TERRORISMO Y COMPLEJO DE CULPA

 

 Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 13.09.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

Lo más desalentador de la conmemoración del quinto aniversario del 11-S ha sido la comprobación de que Occidente sigue habitado por la mala conciencia y un cierto complejo de culpa. En vez de cerrar filas contra el terrorismo islámico, mucha gente se dedica a interrogarse sobre el grado de responsabilidad que la sociedad abierta tiene en la aparición sangrienta y salvaje de unos enemigos decididos a su exterminio. Nos atacan, y en lugar de defendernos nos preguntamos si no lo habremos merecido. La primera persona del plural -el nos- es retórica, naturalmente; quienes buscan excusas o paliativos para el terror se sitúan en una artificial equidistancia moral que parte, en realidad, de una condena apriorística de los Estados Unidos. El antiamericanismo visceral de cierta izquierda europea conduce a señalar a la primera democracia del planeta como culpable remoto de un desequilibrio opresivo en el que el fanatismo musulmán hallaría las raíces que justifican su reacción violenta y aniquiladora.

En esta comprensividad relativista se encuentra la base de la Alianza de Civilizaciones y otras milongas que vienen a actualizar la teoría del apaciguamiento. Acostumbrados a identificar a Estados Unidos y sus aliados como eternos agresores, muchos políticos e intelectuales de Occidente se resisten a aceptarlos como víctimas de un ataque irracional dirigido contra el sistema mismo de las libertades. Se agarran a tópicos buenistas para evitar la solidaridad con los agredidos, o escarban en los errores de la política para alejarse de la necesidad de tomar partido. Vano empeño: ante el terrorismo, o se está con las víctimas o se está con los verdugos.

Los atentados de Nueva York, Madrid, Londres o Bombay forman parte de una guerra explícitamente declarada, cuya peculiaridad reside, como es sabido, en que uno de los bandos no combate mediante un ejército. Pero negar la existencia misma de la guerra es el mejor modo de empezar a perderla. Sobre todo porque los fanáticos no distinguen matices; su ofensiva contra la libertad, su cruzada contra los infieles, incluye indiscriminadamente también a los críticos del sistema.

En momentos de peligro sólo resisten las sociedades fuertes. La Historia está llena de imperios y civilizaciones muy sofisticadas que se fueron al traste por dividirse frente al empuje de otros pueblos menos refinados que actuaban con mayor determinación. La de ahora es una tesitura similar: el enemigo de la democracia se va a colar por cada fisura intelectual, por cada rendija moral, por cada asomo de duda. Por supuesto que es preciso mantener el derecho a la disidencia, que es una seña esencial de superioridad democrática, pero si nos enfrascamos en debatir demasiado sobre nuestras debilidades, los que nos quieren liquidar encontrarán el modo de aprovecharlas. Y si nos encuentran discutiendo, no se van a preocupar de darle a nadie la razón.