CRÓNICA DE UN FRACASO

 

 Artículo de Kepa Aulestia  en “La Vanguardia” del 20/04/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

En 1980, en las elecciones que inauguraron el Parlamento vasco, la diferencia entre el voto a las formaciones nacionalistas y los sufragios obtenidos por las no nacionalistas fue de 20,25 puntos sobre el censo a favor de las primeras.

En los comicios de 1986, tras la escisión del PNV, esa diferencia aumentó hasta los 24,84 puntos. Pero en las autonómicas de 1994, coincidiendo con el ascenso electoral del PP, la diferencia señalada cayó bruscamente y el voto nacionalista superó sólo en 7,51 puntos al no nacionalista.

Cuatro años más tarde, en plena efervescencia abertzale con la tregua de ETA por medio y la liturgia de Estella que la acompañó, la diferencia se redujo aun más, hasta quedarse en 6,78 puntos.

En el 2001 la confrontación Ibarretxe-Mayor Oreja la dejó en 4,87 puntos. El domingo fue de 5,04. A una década en la que la citada diferencia se situó siempre en torno o por encima de los veinte puntos le ha seguido otra década en la que se ha movido entre 5 y 7 puntos.

Hasta 1994 el nacionalismo había venido cosechando buena parte de los frutos de la transición en Euskadi mediante un discurso dual que combinaba la imagen de gobierno y las demandas de una actitud opositora respecto al poder central.

Pero ese año se encendieron las alarmas. La aproximación del no nacionalismo a la cota electoral del nacionalismo entrañaba un serio riesgo que el PNV decidió atajar desplazando la línea divisoria que desde la firma del pacto de Ajuria Enea se había establecido entre demócratas y violentos para levantar un dique de contención que preservara la comunidad nacionalista de la influencia constitucionalista.

Sin embargo, los resultados del 17 de abril demuestran que la igualación electoral entre nacionalismo y no nacionalismo, aunque el primero mantenga una ventaja persistente, constituye una realidad de fondo que la apuesta soberanista y el anuncio del desbordamiento del marco estatutario no han logrado evitar.

El término fracaso adquiere siempre connotaciones tan dramáticas que los partidos y líderes a los que se les imputa tal cosa tienden a encastillarse mirando hacia otra parte. Sin embargo, el fracaso existe en política como una categoría superior al revés electoral o a la decepción pasajera.

Es un concepto aplicable al caso en el que una determinada opción estratégica persistente, prolongada en el tiempo y dotada de medios suficientes como para llevarla adelante no alcanza sus objetivos y se encuentra con una contestación política o con una resistencia social igual de persistentes.

El concepto fracaso sugiere algo más profundo que la palabra éxito, con la que lo contraponemos en el lenguaje habitual. Pero quizá esta antonimia facilite la redacción de la crónica de lo ocurrido con la política liderada en su último tramo por Ibarretxe.

Bastaría con describir brevemente en qué consistió el éxito electoral del lehendakari hoy en funciones en el 2001; un éxito apurado y en buena medida sorpresivo, pero siempre meritorio.

Consistió simplemente en que Juan José Ibarretxe logró transmitir la convicción suficiente como para atraer hacia la coalición PNV-EA una parte del voto desencantado de la izquierda abertzale a raíz de la ruptura de la tregua por parte de ETA mientras, al mismo tiempo, movilizaba a su favor el voto de sectores moderados, probablemente no nacionalistas, que en el último momento se sintieron temerosos de despertarse al día siguiente a un cambio liderado por Mayor Oreja.

Cuatro años más tarde se ha podido comprobar que su plan ha contribuido más a alimentar el independentismo que a incrementar los vínculos sociales respecto al nacionalismo gobernante. Al tiempo que el empecinamiento del lehendakari se ha mostrado incapaz de arrastrar voluntades no nacionalistas o, cuando menos, de empujar a estos votantes al desistimiento y la fatalidad.

Pero sería erróneo e injusto circunscribir la responsabilidad del fracaso a la etapa del Plan Ibarretxe. Conviene recordar que dicho plan vino a ocupar el vacío que dejó el fracaso de la estrategia de Estella, respecto a cuyo final el PNV guardó su tradicional silencio a la espera de que el temporal amainara.

De hecho, el Plan Ibarretxe tuvo el indudable mérito de ofrecer al partido fundado por Sabino Arana lo que podría considerarse como el primer programa político neto de su historia y un factor de cohesión interna que postergó o alivió las tensiones que se adivinaban durante la vigencia de la tregua de ETA, entre finales de 1998 y principios del 2000.

La crónica del fracaso es en gran medida la crónica del silencio y la autocensura, del mantenimiento de la unidad del nacionalismo a todo trance, del miedo al vértigo que implica reconocer los propios límites, del debate siempre inconcluso, nunca explícito, y de la transferencia constante de responsabilidades hacia los demás.

En el 2001 el péndulo patriótico osciló entre el soberanismo y la moderación sumando fuerzas provenientes de ambos lados. El pasado domingo un péndulo varado a la altura del Plan Ibarretxe dejó fríos incluso a los más fieles. Algo que los propios dirigentes jeltzales vieron venir en vísperas del 17-A, pero para lo cual no tenían ya remedio.

Hoy al PNV no le queda otra salida que persistir en la vía fracasada en busca de un improbable éxito o declarar pública y expresamente que rectifica, que renuncia a la acumulación de fuerzas nacionalistas a la búsqueda de un clima de entendimiento y gobernabilidad con el no nacionalismo.