EL TRASFONDO DEL POPULISMO E INDIGENISMO EN LOS PAÍSES ANDINOS

 

 Artículo de H. C. F.  Mansilla, Abril 2006

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

   La elección de un presidente indígena en Bolivia (enero de 2006), el muy probable triunfo de un candidato populista y nacionalista en las elecciones generales del Perú (abril de 2006) y el continuo caos político en el Ecuador representan factores llamativos y hasta dramáticos de un desarrollo histórico que se viene incubando desde hace mucho tiempo. Dos fenómenos recurrentes en el área andina merecen ser examinados: (a) el profundo desencanto con los regímenes (neo)liberales y (b) la aparición de una tendencia política que puede ser descrita someramente como una combinación de nacionalismo, populismo e indigenismo.

 

   Además: en la región andina todas las encuestas sobre la cultura política (realizadas aproximadamente a partir de 2000) muestran una genuina desilusión de la población con respecto a los partidos políticos. Junto con el parlamento, el Poder Judicial y la policía, los partidos tienen el dudoso honor de compartir las posiciones más bajas de la apreciación colectiva. Y en toda la zona la explicación usual es la misma: el estamento político sería el sector social más apegado a las pautas convencional-conservadoras de comportamiento, y los políticos practicarían o tolerarían las costumbres más deplorables del pasado, como el aligeramiento sistemático del erario fiscal, pero ahora mediante mecanismos refinados y tecnificados.

 

   En Bolivia, Perú y Ecuador se puede percibir un rechazo muy amplio de las reformas económicas neoliberales, independientemente del resultado concreto de las mismas. Existe la impresión general de que la privatización de las grandes empresas estatales, la introducción irrestricta del libre mercado y comercio y la reducción del Estado de bienestar social han significado un empobrecimiento de las masas populares y un enriquecimiento ilícito de las élites gobernantes. Muchos hechos parecen corroborar esa opinión colectiva. En el ámbito andino los adalides de la modernización liberal, los empresarios, no pueden abandonar sus viejas costumbres derivadas de una tradición estatista, mercantilista y predendalista. Los negocios más jugosos siguen siendo aquéllos realizados en conjunción con proyectos públicos. Si los bancos están en dificultadas creadas exclusivamente por las deleznables prácticas de sus propietarios, el Estado se subroga las deudas y los problemas se solucionan fácilmente. El público, por más ingenuo e ignorante que sea y lo es en grado muy alto , se da cuenta de la enorme distancia entre promesa y realidad en el campo de las reformas económicas, que gozaron durante veinte años de una propaganda incansable de parte de los medios masivos de comunicación.

 

   En este contexto un vistazo histórico puede resultar importante porque nos pone sobre la pista de los anhelos y prejuicios populares que ahora los partidos nacionalistas, populistas e indigenistas saben utilizar y canalizar para la conquista del poder. Muchos de estos factores han permanecido vigentes hasta hoy, sobre todo ahora que se percibe un claro renacimiento de consignas populistas provenientes de sectores sociales mal informados, pero motivados por emociones del preconsciente colectivo.

 

   Pese a los innegables fenómenos de corrupción masiva, en el plano político-institucional los partidos adscritos a la democracia liberal representativa intentaron modernizar las actuaciones políticas, dando más peso al Poder Legislativo, fortaleciendo el Estado de Derecho (por ejemplo: mediante una mayor independencia del Poder Judicial) y estableciendo una cultura política pluralista y tolerante. Estos esfuerzos no tuvieron un éxito sólido y permanente, porque precisamente una genuina cultura liberal-democrática nunca había echado raíces duraderas en las sociedades andinas y hasta hoy es considerada como extraña y hasta extranjera por la mayoría de la población. Esta cultura liberal-democrática ha sido desdeñada precisamente por las corrientes "progresistas", izquierdistas y revolucionarias. En Ecuador, Perú y Bolivia la “lucha contra la oligarquía" encubre eficazmente el hecho de que los nacionalistas y populistas detestan la democracia moderna. Estos partidos, que se consideran a sí mismos como izquierdistas, representan, en el fondo, la tradición autoritaria, centralista y colectivista de los Andes profundos, tradición muy arraigada en las clases medias y bajas, en el ámbito rural e indígena, en las ciudades pequeñas y en todos los grupos sociales que han permanecido secularmente aislados del mundo exterior.

 

   Los dirigentes nacionalistas y populistas, que dicen representar a las masas indígenas y a los pobres urbanos, conforman una contra-élite deseosa de ascenso social y económico; provienen de los estratos medios del interior del país respectivo, estratos que durante siglos se han sentido discriminados por los miembros de las élites tradicionales a la hora de ocupar posiciones en la administración del Estado. El nacionalismo es una renovación del clásico espíritu centralista, autoritario y anticosmopolita que predomina en toda la región.

