DERRUMBES

 

 Artículo de Jon Juaristi en “ABC” del 25.02.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Es posible vencer al terrorismo sin guerras sucias ni negociaciones políticas. El caso de Italia lo demuestra. Durante casi dos décadas, entre los sesenta y los ochenta, la sociedad italiana fue golpeada por el terrorismo más sanguinario que Europa haya conocido hasta la aparición del azote islamista, pero Italia resistió porque todavía era una sociedad; es decir, una población consciente de poseer un legado y unos fines comunes. Quizá esa conciencia se haya perdido, como temía la valerosa Oriana Fallaci, e Italia esté hoy tan inerme como nosotros ante las nuevas amenazas del siglo, pero entonces resistió, y las Brigadas Rojas, los Núcleos Armados Proletarios y todas las bandas surgidas de la socialización del terror son ya historia pasada.

¿Qué hizo posible esa victoria? En primer lugar, el Estado de Derecho funcionó. Jueces y policías cumplieron con su deber paciente y heroicamente, asumiendo todo el riesgo y sin buscar atajos. Pero el factor decisivo fue la unidad social, el compromiso de los partidos mayoritarios firmemente apoyados por sus bases electorales. No hubo vacilación alguna en el mantenimiento del gran consenso nacional de la posguerra entre católicos y comunistas que, aun enfrentados en la gresca política cotidiana, supieron plegarse al interés superior de la preservación de la democracia, marginando a la extrema derecha y a la extrema izquierda y desoyendo a los intelectuales exquisitos que incitaban a la rendición. No se tardaría mucho en comprobar que los movimientos nacidos del sesenta y ocho, la Horda de Oro que evoca ahora Ballestrini como una gran ola revolucionaria levantándose desde el hondón de la humilde Italia, no eran más que la espuma de los días, un epifenómeno destinado a convertirse en bandolerismo urbano.

El compromiso histórico no se resquebrajó a consecuencia del terrorismo. Lo que terminó con él fue el eclipse del eurocomunismo tras el hundimiento del bloque soviético. Sobrevino entonces la corrupción generalizada, la cleptocracia que minó la confianza de los italianos en el sistema y promovió el cinismo como rasgo dominante en la actividad política. Entre los diagnósticos más acertados de la situación destaca el del filósofo Augusto Del Noce, que, en sus últimos años (murió en 1989), advirtió a la izquierda poscomunista del peligro implícito en los proyectos de conquistar la hegemonía partiendo de la ausencia de tradición y valores que caracterizaba al progresismo, y le animó a recuperar aquellos elementos morales del fenecido comunismo que le permitiesen contribuir a la regeneración de la democracia aliándose en un nuevo compromiso con los democristianos. Del Noce veía con terrible lucidez que la combinación entre capitalismo, revolución tecnológica y progresismo vacuo sería mucho más deletérea para la libertad que el propio terrorismo, porque disolvería lo que quedara de sociedad y dejaría a la nación sin defensa ante formas insólitas de terror totalitario.

El caso italiano puede ayudarnos a comprender el nuestro. En vez de un compromiso entre católicos y comunistas, hubo aquí un pacto constitucional entre izquierda, derecha y nacionalismos. Pero ni estos últimos estaban dispuestos a ofrecer garantías de lealtad, ni la izquierda mayoritaria, que se deslizó rápidamente hacia el progresismo, entendió que la Constitución de 1978 implicaba, ante todo, un compromiso histórico con la derecha, en la que nunca dejó de ver una mera continuidad del franquismo. De ahí el fracaso de los gobiernos de Felipe González ante ETA, en una política errática que osciló entre las concesiones gratuitas e inútiles al nacionalismo vasco y las concesiones corruptas a las cloacas del Estado. Lo más cerca que estuvimos nunca de algo parecido lejanamente a un compromiso histórico fue durante la firma solemne del Pacto Antiterrorista, que los socialistas empezaron a romper el día siguiente. En realidad, era iluso pretender que lo respetaran. De los comunismos cabía esperar un mínimo sentido nacional. Los progresistas son especialistas en derrumbes, porque el propio progresismo procede del derrumbe del socialismo real. Qué menos que su hegemonía haya supuesto el derrumbe del Pacto Antiterrorista, el derrumbe del Estado ante los nacionalismos, el derrumbe del Gobierno ante ETA y, claro está, el derrumbe de la nación ante el terrorismo islámico.