LA CORONA, INERTE, Y EL REY, VITUPERADO

 

Artículo de José Antonio Zarzalejos  en “El Confidencial.com” del 17 de febrero de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Van a coincidir en el tiempo dos hechos políticos de relevancia. Por una parte, el presidente Obama recibirá al Rey de España en la Casa Blanca. Por otra, Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy debatirán en el Congreso –para constatar el desacuerdo— sobre la crisis económica y la imposibilidad de cohonestar sus propuestas. Don Juan Carlos acude a la cita en la capital estadounidense después de que determinados sectores, instalados en una extrema ideologización y susceptibilidad, hayan vituperado al Jefe del Estado por sus palabras y comportamientos para motivar un gran pacto para combatir la crisis económica.

Según la interpretación de estos sectores, Don Juan Carlos habría sido poco menos que un subalterno del Presidente del Gobierno para servir a sus propósitos de aislar al PP en su negativa a acordar con Rodríguez Zapatero determinadas medidas de carácter socio-económico. Desde esta perspectiva, la Corona no tiene otra misión que la de elemento inerte del sistema jurídico-constitucional y su titular, el Rey, ninguna otra función que la meramente decorativa.

Frente a esta intransigencia y extremo rigor hacia la Jefatura del Estado, hay que afirmar que la naturaleza de nuestro régimen constitucional –es una monarquía parlamentaria— refiere a la Corona y a su titular determinadas competencias (artículos 56 y 62 de CE) que éste tiene el derecho y la obligación de ejercer. Las facultades del Rey componen lo que en teoría política (Benjamín Constant) se denomina poder neutro, que es aquel que nada impone y que sólo persuade, impulsa y motiva. Y esto es lo que ha hecho el Rey al entrar en distintas interlocuciones para pulsar la posibilidad de conciliar posturas.

Es muy opinable –legítimamente opinable— suponer que la iniciativa de Don Juan Carlos se perciba como favorable para unos y perjudicial para otros. Pero de ahí a extraer consecuencias exorbitantes según las cuales el Monarca estaría poco menos que entregado a la estrategia política del Gobierno, va demasiado trecho que no se puede recorrer sin una cierta frivolidad analítica.

La Monarquía –probablemente no en el ámbito de la opinión publicada pero si en la pública— recaba en las encuestas, tanto del CIS como de medios privados, una extraordinaria adhesión popular. Muy por encima de la que concitan los partidos políticos y la clase dirigente en general. Quizás porque la gente ha percibido, como escribía el recientemente fallecido Sabino Fernández Campo, ex jefe de la Casa del Rey y director que fue de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que “la Monarquía tiene el objetivo general de colocar a la política en un plano de dignidad y elevación de miras, que esté lejos, muy lejos, de la descomposición y de la indignidad”. Y como apuntaba el Conde de Latores, que tanto y tan bien sirvió a la Corona y a España, “el rey no se pertenece a sí mismo”.

Adscribir al Rey a intereses inmediatos, de partido, de tactismo político, es reducir injustamente, no sólo a la persona del Jefe del Estado, sino a la propia institución, que no ha dado motivos para que se le impugne con la saña de estos últimos días. Don Juan Carlos ha sido acusado –incluso en libros de notorio éxito comercial— de variopintas responsabilidades. A nadie ha respondido, aún habiendo podido hacerlo porque algunos relatos han llegado a la injuria, cuando no a la calumnia. Mientras tanto, el Rey permanece como un estadista europeo y mundial, sin duda el más importante de los que hemos tenidos en las últimas décadas.

Elemento de integración

La Monarquía, para aquellos que también pugnan sobre su carácter democrático, es la forma de Estado que nos dimos los españoles en el referendo de la Constitución en 1979. En su discusión, el socialista Gómez Llorente, apostó por la República, pero la Corona aseguraba mejor, en el criterio general, los elementos de integración de la convivencia nacional. Siempre ha sido así en nuestra historia: es verdad que nuestros antepasados echaron a la Reina Isabel II, pero volvió Alfonso XII; es verdad que en 1931, los españoles le dimos puerta a Alfonso XIII, pero en 1975, volvió su nieto, Juan Carlos I. Es verdad que hemos tenido dos Repúblicas, y también lo es que acabaron ambas como el rosario de la aurora. El peor de los reyes –hasta el felón de Fernando VII— ha resultado, en términos prácticos, mejor que cualquier presidente de las dos Repúblicas, algunos de ellos, insignes personajes. Por algo será, no vayamos ahora a despreciar la historia.

Las democracias avanzadas como la noruega, la danesa, la británica o la sueca, son monarquías parlamentarias sometidas a una disciplina gubernamental a la que la española no se atiene. La Reina de Inglaterra cuando se dirige a los las Cámaras –lores y comunes—lo hace con un  discurso estrictamente gubernamental, sin  dejar por ello de influir sobre sus primeros ministros mediante ese poder neutro propio de los monarcas constitucionales. El rey de los belgas, Alberto II, es el fautor de la convivencia entre valones y flamencos y carece de facultades ejecutivas: simplemente enlaza, concilia, intermedia, une.

Podemos entregarnos a la orgía autodestructiva del pesimismo y meter en el aporreamiento general a la institución de la Corona y al Rey. Podemos proyectar sobre la buena intención del Jefe del Estado y el cumplimiento de su obligación, cuantas descalificaciones desahoguen la frustración que sentimos al ver el país que tenemos. Pero si lo hacemos, seamos conscientes que desoiremos el consejo de la gran pensadora de origen judío Anna Arendt cuando afirmaba que la construcción de lo común “es lo que impide que nos agredamos unos a otros”. Es decir: dejemos que la Corona y el Rey –con trayectoria democrática intachable—sea un espacio común al que presumamos la altura de miras que se nos hace esquiva en los comportamientos de nuestra clase política. Por eso, ni la Corona puede ni debe ser inerte; y por eso, hay que evitar el vituperio al Rey.