REAJUSTES EN EL EQUILIBRIO MUNDIAL
Artículo de Carlos Nadal en “La Vanguardia” del 14.05.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
La intervención militar
estadounidense en Iraq fue concebida por sus planificadores y ejecutores como la
ocasión que había de confirmar y asentar de manera indeleble la supremacía
mundial de Estados Unidos.
Tal vez el momento álgido de la "era norteamericana". No ha sido así. Más bien,
un punto de inflexión de distinto signo. La intervención en Afganistán había de
suponer si no el fin, por lo menos un golpe duro para el terrorismo islamista
internacional de Al Qaeda. Al mismo tiempo, la oportunidad para que Estados
Unidos pudiera abrir a su influencia política e intereses petroleros el área de
los estados caucásicos nacidos por la desintegración de la URSS. Lo cual fue así
en una parte notable.
Como culminación decisiva de este propósito de llevar la propia ley al Gran
Oriente Medio, la presencia en Iraq parecía determinante. Se esperaba que una
corta y fácil operación militar convertiría el país del Tigris y el Éufrates en
plataforma desde la cual irradiaría en varias direcciones el poder de la única
superpotencia del mundo. Especialmente hacia los estados islámicos en general y
de manera concreta los mediorientales. Eran los días en que desde Washington se
daba a entender que había comenzado un nuevo orden democratizador en Oriente
Medio. Y, por supuesto, la seguridad y precios razonables en el suministro del
petróleo.
Los cálculos de la Casa Blanca han ido más bien en la dirección contraria. El
lamentable resultado de la operación de Iraq ha dado motivo, por una parte, a
que se levantaran en diversos estados toda suerte de reacciones para ponerse en
guardia contra la agresividad estadounidense. Por otra, a que el crudo pasara a
ser un bien cada vez más caro en beneficio de varios países productores, que ven
en esto la posibilidad de adquirir un papel de importancia, ya sea regional, ya
de ámbito mundial.
La actitud intervencionista y adoctrinadora de Bush y su Gobierno despiertan
reflejos defensivos. Pero también la convicción de que Estados Unidos no está en
condiciones de excederse en esta dirección. Y que, por tanto, ha llegado la hora
de hacerse valer para diversos países.
Entre los pasados días 9 y 10 de mayo, dos hechos coincidieron en dar esta
impresión. Primero, la carta enviada por el presidente iraní a Bush; después, el
discurso de Putin ante las dos Cámaras parlamentarias rusas. En los dos casos,
el mensaje es ambivalente. Si son una manera de expresar la voluntad de no
aceptar los planteamientos estadounidenses, también lo son de no cerrar todas
las puertas a posibles entendimientos equitativos.
Que la carta de Ahmadineyad sea la primera de un presidente iraní al de Estados
Unidos desde 1980 se ha de tener en cuenta. No tiene un tono de reto, sino
aleccionador. No habla del contencioso nuclear. Y apela a los conocidos
sentimientos religiosos de Bush. Le cita a Jesucristo y los profetas, para que
se una en la obediencia al Dios Todopoderoso, curiosamente como alternativa a la
ideología de la democracia liberal. Al tiempo que le reconviene por la
intervención en Iraq y advierte contra la existencia del Estado de Israel. ¿Es
la invitación elíptica de un fanático iluminado a buscar una solución? ¿La
manera de hacerlo sin perder la faz y al mismo tiempo dando satisfacción a los
muchos iraníes, incluso del régimen, que no quieren un enfrentamiento?
El discurso de Putin tiene otro talante. El del frío realismo del presidente de
un inmenso Estado euroasiático, gran potencia nuclear y dotada de recursos para
serlo en el campo económico. Indirectamente, se refería a lo que Rusia debe
recuperar de la URSS: el equilibrio militar con Estados Unidos.
Si Ahmadineyad habló de Dios y los profetas, Putin recurrió a la parábola del
"amigo lobo (EE. UU.) que se lo quiere comer todo y come sin escuchar a nadie",
y en consecuencia, "obliga a fortalecer la propia casa". Aludía así a la
influencia occidental en antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso y del
Báltico.
Putin se refería indirectamente a la reciente visita de Cheney a Vilnius, donde
el secretario de Estado norteamericano se reunió con los presidentes de los
estados anteriormente citados, ante los que criticó la falta de democracia en
una Rusia que chantajea con la exportación de petróleo y gas. El déficit
democrático es visible en Rusia. De forma explícita, en Irán.
Ahmadineyad no tiene ningún escrúpulo en dar la democracia liberal por acabada.
Putin dice que se propone levantar económica y socialmente a su país pero sin
repetir los errores de la guerra fría, mensaje tranquilizador dirigido a los
occidentales. El presidente iraní usa el lenguaje de la revolución islámica. El
Estado teocrático como medio de salvación y fortalecimiento. El presidente ruso
viene a decir que primero hay que devolver al país su poder, su salud social y
económica, para después, se supone, entregarle la plena disposición de su
destino como democracia de pleno ejercicio y autenticidad.
Rusia no se puede comparar con Irán. Pero en los mensajes de los respectivos
presidentes, a distintos niveles, va la comprobación de que se está produciendo
una significativa remodelación en la relación de fuerzas mundial. Aparece en
diversas latitudes el impulso a abrirse camino contra la invasora preponderancia
estadounidense, aprovechando que ésta da signos de estar perdiendo fuelle. Pero
sin apretar. China se da prisa para alcanzar a Estados Unidos como potencia
económica, sin descuidar la fuerza militar y, por tanto, su presencia política.
India sigue los mismos pasos. Por ahora lo hacen sin alardear. Procura el
extraño régimen comunista de mercado chino no levantar excesivas prevenciones.
La India democrática incluso es receptiva a acercamientos con Estados Unidos.
Rusia, por su parte, como euroasiática que es, consigue acuerdos con China en
los cuales participan antiguas repúblicas soviéticas islámicas. Pero no quiere
perder la condición de miembro del G-8, grupo que le toca presidir en la reunión
de julio en San Petersburgo.
Este emerger de potencias que abre brechas cada vez mayores en la mundialización
de signo norteamericano va paralelo o se entrecruza con ambiciones de potencias
regionales o reivindicaciones nacionales ideológicas y de signo social o étnico.
Ocurre lo primero en el Irán de la revolución islámica. Lo segundo, en Venezuela
y Bolivia. En ambos casos con las reservas energéticas mundiales como amenaza
generalizada en algo absolutamente vital para Estados Unidos y Europa, pero
también para una China y una India que necesitarán absorber petróleo y gas en
cantidades enormes. El mismo Putin puede levantar la voz, porque Rusia dispone
de enormes reservas de hidrocarburos de las que Europa depende.
Ni Rusia ni China están dispuestas a aceptar las duras medidas de retorsión que
Bush quisiera aplicar contra Irán si no cede en la cuestión nuclear. Moscú,
porque precisamente participa allí en el desarrollo de las instalaciones de tal
fuente de energía. China porque tiene necesidad creciente de petróleo iraní. Y
ambos estados porque no desean enajenarse posibilidades en una zona de tanto
interés económico y estratégico a favor de la primacía estadounidense. Aunque ni
Pekín ni Moscú quisieran tampoco contrariar de manera frontal a EE. UU.
Mientras, la Unión Europea asiste a esta recomposición de equilibrios mundiales
con un papel manifiestamente discreto.