COMUNIDAD EUROATLÁNTICA

 

 Artículo de ANA PALACIO  en “El País” del 19/11/2004

 

Ana Palacio es presidenta de la Comisión Mixta del Congreso y del Senado para la Unión Europea.

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

La reciente victoria electoral del presidente Bush abre, o mejor dicho, debiera abrir, un nuevo capítulo en la relación entre la Unión Europea y los Estados Unidos, propiciando una discusión realista y constructiva sobre los fundamentos de la Política Exterior y de Seguridad Común y la Defensa europea, íntimamente ligada, por cierto, al debate de la incipiente identidad europea que constituyó el trasfondo de la Convención y la Conferencia Intergubernamental, avivado por la crisis de Irak. Y esta afirmación cobra tanta más actualidad cuanto distintas voces, que parecen no haber superado la resaca electoral del pasado día 2, se solazan en el espejismo, reclamando sin ambages una Europa contrapeso o contrapoder frente a la hegemonía de los Estados Unidos.

Lo cierto es que la propia identidad se construye en gran medida por contraste con "el otro". Es éste, así, un debate tan intraeuropeo cuanto trasatlántico sobre nuestra vocación en el mundo, que hoy no puede entenderse sin abordar la tendencia, presente en ambos lados del Atlántico y suscrita con ahínco por algunos de los más prestigiosos medios de comunicación, a sugerir un distanciamiento creciente entre europeos y norteamericanos, y analizarlo con delectación.

Sin embargo, los indicadores sociales nos describen una realidad distinta. Los flujos de capital, servicios, inversiones, personas o ideas subrayan que nuestras sociedades no sólo no se alejan, sino que las relaciones son cada día más tupidas. Los últimos años marcan uno de los periodos más intensos de integración de la comunidad euroatlántica. La cooperación en ámbitos como la inteligencia y la policía no han dejado de progresar. No es exagerado afirmar que Estados Unidos y la Unión Europea constituyen, hoy, la más potente asociación comercial del mundo, cimentada en el intercambio de más de dos billones de euros diarios en mercancías y servicios. La Unión Europea compone con los Estados Unidos, de lejos, la más importante red bilateral de inversiones cruzadas; esto es, las compañías europeas y americanas invierten recíprocamente más que en ninguna otra área del planeta. Resulta, así, sorprendente que estas cifras se pierdan en las controversias de los plátanos o el acero, que, sumadas, representan menos del 1% de la actividad económica transatlántica.

Por otra parte, cierto es que mantenemos diferencias de calado que afectan a principios y valores, como la pena de muerte, el Protocolo de Kioto, el Tribunal Penal Internacional o la visión de los foros multilaterales. Pero estas diferencias no son nuevas y nunca, hasta hoy, se han esgrimido para argumentar la incompatibilidad de Europa y los Estados Unidos. La realidad es otra. La realidad es que la principal brecha transatlántica se sitúa en el ámbito de la percepción de la seguridad.

En efecto, durante buena parte del siglo XX, la simbolización de la seguridad europea se ordenaba en torno a una línea de puntos trazada de norte a sur sobre el mapa del Viejo Continente: a la derecha, los iconos representativos de las fuerzas del Pacto de Varsovia -aviones, carros de combate, fusiles, barcos y submarinos, rojos-; enfrente, en azul, los correspondientes a la OTAN percibidos en su conjunto -gracias esencialmente al compromiso de nuestro aliado norteamericano- como reflejo de nuestra superioridad. La seguridad -concepto indisolublemente unido al de defensa- se orientaba, así, desde una comunidad euroatlántica indiscutida hacia un enemigo exterior perfectamente identificado, y se declinaba, en última instancia, sobre la amenaza de la destrucción mutua asegurada y el respeto, en ambos campos de la guerra fría, de algunas reglas primordiales.

