GESTIONAR EL SIGLO XXI
Artículo de GUSTAVO DE ARÍSTEGUI, Diplomático y Diputado del PP, en “ABC” del 03.10.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
... La Humanidad ha sabido
siempre resurgir de sus más negros momentos y, cuando parecía que nada ni nadie
podría parar a nuestros más feroces enemigos, siempre sacaba lo mejor de sí
misma...
EL siglo XXI ha empezado mostrando la cara más fea de viejos problemas
irresueltos. Las crisis han ido agravándose y los riesgos se han tornado más
acuciantes e inminentes. La reciente cumbre de la ONU, celebrada en Nueva York,
abordaba sólo una parte muy pequeña de los desafíos del siglo XXI. El sistema de
las Naciones Unidas surgió del horror de la Segunda Guerra Mundial para intentar
evitar una tercera. Sin embargo, la Guerra Fría fue, a todos los efectos, la
tercera guerra mundial y ésta, lejos de ser incruenta, se manifestó en docenas
de conflictos interpuestos, en los que en los bloques se batallaba
despiadadamente, unas veces transformando conflictos ancestrales en una
manifestación más de la tensión Este-Oeste, y en otras ocasiones era la
confrontación de bloques la que los generaba. Millones de personas murieron como
consecuencia de esos mal llamados conflictos de baja intensidad.
La ONU no estaba preparada para gestionar un mundo permanentemente al borde del
apocalipsis nuclear, y más que un cauce de solución de problemas, o incluso un
instrumento de paz, acabó convirtiéndose en uno más, quizá el más cruel, de los
campos de batalla de la Guerra Fría. La composición, la estructura y el peculiar
funcionamiento del Consejo de Seguridad (la existencia de miembros permanentes
con derecho de veto) condicionaron su eficacia y afectaron gravemente su
credibilidad.
El mundo entero, aunque en mayor medida las democracias, se enfrentan en estos
inicios del siglo XXI a una larga serie de nuevos o mutantes riesgos y amenazas,
para los que no ya la ONU, ni siquiera la mayoría de los Estados más avanzados
del mundo están preparados para afrontarlos con pleno éxito. El terrorismo
globalizado, cada vez más violento, indiscriminado y brutal. El crimen
organizado que alcanza proporciones dramáticas y que abarca desde las pequeñas
asociaciones de delincuentes comunes a los sofisticados, eficaces y mortíferos
sindicatos del crimen. Se vislumbra en el horizonte la inquietante consolidación
de una alianza extremista y desestabilizadora, formada por los movimientos
antiglobalización y anti-sistema y las ideologías más opresivas y totalitarias,
como el islamismo radical o el populismo, sin olvidar los rebrotes de extrema
izquierda y extrema derecha. A estas amenazas causadas por el hombre hay que
sumar los devastadores efectos de las catástrofes naturales, como el tsunami de
diciembre de 2004 o los huracanes «Katrina» y «Rita», las nuevas plagas y
epidemias, los problemas de la degradación medioambiental, la correcta y moderna
gestión de los flujos migratorios, la pobreza y el hambre que causan la muerte a
más de nueve millones de seres humanos todos los años.
La agenda planteada en el año 2000 para reformar la ONU, adecuándola a los retos
y necesidades del siglo XXI, siendo ambiciosa no abarcaba ni tan siquiera una
fracción de los problemas aquí enumerados. El problema es que ni la agenda
planteada ha sido cumplida. La agenda incluía una serie de objetivos: las
reformas institucionales, la protección y garantía de los derechos humanos, el
garantizar una gestión más transparente y eficiente de sus recursos, la lucha
contra el terrorismo y la búsqueda de un mundo más estable y seguro, así como la
discusión sobre el legítimo uso de la fuerza y la injerencia humanitaria para
evitar sonados y vergonzosos fracasos como los de Ruanda, Bosnia o Kosovo; o los
objetivos del milenio para luchar contra la pobreza y el hambre en el mundo. Se
ha avanzado muy poco en la consecución de estos fines; la inconcreción en la
lucha contra el terrorismo es alarmante; las medidas para luchar contra la
pobreza y el hambre, manifiestamente insuficientes; las reformas institucionales
apenas se han discutido; y la transformación del actual Comité de Derechos
Humanos en el Consejo de Derechos Humanos no pasa de ser, lamentablemente, una
reforma puramente cosmética.
