ARAFAT: LUCES Y SOMBRAS

 

 Artículo de GUSTAVO DE ARÍSTEGUI  en  “ABC” del 13/11/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 YASER Arafat ha sido uno de los iconos más importantes del nacionalismo árabe. Surgió en los años sesenta como una controvertida figura para unos y como un auténtico héroe para otros. Fue un producto de la guerra fría, pero, a diferencia de otros líderes nacionalistas árabes, aprendió a sobrevivir y logró sobreponerse a guerras, represalias, revoluciones, expulsiones (de Jordania y el Líbano) y decenas, se dice que centenares, de intentos de asesinato. El carácter de superviviente ha sido, sin duda, su principal característica, su sello de identidad. Para la izquierda mundial, pero muy especialmente para la europea, siguió siendo un héroe, pues veían en él a uno de los últimos revolucionarios, sin darse cuenta, quizá, de que había evolucionado de aquellos años de la rama de olivo y de la metralleta a un anciano conservador, de fortuna considerable.

El balance de Arafat tiene luces y sombras, si bien desde el año 2000 han primado más los tropiezos, los errores, la falta de altura de miras y la miopía estratégica que los aciertos. Arafat fue capaz de dotar a su pueblo de una organización y una estructura que mantuvo encendida la llama de la esperanza de llegar a tener un día un Estado. Sin embargo, en numerosas ocasiones su organización y él mismo recurrieron a métodos completamente inaceptables, incluido el terror. Lo que no obstaculizó para que su providencial instinto de supervivencia le hiciera evolucionar política y personalmente hasta llegar a rozar el limbo de los hombres de Estado que hacen historia, pero se quedó a las puertas de sellar su larga y tortuosa vida con la gloria del reconocimiento de las generaciones venideras. Arafat se quedó en la notoriedad y la fama, y, habiéndose podido convertir en uno de los seres míticos que rompen tendencias, que resuelven problemas endémicos y que ayudan a alumbrar un Estado, una situación de concordia, de armonía y de paz, acabó convirtiéndose en un anciano frágil y asustado que demostró en demasiadas ocasiones tener vértigo de paz. Arafat estaba convencido en lo más profundo de su ser de que la completa paz y estabilidad de un Estado palestino acabaría relegándole a la irrelevancia y al olvido. Era un hombre que se bandeaba mejor en la confrontación y en el conflicto que en la paz y en la estabilidad, que para él representaban la mayor de las incertidumbres. Para colmo de males, las encuestas de opinión en Gaza y Cisjordania le demostraban que en los momentos de mayor tranquilidad su popularidad e índices de aprobación de su gestión descendían a límites insospechados, mientras que en los momentos más difíciles de asedio a sus oficinas de la Mukata, sus índices de popularidad se disparaban, e incluso los jóvenes palestinos que nacieron después de las guerras árabe-israelíes, o después de la primera Intifada, volvían a ver en el viejo «rais» su líder y su referente. Quizás ésta fuera su verdadera perdición. Entró en la peligrosa espiral de los políticos occidentales que se fían más de las encuestas que de la estrategia, más del instinto a corto plazo que de las ideas, los principios y las convicciones. Arafat demostró ser un hombre con programa pero sin proyecto. La táctica era mantenerse en el poder y la estrategia no existía. Simple y llanamente, se trataba de seguir por lo menos tan mal como estaba.

La Conferencia de Paz de Madrid de octubre de 1991 y los Acuerdos de Oslo de 1993 le convirtieron en una figura de relevancia mundial, y la firma simbólica de los acuerdos en el jardín de la Casa Blanca le valió, junto a Yitzhak Rabin, el premio Nobel de la Paz. Uno de los puntos de inflexión en la trayectoria reciente de Yaser Arafat fue el terrible asesinato de su compañero en la senda de la paz, el primer ministro laborista israelí, Yitzhak Rabin. Muchos israelíes que confiaban ya en que se había producido un punto de inflexión histórico para su país y para la región volvieron su mirada a Arafat, buscando en él la referencia del hombre de paz que había sido con su asesinado primer ministro, confiando en el sentido de responsabilidad histórico que en esos momentos hay que tener y esperando que entre él y Simon Peres fuesen capaces de llenar ese terrible vacío. Sin embargo, la ley de Murphy tiene su expresión más perversa en Oriente Próximo, pues todo lo que puede ir mal en esa región, inexorablemente va a peor. A la incapacidad de Arafat de gestionar los momentos de crisis política se unieron la creciente influencia del grupo islamista radical Hamás y la aparición violenta en la escena palestina de la Yihad islámica. Una ristra de atentados se comió la amplia ventaja que Simon Peres tenía sobre el aspirante del Likud, Benjamin Netanyahu. Con la victoria de Netanyahu se abrió una confrontación personal y política, primero entre ambos líderes y después entre ambas instituciones. En estos años la tragedia tenía un nombre: cuando pudieron dominar el terrorismo no estuvo claro que Arafat quisiera; y cuando ya quiso, resultaba dramáticamente evidente que no podía. Y esto ha tenido graves consecuencias para Palestina, para Israel y para toda la región de Oriente Próximo.