Hoy, superado el espejismo de "fin de la Historia" experimentado por tantos europeos tras la Revolución de la Libertad que derribó el muro de Berlín, la percepción de las nuevas amenazas y la forma de combatirlas enfrenta dos visiones distintas del proceso configurador del mundo que estamos alumbrando. Por una parte, la visión que prima el derribo del telón de acero; por otra, la que se construye frente al terrorismo como amenaza existencial global, caracterizada por su objetivo de destrucción total de las señas de identidad de la sociedad abierta, de Occidente, y cuya única regla es no respetar ninguna.

Así, para muchos en esta ribera atlántica, el acontecimiento esencial a la hora de definir la política exterior y de seguridad sigue siendo el derribo del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y el colapso subsiguiente de la Unión Soviética y el comunismo europeo. En los Estados Unidos, si bien el 9 de noviembre transformó la política exterior de la década de los noventa, en la conciencia pública de allá, los atentados terroristas del 11 de septiembre abrieron una etapa distinta. Hoy, Estados Unidos está en guerra contra el terrorismo, mientras desde varias capitales europeas se predica la lucha contra el terrorismo con planteamientos equivalentes a la lucha contra el tráfico de drogas o la inmigración ilegal; y la nueva Constitución consagra, en su artículo I.43, la cláusula de solidaridad en caso de atentado o amenaza terrorista en estricto pie de igualdad con la solidaridad en caso de catástrofes naturales o creadas por la mano del hombre -es decir, el 11 de septiembre con idéntico enfoque al último huracán que asoló Florida, algo incomprensible de aquel lado del Atlántico-. Nuestros aliados perciben la amenaza existencial global del terrorismo; los europeos abordan mayoritariamente la cuestión del terrorismo desde la perspectiva de una lacra que hay que combatir. Ellos están en guerra, nosotros luchamos. Son, pues, dos aproximaciones a las circunstancias que configuran nuestra realidad radicalmente distintas. Porque desde la perspectiva del 9 de noviembre, destacan las posibilidades a desarrollar a través de la cooperación (no deja de ser reveladora la arquitectura del Documento de Estrategia de Seguridad Europea de diciembre pasado). Por el contrario, el mundo del 11 de septiembre es un mundo de peligros emergentes frente a los que, en determinadas circunstancias, la cooperación se revela totalmente ineficaz y no es posible sustraerse al principio general de que todo orden legal reposa en última instancia en la amenaza creíble del uso de la fuerza. Y para ser creíble hay que estar dispuestos a utilizarla.En una imagen simplificadora, los europeos pretendemos luchar contra el terrorismo con el Código Penal en una mano y la Ley de Procedimiento en la otra. Mientras, nuestros aliados parecen inclinarse por una visión 'sin cuartel' de la guerra que han emprendido. Guantánamo ejemplifica esta divergencia. Guantánamo, gravísimo error de los Estados Unidos denunciado unánimemente por los europeos. Guantánamo, cuyos tribunales de excepción han sido declarados ilegales, hace pocos días, por el sistema judicial federal -Estados Unidos es un Estado de derecho en tantos aspectos modélico-, es un síntoma de la necesidad de adaptación del marco jurídico internacional, que no responde a la realidad del mundo bajo la amenaza terrorista. Pero necesidad de adaptación no equivale a legitimidad para ignorarlo. En tanto no culminemos esta urgente reforma, la legalidad internacional nos vincula a todos. Vivimos, pues, en cierta medida en tiempos históricos distintos. Y esta confrontación se agrava con brotes antiamericanos, a menudo bajo el disfraz anti-Bush, de los que hemos tenido abrumadores ejemplos en la reciente noche electoral. Esto no puede ser. Y tanto en la agenda de la nueva Administración Bush cuanto en la de la nueva Comisión, el Consejo Europeo y las distintas capitales, debe establecerse como prioridad el enderezar la situación. Porque, sin dejar de reconocer estas diferencias, es mucho más lo que nos une, la sustancia misma de nuestro proyecto social. Porque nuestra prosperidad y nuestra seguridad están íntimamente ligadas a las de nuestros aliados, y una relación transatlántica debilitada nos hará, sin duda, menos prósperos, menos seguros y menos capaces de promover tanto nuestros intereses, que son mayoritariamente concurrentes, como los ideales de libertad y democracia que compartimos.