CAMINO DE KOSOVO
Artículo de Joseba Arregui en "El Correo" del 13-4-99.
Con un comentario propio al final
Luis Bouza-Brey.
El título no
pretende ser ningún sarcasmo, al referirse al camino que conduce a la situación
actual de Kosovo en unos momentos en los que para sus habitantes el único
camino existente es el de huir de Kosovo. Una tragedia que, por desgracia,
tiene muchos precedentes en Europa, pero que creíamos no podía volver a
repetirse nunca más. Y, sin embargo, ahí está: centenares de miles de personas
expulsadas de sus hogares, obligadas a huir, decenas de miles en tierra de
nadie, sin techo, ni condiciones higiénicas, encerradas en su propia miseria,
en su indigencia más absoluta. En la tierra que ha producido la palabra civilización,
en la Europa que ha producido la idea de los derechos humanos.
Es ésa
precisamente la razón que, más allá del cúmulo de comentarios que está
produciendo la decisión de la OTAN de bombardear objetivos militares en
Yugoslavia, y la más que indisimulada hipocresía de quienes quieren que
Occidente sea capaz de imponer el respeto de los derechos humanos, pero sin
utilizar la fuerza, y si la utiliza sin que ésta tenga ningún tipo de
consecuencias, y si las tiene, habiéndolas previsto todas, y en cualquier caso,
sin que la intervención militar suponga ningún coste, en especial de vidas
humanas de ciudadanos propios, para preguntarnos si es que existe un camino que
conduzca en nuestra Europa hacia la situación de Kosovo, si existe alguna forma
de entender los motivos que provocan esa situación.
Es evidente que
plantear dicha pregunta, plantear la cuestión de si existe algo en la historia
de las ideas políticas de Europa que sea capaz de explicar lo que está
sucediendo en la antigua Yugoslavia, no significa descargar de
responsabilidades a Milosevic. Este siniestro personaje pasará a la historia
como el culpable del desmembramiento de la Federación Yugoslava, por ser el
provocador, por su reivindicación del nacionalismo panserbio
como sustituto de una gastada ideología comunista, de las reacciones
nacionalistas en Eslovenia, Croacia, Macedonia, etcétera.
Pero hasta el
más odioso de los dictadores y el más sanguinario de los tiranos recurre a
ideas y a creencias de los ciudadanos que puede manipular para consolidar su
poder. Y ahí es donde radica la pertinencia de la pregunta: ¿existe algo en la
historia de las ideas políticas de Europa que haya llegado a conformar un
núcleo de creencias compartidas por muchos grupos poblacionales y que en
ocasiones conflictivas puedan ser movilizadas por un dictador para justificar y
legitimar procesos de limpieza étnica como las que ha llevado a cabo, y está
llevando a cabo, Milosevic?
Desde que
comenzó la desintegración de la Federación Yugoslava, el nacionalismo ha sido
el candidato número uno, tanto para demostrar que su fuerza hace inviables
construcciones estatales que no sean capaces de respetar sus demandas legítimas
como culpable de poner en riesgo y hacer inviables construcciones políticas que
suponen un paso importante en el aseguramiento de las libertades individuales y
en la puesta a disposición de marcos jurídicos e institucionales, que permiten
la convivencia pacífica de la multiculturalidad, de
la multietnicidad, de la religiosidad plural.
Teniendo en
cuenta que nacionalismo sí existía en Croacia, pero no en Bosnia, y que los
eslovenos tuvieron que inventar un nacionalismo inexistente entre ellos para
poder garantizar su libertad individual frente a la usurpación serbia de la
Federación Yugoslava, quizá tengamos que afinar algo más la respuesta. El
recurso al nacionalismo, bien valorándolo positivamente, bien considerándolo
como la raíz de todos los males, no hace justicia, en mi opinión, a la fuerza
que, viniendo de la historia política moderna de Europa, está causando estragos
de la mano de un déspota como Milosevic.
