TRAS LA TOMA DE KABUL
Editorial de
"El País" del 14-11-01
Con un muy breve comentario al final
Luis Bouza-Brey
Las realidades
militares han sobrepasado espectacularmente a las discusiones diplomáticas
sobre Afganistán y, como resultado de esta asimetría, las fuerzas antitalibanes
están entrando en Kabul, pese a sus promesas y a las instrucciones de sus
padrinos. El poder talibán, que sufrió su primer gran varapalo la semana pasada
con la pérdida de Mazar-i-Sharif, parece derrumbarse
por momentos. La milicia fundamentalista del mulá Omar, sobre la que Osama Bin Laden ejerce un control más
que nominal, ha huido de la capital de noche para intentar fortalecerse en sus
reductos del sur, cinco semanas después del comienzo de los ataques
estadounidenses. Pero ni aun los feudos de los clérigos integristas parecen
estar en condiciones de resistir el avance de las dispares tropas de los señores
de la guerra, a las que los B-52 estadounidenses han abierto en tres semanas de
impresionantes bombardeos todas las rutas para la conquista del país.
El escenario
bélico ha cambiado en unos pocos días más que en años, privando sustancialmente
de razones a los críticos de la planificación militar estadounidense. Los
mercados internacionales apuestan vigorosamente por un próximo final de la
guerra, o al menos de su fase más aparatosa y cruenta, y el régimen teocrático
que hasta ayer mandaba en Kabul ha cerrado la única ventana que mantenía
abierta al mundo en su Embajada de Islamabad.
La lógica
fundamental de un ejército que avanza es ocupar territorio, aunque esas tropas
sean poco más que un cúmulo de bandas aliadas por las circunstancias y
obedientes a jefes diferentes. Pedir a la Alianza del Norte que se comporte
como unas Fuerzas Armadas de academia y permanezca a las puertas de la
abandonada capital afgana es poco realista. Incluso Bush, que había advertido
contra la tentación de ocupar Kabul, parece dispuesto a convalidar estos
primeros excesos ante la perspectiva de que su avance signifique el principio
del fin y la posibilidad de tener más cerca a Bin Laden y a su estado mayor. 'El presidente está muy
contento... Esto es una guerra...', dijo ayer su portavoz. Bush ha pedido a la
Alianza que no tome represalias, pero en el camino hacia Kabul aparecen decenas
de cadáveres.
En contraste
con la condescendiente actitud de Washington, los aliados europeos de EE UU y
algunos países de la región, Pakistán sobre todo, han mostrado su alarma por la
inexorable ventaja de los hechos bélicos y las posibles repercusiones de un triunfo
militar sin que el país disponga de un nuevo esqueleto político. El mayor temor
de Islamabad, aliado crucial de Washington, es que la liga antitalibán, formada
básicamente por etnias minoritarias del centro y el norte, niegue un papel
relevante a los pastunes, que no sólo representan el 40% de Afganistán, sino
también el 15% de su poderoso e inestable vecino.
El Afganistán
en ciernes reclama un Gobierno nacido del acuerdo entre sus habitantes. Pero
eso parece imposible en las circunstancias actuales. Para complicar las cosas,
hay dos jefes de Estado en la antesala. Uno es el anciano ex rey Zahir, que no controla tropas ni territorio y no es grato a
Rusia e Irán, dos interlocutores relevantes. El otro es Burhanuddin
Rabbani, jefe político de la Alianza, presidente
reconocido del país, que ya se dirige a Kabul y cuya ejecutoria en la franja de
tierra que controla es cualquier cosa menos alentadora.
La posibilidad
de un rápido desenlace hace imperativo que la ONU, que se ha pronunciado por un
Gobierno ampliamente representativo, acelere su lenta maquinaria para poner a
punto una respuesta política capaz de evitar que Afganistán se encamine hacia
un rompecabezas territorial a las órdenes de media docena de señores feudales.
En tanto los
afganos no estén en condiciones de elegir a sus gobernantes, una administración
internacional emanada de una resolución del Consejo de Seguridad debería
dirigir la reincorporación de Kabul al mundo civilizado. Esa tarea no puede
desempeñarla la Alianza del Norte, algunos de cuyos jefes ya dominaron la
capital afgana hace años y la convirtieron en uno de
los lugares más violentos del mundo. Washington, olvidando cualquier
complacencia que pueda sentir hacia estos cabecillas, está llamado a imponer
rápidamente un principio de orden que permita un flujo masivo de asistencia
humanitaria y el comienzo de la reconstrucción de uno de los países más
devastados del planeta.
Puesto que los
poderes externos, sobre todo occidentales, van a tener que proporcionar la
orientación, el dinero y la seguridad al nuevo Estado, mejor será que perfilen
contrarreloj un marco político razonable que evite la consumación de la
realidad impuesta por precipitados hechos de armas.
Muy breve comentario final
Luis Bouza-Brey
Es
vital la integración de los pashtunes en el proceso
de transición que se está abriendo, a fin de terminarlo más aceleradamente, de
transformar a los talibanes en fuerza guerrillera residual en las montañas y de
integrar a Pakistán en el proceso, estabilizándolo para el futuro. Por ello, la
ONU debe acelerar e intensificar el impulso de los pactos necesarios para
la construcción de un gobierno amplio de coalición, y la figura más adecuada
para conseguir la integración en el mismo parece ser el Rey, que habrá de jugar
un papel pacificador si sabe estar por encima de los conflictos étnicos y
tribales.
Pero
no parece que los talibanes deban estar en ese gobierno: su régimen debe ser
derrotado militar y políticamente. En la etnia pashtún
tienen que existir personalidades políticas dispuestas a participar en el
proceso de construcción de un nuevo país. Pero también es imprescindible para
ello que Pakistán abandone la ambigüedad política con los talibanes y colabore
firmemente en su derrota y en la transición. A Musharraf y a Pakistán les va el
futuro en ello.
Y
si en un plazo prudencial pero corto la situación no se desatasca con la
formación de un gobierno de integración, debería ser la ONU la que asumiera el
gobierno del país durante un período de transición y desmilitarización. Es
preciso terminar la guerra y establecer un plazo máximo para la formación de un
gobierno de integración, a fin de poner límites a la indecisión y a la
ambigüedad, y evitar el vacío de poder.