EGIPTO, BISAGRA ÁRABE E ISLÁMICA

 

Artículo de José Javaloyes en “La Estrella Digital” del 09.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Tanto como bisagra del mundo árabe, entendiendo por tal ese que representa la Liga del mismo nombre, Egipto es también la bisagra y el eje del orbe islámico, pues junto al Nilo se encuentra la cepa del fundamentalismo musulmán que bloquea la evolución hacia la democracia del removido universo de la Media Luna.

Acaso por eso mismo cabe considerar que los ocho muertos registrados en la última jornada electoral, durante los choques habidos entre la Policía y los Hermanos Musulmanes, superan con mucho, en peso político, a las vidas perdidas en Iraq (30 el día de ayer, por un suicida dentro de un autobús, y las 36 del martes, por causa de otro, en la Academia de Policía); en Pakistán, con 18 víctimas mortales, por choques entre bandidos y talibanes (¿aplicarán los norteamericanos contra Ben Laden, en Afganistán, lo que aplicaron contra el fascismo en Italia, durante la Segunda Guerra Mundial: el concurso de la Mafia?); y ocho muertos más en el antiguo Pakistán Oriental, actual Bangladesh, por explosión de bomba en una carretera.

Es de más peso el balance egipcio de muertes, pese a contener menos víctimas, porque llega ligado a la noticia que le dimensiona en la singularidad y le confiere su dimensión crítica. El peso específico de esas muertes egipcias resulta del dato que las acompaña: los 88 escaños logrados por los Hermanos Musulmanes, a los que posiblemente pertenecían todas esas víctimas, o al menos la gran mayoría de ellas.

Deriva la relevancia del parte egipcio de víctimas electorales del propio sentido político que le acompaña. Es realmente preocupante el qué pueda pasar en el país del Nilo si la presencia de los Hermanos Musulmanes en el Parlamento alcanza masa crítica semejante a la que los fundamentalistas del Magreb lograron en Argelia, venciendo en las elecciones y siendo de inmediato vetados por el golpe militar del que derivó una guerra civil de varios años de duración y cientos de miles de víctimas. También las últimas elecciones marroquíes, de atipicidad muy semejante a la egipcia, el fundamentalismo islámico alcanzaba niveles significativos, aunque atemperados en su repercusión social y política por la propia singularidad institucional del poder, puesto que la monarquía autoritaria vigente en el país, cuyo soberano es el Comendador de los Creyentes, opera como colchón y filtro de la marea integrista en el norte de África.

El férreo autoritarismo del régimen tunecino, que obliga a que las moscas de la vieja Cartago vuelen con visado y salvoconducto policial, y la estatalización nacionalista del Corán codificada por Gadafi en su Libro Verde, taponan los accesos del fundamentalismo islámico a la política, pero, al propio tiempo, cierran la posibilidad de giros o aperturas —siquiera fueran nominales— a la democracia. Ya se tiene muy sabido, de otro punto, que adonde alcanza como sistema la sombra del Profeta, no llegan urnas de ninguna clase, las electorales ni siquiera las funerarias, pues el islam inhuma a sus fieles directamente en la tierra.

Si los Hermanos Musulmanes —fuente genética del wahabismo y su derivada talibánica de Al Qaeda y Ben Laden— mataron al presidente Sadat, heredero del poder del presidente Naser, y antecesor de Mubarak, el presidente actual, no deben haber abandonado el sueño de reinstalar en Egipto ese integrismo fautor de la erradicación práctica de los cristianos coptos. La apertura a la democracia en el que fue mundo de los faraones es aventura de alto riesgo, puesto que es ventana de oportunidad para quienes profesan, desde su percepción del mandato coránico, una incompatibilidad sistémica con la democracia, las urnas y la libertad. Igual que la carcundia española del XIX, esos 88 diputados egipcios piensan también, con sus correligionarios de por aquí, que “el liberalismo es pecado”.

Ni con calzador, piensan no pocos, es posible meter al mundo islámico —árabe o no árabe— en la democracia. En Iraq, por las sabidas razones de que no existe verdadera comunidad nacional verdadera, susceptible de tomar formato de comunidad democrática; en Irán, porque el integrismo más genuino del régimen impide la evolución hacia las libertades, como demostró el fracaso de Mohamed Jatami y la prohibición de las candidaturas liberales; en Pakistán, porque las democracias son más breves que los veranos polares; y en Egipto, porque la presión integrista poco menos que prohíbe la ficción democrática del régimen de Mubarak.

La tierra de los faraones se vuelve a revelar ahora como eje del problema, del conflicto entre fe religiosa y libertad política, en el mundo árabe y en el universo musulmán. Por la última actualidad internacional, eran esos 88 diputados egipcios la inquietante estrella del día.