Cierta vez leí
un estudio esclarecedor sobre los antecedentes de lo que hoy llamamos limpieza
étnica. El autor del estudio se refería a la fuerza paradigmática del ejemplo
francés para los procesos de construcción de Estado nacionales en el conjunto
de Europa, especialmente después de la desintegración del Imperio
Austrohúngaro. El ejemplo francés, quizá más como mito que como realidad,
hablaba de la coincidencia entre una cultura homogénea, dotada de una lengua
única, con una nación única que se dotaba de un Estado propio.
En el momento de
la desintegración de dicho imperio, tres de sus capitales, Viena, Praga y
Budapest, se caracterizaban por contar con poblaciones de todo menos
homogéneas: en cada caso un tercio de la población era alemana, un tercio checa
o eslava y un tercio húngara, aproximadamente. Como consecuencia, sin embargo,
de la constitución de los Estados nacionales correspondientes, y con el ejemplo
francés de homogeneidad y de correspondencia en mente, Viena se convirtió en
ciudad alemana, Praga en ciudad checa y Budapest en ciudad húngara.
Todo ello se
produjo, sin duda, por procesos naturales de migración y de asimilación. Pero
el paradigma francés de la homogeneidad cultural y nacional convertida en
Estado único siguió manteniendo su fuerza y su atractivo para otras partes en
las que todavía no se había alcanzado tal homogeneidad y correspondencia. Y,
cuando a las construcciones políticas como la Federación Yugoslava no
acompañaba el mínimo de democracia que permitiera un sentido de participación
ciudadana, o cuando ese mínimo de democracia y de sentimiento de participación
era puesto en peligro hasta en las propias apariencias, el mito de la
homogeneidad volvía, volvió a aparecer con toda su fuerza, y volvió a hacer su
aparición con tanta más virulencia cuanto más difícil era su realización
práctica.
Existe, pues, un
camino que conduce a Kosovo, que ayuda a entender las fuerzas que están siendo
manipuladas e instrumentalizadas por políticos irresponsables que creen que
recurriendo a la limpieza étnica de forma agresiva no están haciendo otra cosa
que cumplir el sueño que otros muchos, con legitimidad admitida, han hecho
antes que ellos: construir entes políticos de homogeneidad cultural, en los que
la cultura, la nación y el Estado se corresponden a la perfección.
Es demasiado
fácil y demagógico recurrir al ejemplo de Kosovo, como antes al de Bosnia, para
colocar al nacionalismo de chivo expiatorio general, pues en ese caso el primer
culpable sería el nacionalismo panserbio. No es la
referencia a la nación la que crea el peligro. No es la defensa de una
identidad cultural la que causa tragedias. Es la búsqueda implacable de una
homogeneidad cultural y la búsqueda forzada de correspondencia entre homogeneidad
cultural, nación y Estado lo que puede desatar tragedias como las que estamos
contemplando.
Es preciso
también recordar que en la fuente de todas estas tragedias se encuentra una
incapacidad democrática: la incapacidad de establecer, en estructuras políticas
que pretenden institucionalizar realidades culturales y étnicas plurales,
cauces de participación suficientes para que ningún ciudadano se sienta
postergado por su pertenencia a una identidad, a una cultura, a una religión, a
una nación.
Ni la homogeneidad
nacional es, sin más, requisito democrático, ni la construcción de estructuras
políticas que responden a realidades plurales funcionan si no van acompañadas
de una vivencia democrática continuamente renovada. Los Balcanes están muy
cerca de Europa. Kosovo está muy cerca de todos nosotros.
Comentario propio final
Luis Bouza-Brey.
Permítanme hacer
un comentario a este artículo de Joseba Arregui, la persona que representa en
Euskadi el nacionalismo al que todos ---incluida la mayoría del pueblo vasco,
creo yo--- respetaríamos. Un nacionalismo abierto, tolerante, integrador y convivencial. Un nacionalismo democrático, que sin
renunciar a defender a su cultura de la extinción, se abra a la percepción del
pueblo real de Euskadi como una realidad plural y mestiza, como un conjunto
heterogéneo cuya complejidad constituye su riqueza.
