TURQUÍA, EN EL UMBRAL DE EUROPA

 

 

Artículo de Adrián MAC LIMAN  en “La Razón” del 23/10/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 
El 17 de diciembre próximo, los jefes de Estado y de Gobierno de «los 25» tendrán que pronunciarse sobre la fecha del inicio de las negociaciones para la adhesión de Turquía a la Unión Europea. Se trata, obviamente, de una decisión histórica, a la vez importante y extremadamente compleja, teniendo en cuenta las múltiples reticencias suscitadas en el seno de la UE por la candidatura de un país que trata de compaginar el mahometanismo con las estructuras laicas impuestas a comienzos del siglo pasado por la revolución kemalista, su condición de innegable potencia asiática con la soberanía ejercida por Turquía sobre una franja de 24 mil kilómetros cuadrados situada en suelo europeo, en los confines con dos antiguas posesiones del Imperio Otomano: Grecia y Bulgaria.
   La República Turca es un país moderno, que apuesta por el futuro, por una sociedad abierta, capaz de afrontar los retos del tercer milenio. Estambul, la ciudad que sirve de vínculo entre los dos continentes, cosmopolita metrópoli que aglutina desde hace siglos a comunidades musulmanas, cristianas y hebreas, dirige su mirada hacia Occidente, hacia una cultura empeñada en rechazar a los otomanos. Mas el corazón de sus pobladores suele latir en Asia, tierra de civilizaciones milenarias, de inagotables fuentes de conflicto. El 3 de noviembre de 2002, cuando el electorado turco decidió pronunciarse masivamente a favor del Partido de la Justicia y el Desarrollo, liderado por el islamista Recep Tayyip Erdogan, los politólogos occidentales no dudaron en vaticinar un cambio de rumbo en la política de un país que forma parte de las estructuras políticas y militares del Viejo Continente: OTAN, Consejo de Europa, etc. Más aún: se habló del abandono de la opción laica, del ocaso del kemalismo. En la imaginación colectiva, los turcos pasaron a desempeñar el papel del «otro», del enemigo potencial. Sin embargo, el nuevo Gobierno de Ankara siguió por la senda trazada por sus antecesores, fijándose como meta la integración en la UE. Durante la guerra de Iraq, sorprendió la decisión de los legisladores turcos de prohibir la utilización de las bases militares para el tránsito de tropas estadounidenses. Curiosamente, los analistas transatlánticos confundieron la voluntad de los diputados islámicos de no tomar medidas susceptibles de perjudicar a otro país musulmán con un hipotético vuelco hacia la postura del llamado «bloque de la paz», integrado por Alemania, Francia y Rusia. Lo cierto es que la inesperada actitud de Turquía causó buena impresión en las capitales europeas. Algunos detractores de la candidatura de Ankara no tardaron en modificar su postura, mientras que otros, como por ejemplo el ex presidente galo, Valery Giscard d'Estaign, mantuvieron su rechazo a la presencia de un país de mayoría musulmana en el seno de la UE. En una entrevista concedida al diario «Le Monde», el padre de la Constitución Europea afirmó que Turquía era «un país cercano a Europa, un país importante, que cuenta con verdaderas elites, pero no un país europeo. Su capital no está en Europa; el 95 por ciento de su población reside fuera de Europa… A la adhesión de Turquía sucederá la solicitud de Marruecos. Éste es el fin de la Unión Europea». Aunque la Comisión no dudó en censurar las declaraciones de Giscard, los eurócratas saben positivamente que las manifestaciones del político galo reflejan el estado de ánimo de un importante sector del «establishment» comunitario. Pero Bruselas decidió llevar adelante las negociaciones con la República Turca, siguiendo el espíritu y la letra de los compromisos contraídos en Helsinki a finales de 1999, después de casi cuatro décadas de regateos, de promesas incumplidas. En efecto, conviene recordar que las relaciones entre Ankara y la UE (antiguamente CEE) se remontan a los años 60. El primer acuerdo de asociación Turquía-CEE fue negociado en 1963. Tras su entrada en vigor, en diciembre de 1964, la Comunidad dio luz verde a un complejo proceso de integración económica progresiva, que culminó con la adopción, en 1995, de un Acuerdo de Unión Aduanera. Se trata de un instrumento único en su género; ningún país no miembro de la Unión cuenta con acuerdos de esta índole. Pero el caso de Turquía es «especial»: la UE tiene interés en liberalizar los intercambios comerciales con este mercado de 68 millones de consumidores. Un mercado que, dicho sea de paso, aún no cuenta con el poder adquisitivo de algunos vecinos europeos (se calcula que los ingresos anuales son de unos 3.500 dólares per cápita), pero que se encamina con pasos agigantados hacia la sociedad de consumo.
   Cuando la CEE firmó los primeros protocolos comerciales con Ankara, el interés de Bruselas se centraba en fijar cuotas a las importaciones de tabaco, nueces y avellanas procedentes de Turquía. Hoy en día, el sector agrícola emplea un 35-40 por ciento de la población activa; las exportaciones de productos agroalimentarios representan un escaso 10 por ciento del comercio exterior turco. Por ello, los acuerdos más recientes regulan ante todo las exportaciones de automóviles y electrodomésticos, confección de alta gama y equipos informáticos fabricados en el país asiático. Por si fuera poco, el Tratado de Unión Aduanera impone una serie de restricciones al comercio de Turquía con terceros países. Los técnicos de comercio consideran que las cláusulas del Tratado perjudican los intereses económicos de Ankara, que rubricó acuerdos de libre cambio «muy favorables» con una treintena de países no comunitarios. Pero hay quien estima que la mera perspectiva de la adhesión a la UE bien vale un esfuerzo. Durante décadas, Bruselas trató de supeditar la apertura de negociaciones con Turquía a la desaparición de las llamadas «carencias democráticas», es decir, de una normativa legal sui generis, no acorde con el ordenamiento jurídico europeo en materia de derechos humanos y libertades fundamentales, tales como la libertad de expresión y opinión, la pena de muerte y la tortura. Tras un largo período de tergiversaciones, las autoridades turcas optaron por modificar el marco jurídico existente. En el verano de 2002, se acordó la abolición de la pena de muerte y la desaparición de la tortura, la introducción de leyes que limitan el hábeas corpus, prohíben el trato vejatorio de los detenidos y establecen la creación de órganos regionales y locales para la defensa de los derechos humanos. Finalmente, el actual Gobierno decidió la creación de universidades y centros de enseñanza autónomos, destinados a la minoría kurda. Aunque la iniciativa fue acogida con cierta frialdad en Bruselas, es obvio que no se trata de simples fuegos artificiales: los turcos harán todo lo que esté en su poder para lograr la integración en Europa. En efecto, los cambios habrán servido ante todo para modernizar el país. Un proceso indispensable para dar el salto hacia el futuro. En principio, Turquía no descarta la posibilidad de dialogar con Bruselas durante 10 o 15 años. Lo que sí preocupa en Ankara es un posible rechazo comunitario. Advierten los politólogos turcos que «si Europa aún no está en condiciones de renunciar a su perfil de ‘‘club cristiano’’, Ankara tendrá que buscar otras alianzas, más allá de con confines del Viejo Continente». Pero en este caso concreto, existe el riesgo de que Turquía acabe cayendo en la trampa de la frustración, del nacionalismo, del radicalismo, del antioccidentalismo. A buen entendedor…
   
   
   Adrián Mac Liman es escritor y periodista