FRANCIA AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS

 

  Artículo de  Nicolas Baverez, historiador y economista,   en “ABC” del

26.05.05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

Desde el referéndum sobre el tratado de Maastricht, Europa se ha convertido a su pesar en el punto de cristalización del debate político en Francia, debido a un consenso tácito entre los partidos del Gobierno para evitar entablar, con motivo de elecciones nacionales, presidenciales o legislativas, el debate sobre la crisis política y moral del país, así como sobre las políticas alternativas que requiere. Europa hace las veces de chivo expiatorio de los dirigentes franceses para explicar el declive de Francia y su incapacidad para modernizarla y ponerla en sintonía con el mundo del siglo XXI. Al mismo tiempo, es el prisma que permite eludir los numerosos tabúes que pesan sobre la vida pública nacional.

Tras las polémicas relativas a las deslocalizaciones, despunta la excepción francesa del paro masivo, que afecta al 10 por ciento de la población activa y excluye al 20 por ciento de la fuerza del mercado de trabajo desde hace un cuarto de siglo. Tras el discurso obsesivo sobre la Europa social se trasluce la quiebra del modelo francés, que, junto con el estancamiento de los incrementos en productividad y en poder adquisitivo, une el estrechamiento de la base productiva y el empobrecimiento de una parte creciente de la población. Tras la sacralización de los servicios públicos se oculta la ruina de un Estado que suma una improductividad crónica a una bancarrota financiera (una deuda del 66 por ciento del PIB frente al 20 por ciento en 1980). Tras la retórica de la excepción cultural se descubre un bloqueo intelectual, corolario de una intelligentsia provinciana marginada en la sociedad abierta y del retroceso de la francofonía frente a la supremacía del mundo angloparlante y el avance de la esfera de habla hispana. Tras el déficit democrático europeo se afirman las disfunciones endémicas de las instituciones de la V República, que ahora añaden a su carácter autocrático y antiliberal la irresponsabilidad y la inestabilidad de la IV República. Tras la concepción defensiva de una Europa que se protege de Estados Unidos, de China, de los países incipientes del sur y de las nuevas democracias surgidas de la caída del bloque soviético, surge la pérdida de influencia de Francia debido a su debilitamiento y a la fosilización de las posiciones diplomáticas y estratégicas de una potencia venida a menos. Tras la oposición a las negociaciones de adhesión de Turquía se dibuja el fracaso de la integración de la inmigración árabe-musulmana y el establecimiento de una estructura de guerra fría entre las comunidades. Tras la denuncia de la ampliación de Europa y la disolución del proyecto europeo se esconde la grave crisis moral y de identidad de una nación que ya no sabe quién es ni adónde va.

A primera vista, la fuerza del no en el electorado puede sorprender, si se juzga por el compromiso aplastante de las élites políticas, económicas y mediáticas a favor de la Constitución Europea. Tiene su arraigo en la coagulación de las frustraciones y de la desesperación de los franceses. En el plano nacional, el rechazo del presidente de la República a cumplir el mandato reformador recibido de los franceses tras el derrumbe cívico del 21 de abril de 2002 -que vio al líder de la extrema derecha acceder a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales-, el hecho de que la mayoría no haya tenido en cuenta las derrotas electorales en cadena de 2004, el fracaso manifiesto del Gobierno encabezado por Jean-Pierre Raffarin castigado con la interrupción del crecimiento y el incremento del paro y de la exclusión, así como el doble déficit presupuestario y comercial, alimentan la violencia social y las tentaciones extremistas. En el plano europeo, la denuncia sistemática por el presidente de la República de la globalización, del liberalismo y de la ampliación de la Unión -presentada únicamente como un riesgo y no como una oportunidad histórica para la paz, la libertad y el desarrollo del continente- se ha vuelto en contra de la Constitución Europea.

El referéndum francés marcará un cambio decisivo tanto para la Unión Europea como para Francia. La ratificación despejaría el horizonte del texto constitucional, estableciendo una dinámica favorable que podría permitir adaptarse incluso a un rechazo británico en 2006. A la inversa, un resultado negativo sería el acta de defunción de un proyecto de Constitución con muy escasas probabilidades de renegociación. Para Europa, las consecuencias no serían tanto económicas -ya que una crisis de los tipos de interés es poco probable y un impacto a la baja del euro sería saludable- como políticas, con un frenazo en seco a la integración del continente, el endurecimiento de las negociaciones sobre el presupuesto de la Unión y el futuro de la política agrícola común, así como un rebrote de las rivalidades y de la competición entre Estados en detrimento de las políticas de cooperación. Para Francia, sobre todo, el coste político sería muy grande, con una marginalización dentro de la Unión, una tensión con los países que forman el núcleo duro de la eurozona, la legitimación del statu quo y del rechazo de las reformas provocando la aceleración de la divergencia con el consenso europeo. Por lo tanto, un no francés sería más una nueva manifestación y un factor de agravamiento del declive de Francia, donde el nihilismo de los ciudadanos se haría eco de la irresponsabilidad de los dirigentes, que un síntoma adicional de las enfermedades infantiles de la Unión.

Sea cual sea el resultado de la consulta francesa del 29 de mayo de 2005, deberán extraerse algunas enseñanzas de la intensidad de la campaña y de la profunda desesperación de sectores enteros de la población que ha puesto de manifiesto. En todo caso, Francia basculará sin transición en la campaña presidencial para 2007, el momento de la verdad que deberá decidir de forma simultánea la modernización del modelo francés y el paso a una nueva generación de dirigentes (todas ellas decisiones aplazadas durante demasiado tiempo). La Unión, si logra dotarse de una Constitución, deberá tomar ésta como un punto de partida y no de llegada, como una herramienta de cambio y no como la muralla de unas instituciones inmutables. Naturalmente, una Constitución está formada por unos principios, unas instituciones y unas reglas, pero es también y ante todo una mentalidad. Una mentalidad que invita a reconciliar Europa lo más rápidamente posible con los valores de la libertad, del trabajo, del riesgo y de la innovación. Una mentalidad que obliga a responder a dos preguntas decisivas que han quedado pendientes desde la caída del Imperio Soviético, que centraron la desaprobación de los ciudadanos europeos expresada durante las elecciones del 13 de junio de 2004 y que contribuyen fuertemente a las inquietudes de los franceses; dos preguntas que deberán ser resueltas para no privar de sentido a la Constitución: qué queremos hacer y con quién.