2006 EN TEHERÁN
Artículo de Rafael L. Bardají en “ABC” del 29.12.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... Un Irán nuclear no sólo
dispondría de los medios de aniquilar a Israel, sino que podría jugar a forzar
el alza del precio del crudo y dominaría las líneas de comunicación marítima que
pasan por el estrecho de Ormuz...
EL actual presidente de la República Islámica de Irán, Mahmoud Ahmadinejad,
lanza una soflama ante cuatro mil correligionarios y dice que «hay que borrar
del mapa a Israel». A pesar de la indignación internacional, se reafirma y poco
después suelta que es posible y deseable un mundo sin los Estados Unidos. La
inmediata reacción de nuestro gobierno es preparar una visita del ministro de
Exteriores, Miguel Angel Moratinos, como si Ahmadinejad, en lugar de lanzar
amenazas, hubiera hablado del precio de los pistachos. Teherán ha venido jugando
con la comunidad internacional, y muy especialmente con los europeos, desde que
se supo de su programa nuclear a finales de 2003. Ha roto y violado las
sucesivas promesas sobre la congelación de su capacidad para enriquecer uranio
de uso militar y ha endurecido no sólo su discurso, sino también su estrategia
negociadora, de tal forma que el último encuentro en Viena ni siquiera pudo
considerarse una negociación, sino conversaciones sobre una posible negociación.
Que el actual gobierno socialista no quiera ver el juego iraní es grave, aunque
lo es mucho más en quien lleva el peso del diálogo con Teherán, el trío formado
por Londres-París-Berlín, con una UE pegada como una lapa en la figura de Javier
Solana y unos Estados Unidos apoyando tibiamente las conversaciones desde la
distancia.
Cuando Moratinos aterrice en Teherán para entrevistarse con los ayatolás, lo
hará para fortalecer la iniciativa de su presidente, la llamada «alianza de
civilizaciones», una propuesta, en realidad, copia del «diálogo de
civilizaciones» del anterior presidente de Irán, Jatamí. A cambio, se supone que
ofrecerá perspectivas comerciales, y con ellas la negativa a apoyar cualquier
sanción económica destinada a forzar a los dirigentes iraníes a poner fin a sus
ambiciones nucleares. Todo lo contrario de lo que un gobierno serio haría, a
saber, mostrar su rechazo total al programa nuclear de Irán; condenar la línea
de actuación exterior del nuevo gobierno de Irán; criticar la brutal represión
de los clérigos contra su propio pueblo, comenzando por las mujeres; y demandar
el respeto a los derechos humanos y los principios fundamentales de una
convivencia social pacífica. Aunque el Gobierno español no tenga una política
hacia el Irán de los ayatolás y guardias revolucionarios, quienes ejercen férrea
y dictatorialmente el poder en ese país, al menos debería recordar la línea
marcada por los tres grandes europeos: el programa nuclear iraní, con su
consabida capacidad de enriquecimiento de uranio, es totalmente inaceptable.
Pero no debiera quedarse solamente ahí. Hay quien dice, cínicamente, que cuando
un político afirma que algo es totalmente inaceptable, es porque internamente ya
lo ha aceptado. En sus conversaciones con Irán los occidentales han dado
muestras de una gran ingenuidad y, aún peor, de partir de supuestos erróneos.
Los europeos, por ejemplo, parecen haber asumido alegremente que el programa
nuclear iraní es, en realidad, una pieza de chalaneo para obtener todo tipo de
concesiones en otros terrenos, desde el diplomático al comercial; los
americanos, por su parte, han imaginado un régimen dividido donde los moderados
podrían finalmente hacerse con sus riendas o, al menos, imponer una cierta
cordura. Ninguno de estos supuestos resiste el choque con la realidad.
