EL CORAJE DE LA VIEJA DAMA
Artículo de Ignacio CAMACHO en “ABC” del 29.05.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Muy poco antes de que le
fuese concedido el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, el
rostro sereno y arrugado de Simone Veil contraía sus gastados ojos verdes en un
leve brillo de cólera cuando, desde un estrado en la Plaza del Trocadero de
París, clamaba en un mitin contra «el reino de la demagogia». Superviviente de
Auschwitz, primera mujer ministro de la Seguridad Social en su país, primera
presidenta electa del Parlamento Europeo, pionera del feminismo liberal, tenaz
luchadora contra la intolerancia en todas sus facetas, la veterana y elegante
activista francesa ha tenido que subirse de nuevo, a sus 78 años, a las tribunas
callejeras para librar una última batalla por sus ideales de unidad democrática
y progreso en libertad, ahora comprometidos por la sorprendente coalición de una
izquierda estatalista disfrazada de radicalismo social y una extrema derecha
populista y xenófoba.
Esa extraña amalgama que junta a socialistas embarrancados como el triste y
fracasado Fabius con el aristocrático ultraliberal De Villiers o el racista y
pendenciero Le Pen está a punto de descarrilar la nueva Unión Europea, con el
concurso de una ciudadanía pancista que ha rescatado lo peor de la Francia
comodona, egoísta y apalancada en un modelo de caduco estatalismo existencial.
La Francia que vuelca los camiones de hortalizas españolas por miedo atávico a
la competencia, la Francia provinciana e interior que alberga como una llama
sagrada el culto a la «grandeur» perdida, la Francia aferrada a los subsidios y
al paraguas de las improductivas empresas públicas. La Francia que nunca
entendió ni aceptó el progreso de otras naciones más dinámicas bajo la cohesión
de una Europa que, con todos sus defectos, ha sido el bloque de prosperidad
económica y cultural más sólido de la segunda mitad del siglo XX.
Durante la campaña del referéndum español de febrero, una innecesaria y vacía
prueba a que el presidente Zapatero nos sometió para mostrarles a sus nuevos
aliados franco-alemanes la veracidad de su convicción europeísta, quedó
sobradamente de manifiesto la perfectible deficiencia de la Constitución
redactada por ese cargante falsario llamado Valèry Giscard d´Estaing. Pero,
aunque con desgana y hastío, los españoles respondimos a nuestra obligación
moral con un proyecto del que sólo hemos obtenido apreciables ventajas. La baja
participación puso en evidencia la vacua prescindibilidad de la convocatoria
zapaterista, y el alto voto afirmativo dejó claro que aquí no jugamos con las
cosas serias.
En Francia, sin embargo, la nostalgia del esplendor perdido y el pulso inerte de
la competitividad nacional amenazan con dar hoy al traste con la única vía
posible -imperfecta, hueca, quebradiza y débil, pero hoy por hoy la única- de
consenso para construir una Unión de 25 países en un marco de libertad que
garantiza los ideales de progreso.
Basta con repasar la rancia coalición de partidarios del «no» francés para
entender la necesidad de que salga adelante el «sí» europeo. Socialistas
anclados en el estatalismo más ruinoso que ha provocado el estancamiento
productivo del país vecino; agricultores empavorecidos por el fantasma de la
libre competencia de sus protegidos productos; xenófobos agresivos y
reaccionarios temerosos del huracán de la libertad de ideas y de comercio.
Ciertamente, la falta de pulso y de tacto de Chirac y la desgarrada y cismática
fractura de los socialistas han propiciado unas expectativas insólitas de la
alianza del «no», cuya victoria provocará sin duda una sonrisa complaciente a
quienes, con motivos sobrados, detestan la altivez desdeñosa del presidente
francés. Pero, al igual que sucedió en España, no es el futuro de su inestable
liderazgo político lo que está de verdad en juego, sino la posibilidad de que
los europeos seamos capaces de construir un modelo que nos garantice otras
cuantas décadas de convivencia y desarrollo.
Por supuesto que, pase lo que pase hoy en Francia, Europa no va a dejar de
existir como proyecto político y económico. Incluso a corto plazo puede que
existan ventajas parciales para los españoles, beneficiados por la
proporcionalidad del vigente tratado de Niza. Pero Niza está condenada de una u
otra manera, y el «no» francés obligará a la búsqueda de una alternativa que, en
cualquier caso, tratará de evitar la fractura de la unidad comunitaria y,
probablemente, puede resultar para nosotros incluso más perjudicial que el
«statu quo» que consagra la Constitución que hemos votado.
Otra cosa es que sea tiempo de recordarle a Rodríguez Zapatero la idoneidad de
sus flamantes aliados continentales: un Schröder zarandeado por el desgaste de
sus políticas tardosocialdemócratas y un Chirac acosado por el desprecio de su
pueblo a su retórica inanidad de vacía grandilocuencia. Para viajar a ese
maltrecho «corazón de Europa» no se necesitaban las alforjas de falso
progresismo exhibidas por nuestro presidente, que ni siquiera ha obtenido de sus
teóricos amigos un trato favorable a la hora de negociar los fondos de cohesión
que garanticen el tránsito al nuevo modelo en condiciones estables para nuestra
economía. La visión de Zapatero en París, agitando a la desesperada las banderas
del europeísmo, casi viene a dar la razón a los bárbaros como Le Pen, que se ha
permitido el lujo de renunciar a la campaña alegando que basta con las
apariciones de Chirac en defensa del «sí» para garantizar la victoria del «no».
Este es el triste sino de un proyecto objetivamente digno de apoyo que ha de ser
defendido por políticos de corto alcance y hondo rechazo social, capaces de
suscitar más controversia que adhesiones.
Y, sin embargo, el coraje de personas como Simone Veil, intachable defensora de
la unidad europea, aún da testimonio de la validez de la causa. Una causa que,
como casi todas las que representan moderación, posibilismo y voluntad de
entendimiento, resulta vapuleada tanto por el oportunismo demagógico de sus
detractores como por la falta de credibilidad de sus defensores oficiales. La
papeleta francesa de hoy es un nuevo pulso entre el posibilismo y la
irresponsabilidad. Las encuestas anuncian un fracaso, y, al igual que sucedió en
España, lo peor es la pereza y el desaliento que produce pensar en la identidad
de quienes pueden rentabilizar un éxito. Pero tantas veces consiste la política
en elegir entre lo peor y lo malo que sólo cabe confiar en la honradez de
quienes, como la altiva dama que sobrevivió al horror del holocausto, son
capaces de fijar su determinación en el valor de una idea.