En el ámbito de la reforma institucional, su aspecto más polémico es, sin duda,
el del Consejo de Seguridad, su composición, funcionamiento y sistema de voto.
El mundo ha sido sacudido en numerosas ocasiones por graves crisis a lo largo de
los sesenta años de existencia de la ONU; sin embargo, pocas veces se ha visto
una división más profunda que la producida por la intervención en Irak. Para
evitar la inoperancia del Consejo de Seguridad y que su incapacidad de adoptar
resoluciones aboque al mundo entero a crisis políticas extraordinariamente
desestabilizadoras, habría que introducir el sistema de «veto ponderado», aunque
a primera vista la expresión pueda parecer contradictoria. Para todos aquellos
asuntos que afecten de forma directa y grave a la paz, seguridad y estabilidad
del mundo, debería limitarse el derecho de veto y exigir que al menos dos
Estados miembros permanentes del Consejo con derecho al mismo voten en contra de
la resolución para evitar su aprobación. Esta propuesta introducirá, a buen
seguro, mayor racionalidad, dinamismo, equilibrio y eficacia a la acción del
Consejo de Seguridad.
Sin embargo, ni siquiera el cumplimiento al pie de la letra de todos los
extremos contenidos en la Agenda del Milenio serían suficientes para hacer
frente a estos retos. Uno de los grandes males de este siglo ha sido la falta de
sintonía y coincidencia de los actores más importantes del mundo en torno a los
problemas que nos acechan o su análisis. Pues muchas veces, cuando coincidimos
en la identificación de las amenazas, las evaluamos de manera bien distinta.
Esto requiere, además, una toma de conciencia por parte de los poderes públicos,
el sector privado, la sociedad civil y la opinión pública en general. Sin
embargo, lo que está ocurriendo es una suerte de anestesia o insensibilización
frente a la barbarie, el terror o el avance imparable de otras lacras y
problemas. El acceso inmediato a la información y la intensidad en la cobertura
de muchas noticias acaban provocando el efecto contrario al que se busca, pues
la opinión pública termina desconectando o acostumbrándose a la tragedia.
No es sólo un problema de opinión pública, aunque quizá sea éste uno de los más
importantes; es también un problema de oportunismo político, cortoplacismo y
mezquindad por parte de los responsables políticos de no pocos Estados del
mundo. Unos no ven el problema, otros no lo entienden, otros lo ven y no lo
quieren entender, y hay quienes, viendo la gravedad del mismo, tratan de
diferirlo en el tiempo para que le toque al siguiente.
La respuesta ha de ser necesariamente multidimensional y coordinada. Frente a
fenómenos de creciente complejidad habrá que adaptar nuestra respuesta, que en
ningún caso podrá ser estática. Lejos quedan los tiempos de las soluciones
duraderas y de las certezas inalterables. Han llegado los tiempos de
incertidumbre, inestabilidad, provocados por la infinita capacidad de adaptación
de estas amenazas mutantes. Por eso, nuestras sociedades tienen que ser audaces
e imaginativas, flexibles, lúcidas, y ser capaces de medir las consecuencias, a
medio y largo plazo, para adaptar la respuesta a cada caso y a cada momento.
La coordinación entre autoridades nacionales, regionales y locales, la
cooperación bilateral entre Estados, la potenciación de la respuesta regional y,
en nuestro caso muy especialmente dentro de la Unión Europea, el fortalecimiento
de los cauces y mecanismos multilaterales, especialmente los de las Naciones
Unidas, y la concertación creciente con la sociedad civil, las ONG y el sector
privado son algunas de las muchas recetas que hay que poner en marcha. Sin
embargo, nada de esto podrá hacerse sin que el mundo, las principales naciones
del planeta y sus instituciones tengan un liderazgo sereno, lúcido, prudente y
equilibrado, adecuadamente formado para afrontar los retos del siglo y que tenga
las suficientes dosis de eso que tantas veces se ha denostado y que, sin
embargo, es un elemento esencial en la combinación que hace un buen líder: el
carisma. Por otra parte, la Humanidad ha sabido siempre resurgir de sus más
negros momentos y, cuando parecía que nada ni nadie podría parar a nuestros más
feroces enemigos, siempre sacaba lo mejor de sí misma y los verdaderos líderes
se ponían al frente, enseñando el camino de la defensa de nuestros principios y
valores democráticos, sin miedo y comprometidos con la sagrada causa de la vida
y de la libertad.