UCRANIA, OPORTUNIDAD Y RIESGO

 

 Artículo de CARLOS NADAL   en “La Vanguardia” del  05/12/2004

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


De pronto las multitudes se echan a la calle. Invaden avenidas, calles, plazas; se concentran frente a las sedes del Parlamento, de la presidencia, de la jefatura del Gobierno. Yaguantan. Con temperaturas bajo cero, nevando. Pero aguantan un día y otro y otro. Hasta diez o doce, o más. Sin muestras de ira, de irritación, sin violencia. Pero allí están. Simplemente dicen "basta". Durante años han soportado el secuestro del poder por quien se ha servido de él con pocos escrúpulos, con apropiación patrimonial. Pero llega un momento en que el engaño está demasiado a la vista, el fraude es excesivamente descarado. Y se agota la paciencia. Lo estamos viendo actualmente en Ucrania.

Y vienen a la mente, inevitablemente, recuerdos de situaciones parecidas. Las revoluciones de terciopelo que derribaron sin agresividad los regímenes comunistas del este de Europa; o la revolución de las rosas del año pasado en Georgia.

En el primer caso se trataba de países anteriormente satelizados por la URSS. En el segundo, de una república que había sido parte integrante de ésta durante casi setenta años. E incluso mucho antes, como territorio del imperio zarista.

La Alemania Oriental, Polonia, Hungría o la entonces Checoslovaquia se quitaron así de encima el régimen de socialismo real impuesto por la poderosa vecina Unión Soviética. La Georgia de que se trata aquí llegó mediante otra trayectoria a la revuelta pacífica del 2003. Era el resultado, en cierto modo tardío, de la desintegración de la URSS en los primeros años noventa. De aquella federación de repúblicas socialistas soviéticas que se derrumbó, sin que nadie la empujara, con la prontitud y la facilidad pasmosa de un castillo de naipes.

Yen Ucrania ocurre algo parecido. La revolución naranja, también llamada de los castaños, no se produce para separarse de Rusia -de la que se independizó ya hace trece años- sino para limpiar las escorias que la secesión dejó intactas. Es decir, la inercia de la pervivencia en el poder de quienes estuvieron investidos de jerarquía y mando en el régimen soviético, su prepotencia y abusos. Y con la voluntad de que la soberanía obtenida no sea más nominal que real a causa de la interferencia de Rusia. De una Rusia donde Putin mueve las piezas para recuperar la influencia en los estados que fueron repúblicas de la URSS, enmarcados luego en la estructura de la CEI.

Desde Moscú tuvieron que aceptar la secesión de la republicas bálticas, de las caucásicas y las de población de origen islámico preasiáticas. E incluso de dos que tradicionalmente casi se identificaban con la misma Rusia: Bielorrusia y Ucrania. Es lo que en Rusia consideran "el extranjero próximo", sobre el que los gobernantes de Moscú, ya Yeltsin en su día, y más todavía Putin, alegan algo así como un derecho histórico de mantener unas relaciones preferentes que en realidad se entienden como el derecho ruso de supervisión e interferencia. Era esto lo que se planteaba en Georgia. Y lo que aparece más agudizado, actualmente, en Ucrania.

Rafael Poch, durante tantos años corresponsal de excepción de La Vanguardia en Moscú, actualmente en Pekín, conocedor a fondo de lo que fue la URSS y su desintegración, escribe en su excelente libro La gran transición:"Más que a un imperio tradicional, la URSS se parecía a una gran pensión felliniana, una casa antes suntuosa (...) socializada y adjudicada a toda una serie de inquilinos que compartían cocina y baño. En esta komunalka no hubo una revuelta de inquilinos, sino que sucedió lo más insólito: el cancerbero, la autoridad que garantizaba un orden indiscutible, comenzó a abdicar de su cometido". No hubo, pues, revolución de terciopelo propiamente dicha. La casa se quedó sin tejado y se vino abajo.

Las consecuencias de este hecho fueron de distintos órdenes. En gran medida la revuelta de los inquilinos fue encabezada por quienes detentaban su poder en cada nacionalidad, aprovechando su condición de delegados del cancerbero. Ellos se atribuyeron y distribuyeron el poder político y los grandes recursos económicos. Por otra parte, muchos de los inquilinos no tenían muy clara una identidad que se veían obligados a asumir con rapidez, cortando muy antiguos lazos que les unían a Rusia y que el régimen soviético estrechó más aún al promover cambios sociales, económicos e ideológicos radicales de efecto igualitario. Tratándose de Ucrania esto es particularmente notorio. Kiev fue la cuna de Rusia. Y los siglos de vida en común crearon una indiscutible identificación. Había evidentemente un cierto sentido de identidad, digamos nacional. Algo de esto, muy poco, salió a la luz a raíz de la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Por esto Stalin dijo, con su humor tenebroso, aquello de que a los ucranianos tenía que haberlos deportado a todos, como ASTROMUJOFF había hecho con tátaros, chechenos, ingushes, kalmucos, balkarios o lituanos.Yel mismo dictador impuso aquella falacia de que Ucrania y Bielorrusia tuvieran representación diplomática en la ONU para disponer de más votos en su asamblea.

Stalin componía y descomponía nacionalidades. Agregaba o segregaba territorios, trasladaba poblaciones en masa y propició la emigración interna de rusos a los diversos territorios de la URSS. Por esto se puede hablar de dos Ucranias. La de población originariamente rusa y la más propiamente ucraniana. Un este más ruso parlante y un oeste de lengua ucraniana. El primero más rusófilo y de sustrato religioso ortodoxo y el segundo confesionalmente uniata, es decir, católico de rito bizantino.

Sobre esta base, ¿quiénes tienen razón?, ¿los portadores de las banderas de color na-ranja o los que las enarbolan azules y blancas? Evidentemente, no es como para simplificar. La amplitud real del bilingüismo da la pauta para eludir esquematismos de identidad. Y en este sentido junto con los peligros de que se quiera tensar demasiado las diferencias existen motivos para congratularse de que unos y otros hasta ahora hayan evitado sabiamente los choques violentos; que haya predisposición al diálogo; que el ejército no aparezca en las calles y las fuerzas del orden se repartan entre unidades que confraternizan con los manifestantes y otras que se mantienen expectantes, prudentes.

Es buena la exigencia de limpieza en el curso electoral, reclamar respeto a la voluntad mayoritaria. Pero siempre que no se pretendan conclusiones maximalistas y excluyentes en el sentido de querer imponer o bien la subordinación a Rusia o bien una ruptura tajante con ella, que iría contra una larga realidad histórica y actual. Ucrania mira por un lado a Europa, la unida, la ampliada hacia el este. Pero por el otro, lo hace en dirección a Rusia. Por esto ha sido tan oportuna la rapidez con que Solana, en representación de la UE, junto con los presidentes de Polonia y Lituania, ha acudido a mediar entre las partes en disputa. Y sería bueno que Putin no rompiera la aportación inicial en este sentido.

La descomposición de la URSS y del que fue bloque comunista del este ya ha dado ocasión a demasiados dramas como los de la antigua Yugoslavia o los conflictos de Georgia, Moldavia, la guerra armenio-azerí por la región de Nagorno-Karabaj o el escándalo de Chechenia. Deben prevalecer polivalencias, vehículos de interconexión y no afinidades incompatibles entre sí. Pero ahí entra en juego en última instancia el choque, y al mismo tiempo la confluencia, de intereses entre la Rusia celosa de restablecer su grandeza demediada y la superpotencia norteamericana con miras cada vez más ambiciosas.