En julio del año 2000 se despejó levemente la tormenta al convocar el presidente Clinton unas conversaciones de paz sin agenda previa en Camp David. La intensidad y hasta la dureza de esas negociaciones las detalla admirablemente Madeleine Albright en sus memorias. Su fracaso forzó la convocatoria in extremis de otras conversaciones celebradas en Taba el mes siguiente, condenadas de antemano al fracaso por la inflexibilidad palestina, lo que sumió a la región en el pozo negro en el que ha vivido hasta hoy. Pocas veces habrá estado el pueblo palestino tan cerca de lograr lo más parecido a lo que disponen las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, otra oportunidad perdida. Ya se sabe lo que se dice de Arafat: que es el hombre que nunca perdió una oportunidad de perder una oportunidad, lo que quedó trágicamente ratificado por este episodio.

La segunda Intifada estalla por la imprudente pero no irreflexiva visita -puesto que parece claro que sabía perfectamente las consecuencias que ello llevaba aparejadas- del actual primer ministro de Israel a la explanada de las mezquitas. Para ese momento, la fuerza de Hamás había alcanzado límites preocupantes, sobre todo en Gaza, su fuerza e influencia trascendía ya a sus acciones terroristas y alcanzaba los ámbitos social, económico y político. A Palestina y a Arafat les había crecido un cáncer muy difícil de extirpar.

El gran problema que se plantea hoy es la sucesión. Los hombres de la generación de Arafat habían muerto ya o habían sido laminados por él mismo. En la siguiente generación se encuentran Mahmud Abbas, alias Abu Mazen, secretario general de la OLP y de Al-Fatah, ex primer ministro de la autoridad palestina, y el actual primer ministro Ahmed Qureia, alias Abu Alá, cuyas posibilidades han quedado seriamente mermadas por sus enormes dificultades de ejercer la jefatura de Gobierno con la amplitud de competencias y el margen de maniobra política que el cargo y la situación requerían. Lo peor es que políticos más jóvenes y con gran proyección en los territorios palestinos están quemados o lastrados por crisis políticas o enfrentamientos con Arafat. Yibril Rayoub, ex jefe de Seguridad de Cisjordania; Hussein Husseini y Sari Nusseibeh, emblemáticas figuras de Jerusalén, o el líder de la primera Intifada, Marwan Barghuti, en prisión en Israel, tienen hoy pocas posibilidades, ya sea porque carecen de la base y apoyo social suficiente, o porque, como en el caso de Rayoub, son considerados traidores. Mención aparte y especial merece el ex jefe de seguridad de la franja de Gaza y ex ministro del Interior palestino Mohamed Dahlan, que intentó acabar con el terrorismo de Hamás y de Yihad, controlar las calles de los territorios palestinos y negociar desde una posición de fuerza pero sin terrorismo con el Estado de Israel. Arafat nunca le cedió el mando efectivo de las fuerzas de seguridad palestinas, divididas y fragmentadas, para que el control absoluto lo ejerciera siempre él. El entorno más próximo de Arafat, tanto Saeb Erekat como Nabil Shaath, no tiene la fuerza política ni el apoyo social para convertirlos en herederos de Arafat. El futuro debe estar en las manos de los políticos y dirigentes palestinos nacidos ya en los territorios, pero que estén bien conectados con la vieja guardia y que gocen de interlocución y respeto, aunque sea desde la más profunda discrepancia, del Estado de Israel. El futuro es muy incierto. De la transición pacífica dependerán la revitalización del proceso de paz y el nacimiento del Estado palestino que ponga fin a casi sesenta años de inestabilidad, confrontación y guerras. Aunque hoy parezca casi utópico, no es imposible.