PATRIOTICA DIMISION

Artículo de José Antonio Zarzalejos en “El Confidencial.com” del 13 de febrero de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

Adolfo Suárez González ganó las elecciones democráticas el 3 de marzo de 1979. Pero el 29 de enero de 1981, entendiendo que él formaba parte del problema de España –colapsada económica y políticamente—, presentó su dimisión irrevocable y propuso como candidato a la jefatura del Gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo. El PSOE, con Felipe González a la cabeza, habían lanzado una feroz campaña contra el abulense al que hacían responsable de todos los males del país, que eran muchos: crisis política en el desarrollo de la Constitución recién aprobada; crisis económica –alto paro e inflación— y descontrol policial frente a una ofensiva terrorista de ETA que en 1980 se había cobrado la vida de 98 ciudadanos. Después vino el intento frustrado de golpe de Estado –el 23-F— y el cambio que preconizaban los socialistas que se instalaron en el poder desde 1982 a 1996.

Ha pasado mucho tiempo, pero lo mismo que José María Aznar marcó un precedente en la permanencia en el poder –sólo dos legislaturas-, Adolfo Suárez marcó otro: cuando se materializan en la figura y la gestión del presidente del Gobierno los males del país, y así es valorado dentro y fuera de España, le fallan los apoyos internos –a Suárez le falló UCD— y las encuestas le gritan que carece de la confianza de los ciudadanos, hay que manejar, y en su caso, ejecutar, la hipótesis de una patriótica dimisión.

La situación ha llegado a tal punto que el Rey está haciendo uso de sus facultades constitucionales (artículo 56 de la Constitución) “arbitrando y moderando” el funcionamiento normal de las instituciones. Si Don Juan Carlos ha debido implicarse en conciliar posturas, parece muy claro que se trata de la asistencia a un Gobierno cuyo presidente carece de la solvencia precisa para aunar posiciones y conseguir los pactos que requiere el país, un argumento adicional –la intervención del Jefe del Estado— que abona la tesis de la fragilidad gubernamental y que obliga al sistema a forzar todos los mecanismos, incluso el extraordinario de la Corona. ¿Hace falta que los hechos resulten más explícitos? ¿No es todo un mensaje nítido que el Rey se entreviste directamente los secretarios generales de los dos grandes sindicatos nacionales?

Parte del problema, no de la solución

José Luis Rodríguez Zapatero se mueve ahora entre la limitación en el poder que acuñó Aznar y la dimisión de Suárez. De seguir el ejemplo del popular, no repetiría candidatura; de seguir el del primer presidente de la democracia, barajaría la posibilidad de dimitir, dejando que su partido siguiese gobernando hasta el fin de la actual legislatura, librando a España de la mala imagen que proyecta en los mercados internacionales y, de forma mayoritaria, en la ciudadanía según delatan todas las encuestas publicadas por variopintos medios de comunicación.

Pegar “volantazos” para “recuperar crédito” (El País 7 de febrero de 2010), o que “Europa” recibe “de uñas a Zapatero” (La Vanguardia de 10 enero de 2010), o que “la prensa foránea pasa de la crítica a la mofa en la presidencia española” (Expansión  de 14 de enero de 2010) o que “España asusta a Europa” (La Vanguardia de 6 de febrero de 2010), son titulares que, viniendo desde distintos observatorios mediáticos, conforman un cuadro de situación en el que el presidente del Gobierno es todo menos inocente. Si a eso se añade que su giro –no sabemos si convencido- en política económica –reforma de las pensiones, reforma laboral, recorte de gasto—, sea o no correcta, resulta contradictorio con su discurso anterior y desconcierta a su militancia, parece llegado el momento de plantearse si el Presiente, como Suárez en su momento, forma parte del problema y no de la solución.

La cuestión va de intangibles: para llevar adelante las reformas que España necesita, recetadas, además, por todas las instancias internacionales, son precisas condiciones ambientales y sociales tales como las de credibilidad en el Gobierno, confianza en sus capacidades y liderazgo. Sin embargo, Rodríguez Zapatero no cosecha ahora ninguna de esas virtudes cualitativas imprescindibles para abordar con éxito el futuro inmediato.

Según la media del índice de confianza extraído de las encuestas publicadas en los últimos quince días, Zapatero no concita la del 75% de los consultados y hasta un 77% tiene la viva sospecha de que improvisa, de que toma medidas sobre la marcha. Incluso dentro de su propio Gobierno –los casos de Chaves y de Blanco están ahí— le han contradicho en aspectos esenciales de la reforma de pensiones (sobre el cómputo para su cobro); socialistas periféricos como Barreda le han pedido un cambio de Gobierno, y el consejero de Economía de la Generalitat de Cataluña, Antoni Castells, ha subrayado el “clima de desconfianza” existente, mientras otros militantes como Manuel de la Rocha rechazan medidas gubernamentales como lo hacen otros muchos que no pudieron intervenir en la reunión del pasado miércoles del Presidente con los congresistas, senadores y europarlamentarios del PSOE.

