilustrada es nulo en teología. En filosofía apenas si hay media docena de autores y tratados. En política, nadie”. Y dice más: “Sin temor a pecar de exagerados, bien puede decirse que España no llegó a conocer siquiera el espíritu ilustrado”, circunstancia que Artola achaca a la Iglesia, que “es tan poderosa y está tan arraigada en la masa de población, que no deja avanzar el racionalismo más allá de los límites de una minoría de gentes europeizadas, en las que la fe había perdido su fuerza primitiva”.

Está muy bien que celebremos el levantamiento contra las tropas napoleónicas, pero no bastaría ese festejo para componer un bicentenario política e intelectualmente provechoso. Hemos de ser conscientes de que determinadas fuerzas actuantes hace dos siglos —con anacrónica proyección sobre nuestra realidad actual— frenaron en España la Ilustración, el liberalismo y, consecuentemente, la construcción del Estado moderno. Desde entonces, junto a esa España que para algunos es una Mater Dolorosa (José Álvarez Junco), nuestro país no ha encontrado el modo de convertirse en una nación cohesionada. A propósito de lo que pudo ser y no fue —la presencia de España en la Ilustración y el liberalismo de finales del XVIII y la modernización del XIX— tendríamos que abrir de nuevo y sin trampas el gran debate de la cuestión territorial y el modelo de Estado. Entender estas conmemoraciones con folclorismos es frívolo y despilfarra una enorme oportunidad para chequear, desde la historia, nuestro presente.

La historiografía en torno a 1808 dispone en España de una gran nivel —Artola es paradigmático al respecto— y, complementada con la contemplación, pasmosamente bella, de Goya en tiempos de guerra, doscientas obras del aragonés más universal colgadas en la paredes del Prado, algunas de ellas restauradas —Los fusilamientos del 3 de mayo, La carga de los Mamelucos—, permiten, al que desee, desarrollar un ejercicio de singular patriotismo. Que consiste en conocer de modo autocrítico un episodio de nuestra historia condicionante de todo nuestro devenir. La saña con la que los absolutistas —y sectores de liberales— persiguieron a los llamados afrancesados constituye un capítulo negro de nuestro pasado y nos remite a esa España garbancera, zafia, gritona y malhumorada que confundió el patriotismo con el patrioterismo y se instaló en la fuerza despreciando la razón. Como escribió en 1953 Gregorio Marañón en el prólogo a la obra de Miguel Artola, “no hay un solo libro documentado sobre este tema del que los afrancesados no salgan absueltos”. Y es que los afrancesados tan denostados no hicieron otra cosa que seguir a su Rey, Carlos IV —que abdicó— y proponer la modernización de España al amparo de una dinastía —José Bonaparte— que se hizo imposible. Luego fueron los “patriotas” del absolutismo los que abrieron las puertas a las tropas francesas para dominar la libertad de sus conciudadanos y hacer regresar al país a la oscuridad de los cirios eclesiales un breve trienio liberal.

El mensaje del Dos de Mayo es, pues, para reflexionar sobre un patriotismo crítico y exigente, algo que la izquierda desprecia y la derecha se niega a considerar —¿cómo es posible que el liberalismo del 2001 siga satanizando a los afrancesados?—, asunto en el que la Iglesia —que lastró el racionalismo y el espíritu de la Ilustración— tiene también alguna reflexión que hacer, como sugiere nada más y nada menos que Miguel Artola, precedido en su tesis de un Gregorio Marañón que en los años cincuenta tuvo el coraje —franquismo mediante y eufórico— de absolver a esos españoles estigmatizados con la denominación de afrancesados. Un estigma del que apenas se libró el inmenso Goya, que desde su sordera lúcida e introspectiva traza la España de entonces con el ánimo lúgubre de un español consciente de que su patria sucumbía a la tosquedad fernandina representada —así de paradójicos somos— en un Rey al que se denominó como “El Deseado” y que terminó siendo el más odiado de los monarcas españoles.