EUSKADI, VASCOS Y CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

 

 Artículo de FRANCISCO JOSÉ LLERA RAMO,Catedrático de Ciencia Política de la UPV-EHU y Director del Euskobarómetro, en “El Correo” del 05/12/2004. 

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 El formateado es mío (L. B.-B)

 

Libertad, amnistía y estatuto de autonomía eran las demandas que más adhesión popular concitaban al iniciarse la transición democrática en Euskadi en 1977, convirtiéndose en logros políticos en sólo un par de años. Así, en ese mismo año, las libertades políticas se materializaban con la celebración de elecciones libres y constituyentes y la amnistía no dejó en las cárceles ni un solo preso político, ni siquiera a los que lo eran por delitos de terrorismo. Por otro lado, el autogobierno quedaría consagrado en la Constitución de 1978, cuyo cuarto de siglo ya hemos celebrado, y nunca mejor dicho. Por esa Constitución y la voluntad democrática mayoritaria de españoles y vascos, Euskadi existe como realidad política estable por primera vez en la historia y los vascos obtuvimos la plena ciudadanía democrática, que consagra nuestro pluralismo. Los vascos refrendamos la Constitución de 1978 con menor entusiasmo que el resto de los españoles, pero hemos sido, sin lugar a dudas, los grandes beneficiarios de la misma por la restauración generalizada del sistema de Concierto y nuestra especial ubicación y reconocimiento en ella. Sin embargo y a la vista de lo sucedido en estas dos décadas largas, alguien podría poner en duda, legítimamente, que tales peculiaridades nos hayan beneficiado realmente. Éstas no han satisfecho a quienes se quería dar satisfacción y han servido para asentar la hegemonía social y política del nacionalismo, a pesar de lo cual la democracia constitucional española ha tenido que soportar la deslealtad y el combate furibundo de los nacionalistas de uno y otro signo, los de las pistolas y el coche bomba o los del poder.

Y es que el borrón en aquella gloriosa página de nuestra historia lo pusieron, precisamente, los nacionalistas vascos. Éstos, practicando su rentable y patológico victimismo, se convierten, como siempre, en 'aguafiestas' impenitentes de los demás, mientras ellos se dan el gran banquete. Y lo hacían por una mezcla de obcecado fundamentalismo étnico, irredentismo sin límites, totalitarismo seudorrevolucionario, cobardía moral y permeabilidad ideológica ante los violentos e instrumentalización partidista en beneficio propio de los efectos del terrorismo que en aquellos años asolaba con especial saña nuestros pueblos y ciudades. Claro que ha habido víctimas nacionalistas, pero esto no les libera de su responsabilidad histórica, sino que la hace más lacerante, si cabe. Durante todos estos años, siguiendo con su irresponsable estrategia de beneficiarse del poder que les proveían unas instituciones que deslegitimaban, practicaron una calculada ambigüedad política, que, tras una apariencia de semilealtad, ocultaba en realidad una profunda deslealtad democrática, como el tiempo se ha encargado de demostrar. Su voracidad insaciable fue lo que les llevó en 1978, sin justificación democrática aparente, a no comprometerse activamente en el apoyo al pacto constitucional. Pensando en la inmediata discusión estatutaria y a la vista de la flexibilidad (o debilidad) mostrada por las fuerzas democráticas con su más que discutible reconocimiento de los 'derechos históricos', esperaban, por lo menos, maximizar y endosar en beneficio propio el resultado político de tal impugnación ideológica, acompañada por la de la limpieza étnica practicada por los terroristas. Dejarían para más adelante, ya en nuestros días, rematar la jugada, comerciando políticamente con el final aparente del chantaje violento, tras más de veinte años de control y apropiación indebida de las instituciones autonómicas. Este obsceno e inmoral victimismo de unos y otros, con el que tratan de justificar su deslealtad democrática, contrasta escandalosamente con la paciencia democrática (o amedrentamiento) de una sociedad vasca, en la que cientos de miles de sus ciudadanos ven, o han visto, cómo son violados cada día sus derechos y libertades fundamentales por las variadas formas de la limpieza étnica, sin que los nacionalistas del Gobierno muestren el más mínimo interés efectivo en remediarlo, más allá de las jaculatorias rituales. Sólo en virtud de un falseamiento de la historia, al que tan acostumbrados nos tienen los nacionalistas, alguien podría seguir diciendo que los vascos hemos rechazado o, incluso, no hemos aprobado la Constitución española.