Un nacionalismo
asentado en el principio de la realidad, que respeta al pueblo tal como es, en
sus sentimientos de identidad múltiple y complementaria, sin pretender, por
tanto, mutilarlo para conformarlo a mitos e imágenes primitivas, residuales y
anacrónicas.
Un nacionalismo
que, por conseguir reconciliarse con la realidad y consigo mismo, deje de
encerrarse en el nicho del delirio y el comportamiento compulsivo.
Un nacionalismo
abierto al presente y al futuro, que por percibir a su pueblo tal como es, sepa
plantear soluciones políticas democráticas e integradoras, tanto hacia el
interior como hacia el exterior.
Un nacionalismo
de nuestro tiempo, que renuncie al mito de la independencia, el Estado, la
patria grande y el enemigo exterior, y se adapte a las fórmulas flexibles, coexistenciales y abiertas con las que se tiene que
construir el futuro de Europa.
Un nacionalismo
que aprenda de la experiencia de estos últimos cuarenta años de dinámica
asesina en Euskadi, o de los últimos diez de dialéctica suicida en Yugoslavia,
que somos un conjunto de pueblos mezclados y fundidos por la vecindad
geográfica y la historia. Pueblos cuyo destino no puede ser el enterrarse hasta
la cintura para golpearse mutuamente hasta la destrucción, como en el cuadro de
Goya. Pueblos en los que es necesario abrir una dinámica de complementariedad y
amor, y no de odio y autodestrucción, pues eso es lo que nuestros pueblos no
quieren. Pueblos, por tanto, que necesitan dirigentes lúcidos, abiertos,
sensatos y dialogantes, y no caudillos fundamentalistas, vociferantes y
delirantes. Pueblos a los que el totalitarismo y las doctrinas tercermundistas
de la liberación colonial no les sirven.
Por desgracia,
el nacionalismo vasco actual se encuentra en el borde del alero, vacilando
entre dirigirse hacia Suiza o Yugoslavia, dudando entre el camino lento y
trabajoso de la escalada alpina y democrática, o el descenso veloz, compulsivo
y delirante hacia el caos y el estrellato ---estrellamiento, diría más bien---
internacional.
Coincido con
Arregui en una parte del diagnóstico de lo que sucede en Yugoslavia, pero
discrepo en algún aspecto. Lo que en Francia, a finales del siglo XVIII, fue un
impulso modernizador y universalizable, para superar
la sociedad semifeudal y aristocrática, a finales del
XX, en sociedades que cambian a velocidad de vértigo como consecuencia de la
modernización y la comunicación universal, resulta anacrónico y destructivo.
Lo que hoy no
sirve es el etnonacionalismo: una etnia, una cultura, una nación, un Estado. La
realidad actual es la de muchos pueblos distintos conviviendo mezclados en
territorios comunes y estructuras políticas diversas, pero integradas en
proyectos políticos complementarios y comunes.
Si me permiten
una tesis arriesgada y osada, el conocido esquema secuencial de Rokkan con respecto a los diversos fraccionamientos o
"cleavages" del mundo moderno debería ser
complementado con una nueva dialéctica o fractura, entre nacionalismo y
federalismo. Las tensiones actuales de la Unión Europea derivan de ahí. Pero
además, la cosa se complica todavía en mayor grado
cuando a la tensión entre los nacionalismos estatales y el federalismo europeo
se añade e infrapone la tensión entre nacionalismo o
etnonacionalismo regional, nacionalismo estatal y federalismo.
El nacionalismo
abierto de Arregui es el nacionalismo del futuro, el nacionalismo que conduce
realmente a Europa y al federalismo. El etnonacionalismo ya estamos viendo a dónde
conduce.