Vuelta a las andadas

La “conspiración” del mercado contra España –una excusa de mal pagador de la que se ha ido retractando poco a poco el Ejecutivo por temor más al ridículo internacional que a la endeblez de la coartada para explicar la inconsistencia de la política económica— ha marcado el cenit del desconcierto del Gobierno que, después de una semana de alivio –frágil e ínfimo repunte de de la Bolsa y merma de la prima de riesgo de nuestra deuda-, ha vuelto a las andadas: ahora resulta que España va a “salvar” a Grecia; se da una vuelta de tuerca más al gasto público prorrogando la ayuda de 420 euros a los parados sin subsidio, y se presenta un cosmético proyecto de reforma laboral que el catedrático Juan Antonio Sagardoy –de autoridad indiscutible—entiende que “no es una reforma ni en la forma ni en el fondo. Es una recomendación que tiene interés por su contenido, pero poco más (…) la tarea es mucho más titánica y, sin duda, más dolorosa” (ABC 11 de febrero de 2010)

De la desastrosa comparecencia de Davos hasta hoy, no ha cambiado nada. Sólo una leve mejoría en el interés de colocación de la deuda y un pronunciamiento editorial más benigno de The Financial Times a cuyo directorio cumplimentó la vicepresidenta segunda del Gobierno, Elena Salgado, mientras su secretario de Estado, se esforzaba en la City londinense en convencer a los analistas, que han decido ofrecer unos días de tranquilidad, rotos el jueves con tres demoledores artículos en The Economist. Por su parte, las agencias de rating Moody´s y Fitch mantienen para España la triple A, como si semejantes entidades, después de su absoluto desprestigio, tuvieran ya capacidad de prescripción –positiva o negativa— acerca de la solvencia de nuestra economía.

Mientras tanto, los sindicatos –más subvencionados que nunca– y una patronal con una debilidad en la cúpula que la somete a sospecha, ofician de interlocutores en unos proyectos de reforma que se dilatan en el tiempo y que, de momento, han desembocado en un escuálido acuerdo salarial con cláusula de desenganche para la empresas que no puedan asumirlo.

Ni elecciones anticipadas, ni moción de censura

España tiene salida porque, entre otras cosas, tiene empresas fuerzas y diversificadas; la crisis puede superarse; no es inevitable caer en el pozo de los cinco millones de parados ni superar el 12% del déficit. Pero para que todo esto no suceda, hace falta un presidente del Gobierno creíble, sólido, con capacidad de interlocución y dominio de la situación asistido por un equipo que no se confunda cuando redacta los planes de estabilidad que envía a Bruselas y que aquí y ahora no diga una cosa, y allí y después diga otra.

No podemos permitirnos unas elecciones anticipadas y no hay aritmética para una moción de censura que sólo puede ser constructiva. Así que, si esta semana se ha abierto un claro en la borrasca (para los más realistas se trata de un espejismo) y Rodríguez Zapatero no acierta a aprovecharlo –y me temo que volverá a errar—, la salida que el propio PSOE tendría que propiciar, como lo hacen los partidos serios (ahí están los británicos y alemanes para demostrarlo), no sería otra que la de propiciar la patriótica dimisión del Presidente del Gobierno –como la de Suárez-, la formación de un Gobierno amplio del Partido Socialista que articulase pactos transversales con la oposición sobre reformas estructurales para alcanzar marzo de 2012 en unas condiciones presentables.

En nuestra democracia, no tan joven, ya hemos visto a un presidente dimitir (1981) y a otro autolimitarse en sus posibles mandatos (2002). O sea que la hipótesis que se plantea no sólo es verosímil, sino que llegará, sospecho, a ser la más conveniente. Claro que Rodríguez Zapatero es el legítimo y democrático presidente del Gobierno de España y hará lo que en su soberanía personal le venga en gana. De la misma manera, y como hizo el PSOE con Adolfo Suárez, al que fustigó hasta el insulto personal en el Congreso, la oposición y los medios de comunicación –por lo bajo, buena parte de sus votantes y militantes— tienen el derecho a percibirle, y proclamarlo, más como un problema que como una solución.

Y lo será mucho más cuando el Tribunal Constitucional nos haga el favor de cumplir con su obligación –para eso pagamos a sus magistrados— y dicte sentencia sobre el Estatuto de Cataluña. Porque en ese momento se palpará el meollo de la cuestión: la reforma de un Estado que ha devenido en insostenible debido, en buena medida, a estos años de su desgobierno.