La no presencia directa, que no exclusión, en la ponencia constitucional, compensada por la interlocución de Miquel Roca y Miguel Herrero, la no incorporación automática de Navarra a la comunidad vasca, el no reconocimiento de una identidad nacional y una soberanía preconstitucional de los vascos, el Pacto con la Corona, entre otras razones, eran sólo la coartada para una decisión ya tomada previamente. «No podemos votar que no a la Constitución (...). Nuestra respuesta lógica hubiera sido el no, pero más allá de nuestra convicción, consideramos que la Constitución abre el desarrollo de un proceso autonómico», como dijo el portavoz del PNV. Por eso, cuando ETA más zurraba y el Congreso de los Diputados se disponía a votar el proyecto final de Constitución en los últimos días de julio, los nacionalistas del PNV se ausentaban del hemiciclo para no tener que decir ni que sí, ni que no. La razón formal la daba el propio Carlos Garaikoetxea, a la sazón presidente del EBB, cuando decía: «Si este Estado persiste en su idea de que al pueblo vasco no se le debe reconocer que tuvo unas instituciones originarias propias, decimos que rechazamos este modelo porque queremos seguir siendo vascos y desarrollar nuestra propia identidad».
Como en el cuento de la buena pipa, el irredentismo estaba servido. No bastaron ni la constitucionalización de los derechos históricos, ni el tratamiento excepcional de la adicional primera, ni la puerta abierta a la incorporación libre de los navarros, ni, mucho menos, la restauración generalizada del privilegiado Concierto Económico. Pasado el tiempo, es como si los dos nacionalismos, el violento y el gubernamental, se hubiesen reencontrado a sí mismos en esta posición constituyente, convirtiendo en estrategia conjunta lo que no aparentaba ser más que una táctica instrumental o de coyuntura. Sin embargo, ambos momentos tienen algo en común: el miedo a la sociedad vasca plural y, por tanto, la obscena y perversa jibarización de ésta por el nacionalismo. Las primeras elecciones mostraron la debilidad y carácter minoritario del nacionalismo, además de su profunda división y desorientación ideológica y estratégica (unos querían la autodeterminación y otros la negaban) y, por eso, a diferencia de Cataluña con Tarradellas y la Asamblea de Parlamentarios, el nacionalismo no tuvo ningún interés en fusionar en el ente preautonómico de concentración la repatriación del Gobierno vasco en el exilio, en el que serían minoría.

El nacionalismo sabe que los vascos sí aprobamos la Constitución y no soporta que sigamos apoyando nuestro sistema constitucional. La vieja y artera táctica del abstencionismo les pudo resultar rentable, pero es su profundo fracaso político e ideológico. Con las reglas del juego en la mano, el 69% de los vascos dimos el sí a la Constitución del 78, frente al 23% que votaron no. Si los primeros se sitúan a unos veinte puntos de la media española y algo más de la catalana, los segundos las superan en quince y dieciocho, respectivamente. Es verdad que en el caso vasco sólo votaron algo menos del 45% de los censados, situándose, por tanto, algo más de veinte puntos por debajo de la media española o catalana. En todo caso, nunca un referéndum superó en el País Vasco el 65%, nunca votamos más del 80% en ninguna elección y casi siempre lo hemos hecho bastante por debajo del resto de los españoles. Teniendo en cuenta los apoyos con los que contaba el nacionalismo vasco por aquellos días, sabiendo que no todo el no o la abstención eran nacionalistas y sumando el máximo de abstención atribuible a la campaña del nacionalismo (siempre por debajo del 20%) al 10% censal del no, hemos sido más los vascos que dimos nuestro apoyo explícito a la Constitución española que los que la cuestionaron, de una u otra manera. Sin embargo,
a pesar de que los vascos ratificamos a posteriori nuestro sistema constitucional con el consenso y el sí estatutario, a pesar de que la mayoría de la opinión pública vasca mostraba su satisfacción con el proceso de transición democrática ya en los años ochenta, a pesar de que tres de cada cuatro vascos seguimos mostrándonos básicamente satisfechos con el actual modelo de autogobierno, a pesar de que la opinión mayoritaria de los vascos haya evolucionado de forma crecientemente favorable a la Carta Magna española, a pesar de que a la mayoría de los vascos nos repugnan las medidas que puedan provocar una ruptura constitucional y estamos mayoritariamente en contra de la inestabilidad e incertidumbre de propuestas tan irresponsables, autoritarias y populistas como la de Ibarretxe, el nacionalismo sigue engañándose y engañándonos tratando de legitimar su deriva rupturista, precisamente, en el falso rechazo de los vascos al sistema constitucional español.

En su intento de confrontar las dos legitimidades, la democrática y la étnica, no tiene inconveniente en destruir la sociedad y la ciudadanía vasca democrática para sustituirla por su premoderna e imaginada comunidad de los nacionalistas, olvidándose u ocultando que, incluso, una parte importante de los que les votan apoyan y respetan las reglas del juego de nuestra democracia constitucional. Por eso, ¿alguna de estas 'lumbreras' del 'establecimiento' nacionalista vasco se ha molestado en preguntarse y estudiar cuántas de las actuales constituciones en vigor contarían según sus estándares con la legitimidad fundacional con que cuenta la española?
Señores nacionalistas vascos, entérense de una vez de que ni las constituciones, ni las identidades, ni las ciudadanías necesitan estar plebiscitándose cada vez hasta que se ajusten a los intereses o las ensoñaciones enfermizas de cualquier secta, porque la democracia es otra cosa. No deja de ser llamativo que en este viaje estén acompañados por lo más rancio de un falso izquierdismo, caracterizado por la frustración, el sectarismo, el oportunismo ideológico y, sobre todo, el clientelismo. Su gran descubrimiento teórico es la convergencia 'déjà vue' entre el integrismo histórico y el izquierdismo de saldo sobre el fin del Estado-nación (o, simplemente, del Estado). ¿Es que se puede ser de izquierdas y apoyar actitudes, valores y prácticas populistas, autoritarias y etnicistas? En el caso de los nacionalistas, al menos, puede estar sucediendo que, de tanto seguir acríticamente a su nefasto fundador, les resulten tan grandes como a él tanto la sociedad vasca como la democracia española. O, quizá, a unos y otros, lo que les vaya tan grande como a aquel integrista racista sea, simplemente, la democracia pluralista.