Ahmadinejad fue elegido el pasado mes de junio como exponente del rechazo a la
apertura y la evolución del régimen teocrático impuesto por Jomeini desde su
revolución de 1979. Como viejo guardia revolucionario y parte de la generación
de la guerra con Irak de los años 80, representa una línea dura y una visión de
Irán, la región del Golfo y el mundo, solidificada sobre el odio a Israel, a
América y a Occidente, la ambición jomeinista de hacer de Irán una potencia
regional y mundial, así como sobre el deseo de que un país chií sirva de faro de
la revolución islámica, desbancando a las corrientes suníes, no sólo
mayoritarias numéricamente sino tradicionalmente la vanguardia del fervor
islamista.
Los clérigos iraníes nunca renunciarán a su bomba atómica por la sencilla razón
de que en ello les va su liderazgo espiritual y como nación, primero frente a
sus vecinos, incluido el custodio de los santos lugares, Arabia Saudí, pero
también frente a sus enemigos, comenzando por el Gran Satán que ven en
Norteamérica. Incluso quienes los occidentales llamamos «moderados» apoyan la
bomba iraní como su mejor instrumento para hacerse dueños de la realidad
geoestratégica de todo Oriente Medio. Un Irán nuclear no sólo dispondría de los
medios de aniquilar a Israel, sino que podría jugar a forzar el alza del precio
del crudo y dominaría las líneas de comunicación marítimas que pasan por el
estrecho de Ormuz. Es más, no hay que olvidar que quienes hoy ejercen el poder
en Irán tienen poco o nada de moderados y que, por primera vez en muchos años,
el régimen goza de una homogeneidad ideológica sin parangón alguno. Es más que
probable que los actuales líderes de Teherán crean que están viviendo «una
guerra histórica entre el Mundo de la Arrogancia (Occidente) y el Mundo
Islámico» en la que los occidentales estamos en el momento más débil en los
últimos cien años. Que estén equivocados o no da lo mismo, lo que les vale para
planificar y decidir son sus creencias, no lo apropiado de su cálculo. De hecho,
si se analizan los dos últimos años de negociaciones, la única conclusión
posible es que Irán ha jugado con mala fe y ha engañado a sus interlocutores,
sistemáticamente. No pueden ni quieren renunciar al arma atómica porque ésta es
consustancial con su forma de entender el papel de Irán en el mundo. Mientras no
la tengan no podrán defenderse de sus adversarios, no serán líderes ante las
masas musulmanas y no dispondrán de los medios para hacer realidad su visión de
un orden internacional a imagen y semejanza de lo que han impuesto en Irán.
Si Irán acaba teniendo armamento atómico, a los occidentales sólo les quedará
una alternativa: claudicar o la guerra. Fue Sir Winston Churchill quien dijo en
los Comunes tras la reunión de Múnich de 1938: «Francia e Inglaterra podían
haber elegido entre el deshonor y la guerra. Han elegido el deshonor. Tendrán
guerra». Mientras los ayatolás no tengan su bomba, hay tiempo para evitar uno u
otra. Si se actúa correctamente. El debate sobre qué hacer con Irán se reduce
hoy a dos opciones simplistas: negociación diplomática o intervención militar.
Es más, suele decirse que las negociaciones no conducirán a ningún buen puerto y
que la opción militar no es factible. Quien así habla es que ya se ha rendido
mentalmente y ha aceptado lo inaceptable, que Teherán se salga con la suya en
materia nuclear. Hay que reforzar la diplomacia y mostrarse más enérgicos y
duros. Por ejemplo, Moratinos, cuando hable con Ahmadinejad, si es que le
recibe, debería recordarle que sus palabras sobre Israel no es que resulten
desagradables, sino que son una incitación al genocidio y como tal punibles
según el art. 3C de la Convención de 1949 sobre genocidio, plenamente en vigor.
Y hay muchas medidas que se pueden llevar a la práctica si de verdad se quiere
luchar contra la ambición nuclear iraní. Es factible castigar los intereses de
los mandatarios iraníes a la vez que abrir un diálogo y apoyo con las fuerzas
por el cambio. Si no se quiere la bomba iraní y no se está dispuesto a
intervenir militarmente, la única alternativa que se puede ensayar es alimentar
el cambio de régimen. Y cuanto antes, mejor. Lástima que Rodríguez Zapatero y su
ministro Moratinos estén en todo lo contrario.