 

   La opinión pública nacionalista, populista y anti-imperialista es decir: la mayoritaria asocia todavía hoy la democracia liberal y el Estado de Derecho con el régimen presuntamente "oligárquico, antinacional y antipopular" que perdura parcialmente hasta ahora. En el plano cultural y político estas corrientes nacionalistas (como el primer peronismo en la Argentina, 1943-1955) promueven un renacimiento de prácticas autoritarias y el fortalecimiento de un Estado omnipresente y centralizado, precisamente en nombre de los valores propios del acervo nacional. Con el motivo de inducir un desarrollo acelerado se reavivan las formas dictatoriales de manejar "recursos humanos" y las viejas prácticas del clientelismo en sus formas más crudas. Todo ésto es percibido por una parte considerable de la opinión pública como un sano retorno a la propia herencia nacional, a los saberes populares de cómo hacer política y a los modelos ancestrales de reclutamiento de personal y también como un necesario rechazo a los sistemas "foráneos" y "cosmopolitas" del liberalismo capitalista. Por otro lado muchos aspectos sociales y culturales parecen anclados en el pasado. Perú y Ecuador tienen constituciones relativamente nuevas, y la vida política e institucional es, sin embargo, la misma que antes, lo que incluye el pésimo funcionamiento del Poder Judicial. No hay duda alguna del progreso modernizante en el campo de los transportes y las comunicaciones, en la esfera del consumo masivo y en la dimensión del ocio y las distracciones, pero todo esto ha afectado sólo parcialmente el ámbito de la educación, la mentalidad colectiva y la cultura política.

 

   Por otro lado hay que admitir que existen numerosas razones para el descrédito de la democracia moderna en el área andina. En el periodo 1980-2005 uno de los mayores "éxitos" de la tecnocracia neoliberal consistió paradójicamente en un notable fortalecimiento de las prácticas convencionales. La herencia burocrática, la propensión a la corrupción y los hábitos policiales represivos resultaron rejuvenecidos de un modo sorprendente. Esta tecnocracia se destacó también por multiplicar, complicar y encarecer los trámites destinados al público. Por ejemplo: la burocracia estatal y la administración de justicia hacen perder tiempo el bien más preciado, por ser el único irrecuperable a los ciudadanos (mejor dicho: a los súbditos) con trámites enmarañados y procedimientos innecesarios. La gente humilde supone que se trata de procesos naturales en sentido estricto, como terremotos o tempestades, ante lo cuales la única actitud razonable es la pasividad y la paciencia.

 

   También en la región andina la política tiende a transformarse en un mero espectáculo de los medios masivos de comunicación y en un juego de imágenes y consignas simplistas, pero llamativas por su impacto visual y su marcado infantilismo. Esto ha acrecentado el aburrimiento y la decepción del público. Las agrupaciones ciudadanas y otras formas de una democracia presuntamente directa y participativa referéndum, iniciativa legislativa ciudadana, autonomías regionales no han alterado este panorama. Las agrupaciones ciudadanas, por ejemplo, al parecerse entre sí e igualarse a los partidos políticos, brindan la impresión de un evidente oportunismo electoral, pierden su (poca) identidad y, por consiguiente, su razón de ser a largo plazo.

 

   El carácter imitativo y hasta superficial de las reformas modernizantes se da en forma patente en la burocracia estatal. La opinión pública se percata de la distancia que hay entre la pretensión propagandística y los hechos efectivos de la praxis. Nunca, por ejemplo, se gastaron tantos fondos fiscales en el entrenamiento y los salarios de la policía respectiva, y nunca ha sido mayor la inseguridad cotidiana que en la época actual. Jamás se habló e invirtió tanto en la protección del medio ambiente (cumbres presidenciales, proliferación de organismos y asesores consagrados superficialmente al problema ecológico, creación de ministerios y burocracias específicas), y recién ahora, sin embargo, se puede constatar un ritmo imparable de destrucción en los bosques tropicales.

 

   En este contexto es necesario llamar la atención sobre otra paradoja del mundo andino. La protesta social se dirige mayoritariamente contra los crímenes del imperialismo y las maldades de las élites, pero nunca contra los problemas causados por el centralismo, la burocracia y las manipulaciones generadas por los grandes partidos populistas. Son precisamente los pobres de los pobres los más afectados por la corrupción, las pautas recurrentes de comportamiento colectivo y, al mismo tiempo, los más reacios a protestar claramente contra estos fenómenos. Los dirigentes de los partidos izquierdistas, los líderes de tendencias indigenistas y, obviamente, los intelectuales progresistas jamás se molestan en considerar en serio estas carencias de la vida social. Serían esfuerzos que, por otra parte, no rendirían ganancias materiales inmediatas ni prestigio político utilizable.

 

   Uno de los motivos principales para este comportamiento debe ser visto en un rasgo social predominante en el área andina: el colectivismo como valor supremo de orientación, que se manifiesta como la inferioridad innata de la persona frente a la organización, por más pequeña que esta sea. Se trata de la dignidad ontológica inferior del individuo con respecto a la colectividad, que era propio de las civilizaciones prehispánicas y que fue consolidada por la tradición autoritaria ibero-católica de la larga era colonial. No es, por suerte, un rasgo indeleble y perenne de la esencia de la nación (si es que existe tal cosa), sino una característica que puede cambiar y desaparecer con el desarrollo del país, como es lo usual en todas las culturas. Hasta la Bolivia profunda es histórica, es decir: transitoria y pasajera, lo que vale igualmente para el Ecuador y el Perú.

 

   Pero mientras perdura esa normativa, la tendencia general es el rechazo al que piensa y obra de modo autónomo, al que exhibe espíritu crítico, al que se desvía del grupo, al que se atreve a distinguirse de las pautas obligatorias. Está mal visto que alguien desapruebe lo habitual, que se queje del ruido en las calles y de la ausencia de estética pública. No hay una tradición científica porque poca gente tiene amor al cuestionamiento de lo obvio, que se expresa a menudo en sutilezas y detalles. Como lo dijo el nuevo vicepresidente de Bolivia en abril de 2006: nada garantiza (ni debe garantizar) los derechos y las libertades de las minorías políticas y sociales. A esto no hay mucho que agregar.