CAE LA TARDE EN CRACOVIA

 

 Artículo de Valentí Puig, Escritor,  en “ABC” del 05.05.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

UN atardecer frágil pone sombras a la estatua de Adam Mickiewicz en la Plaza Mayor del Mercado de Cracovia mientras la ciudad tiene sus últimos resplandores, revestida con la noble armadura de un pasado que la trasciende a pesar de los estragos de banalidad contemporánea. Fue lo primero que hicieron los nazis al entrar en Cracovia: derribar la estatua de Mickiewicz, el poeta nacional polaco. La literatura hoy no importa tanto. Hay tanta belleza y armonía en Cracovia, pero proceden del pasado. En este nuevo siglo hay escasa voluntad de belleza, como consecuencia del siglo anterior, cuando la pintura destruyó toda forma de belleza, o más bien la idea misma de la belleza, como dijo el pintor Balthus. Deducía que el fin de la belleza equivale al fin del pensamiento. Otros valores de la humanidad naufragaron hace años, a poco más de una hora de Cracovia, en las cámaras de gas de Auschwitz.

Siempre a merced de invasores y particiones, Cracovia -ciudad crucial de la Europa perenne- fue parte principal del experimento ario. El escritor Stanislaw Witkiewicz lo sabía desde mucho antes y no esperó la llegada de los bárbaros. Se suicidó mientras los ejércitos alemán y soviético se aproximaban, llevados en volandas por la trágica desfachatez del pacto germano-soviético de no agresión, rubricado por Molotov -apadrinador de un famoso cóctel- y por Ribbentrop, jefe de ventas de un champán vulgar. El estrambótico Witckiewicz, tan crítico con la burguesía de entreguerras, no quiso ver cómo el igualitarismo nazi destruía la individualidad. Su literatura catastrofista sólo había insinuado las potencialidades del mal. En la novela «Insaciabilidad» imaginó un futuro en el que una débil Europa sufría la inminencia de ser invadida por la China comunista. Ante tal amenaza, «la idea del Estado como tal -y la de las demás ilusiones que de ella dimanaban- había dejado de ser desde hacía mucho tiempo un motor suficiente para inclinar a los sacrificios hasta los más sencillos y para la renuncia a la marranería individual». Era una Europa que -según Witckiewicz- iba hacia la aniquilación y la hegemonía de los demonios igualitarios.

Las nuevas masas de Hitler quisieron reinstituir Cracovia en un lugar de la utopía nazi. La población fue diezmada o enviada a campos de trabajo; los judíos, exterminados; la Universidad en bloque, brutalizada; el museo nacional, convertido en casino para las SS; la mejor pintura, a manos de Goering; la Plaza Mayor, plaza Adolfo Hitler. De todos modos, Cracovia sigue ahí, después de haber padecido la tenaza entre Hitler y Stalin. Las grandes fortalezas ideológicas del siglo XX se desmoronaron, sin tan siquiera dar margen a la yedra.

La reciente configuración de una mayoría de gobierno en Polonia ha recurrido a la mezcolanza de lo más dispar, sumándose al partido gobernante -Ley y Justicia, en manos de los hermanos Kaczynski- uno de los grupos políticos de populismo más exacerbado, Defensa Propia, liderado con Lepper, cuyo currículo en materia de demagogia es de notable grosor. El acuerdo no está bien cerrado por lo que ha generado disidencias en los escaños de Ley y Justicia. El fulanismo tiñe de resquemores la política polaca, del mismo modo que lastra la vida intelectual en la posdisidencia. Otro tinte es la construcción de una Unión Europea como enemigo externo. Orgullosa y agitada Polonia. A pesar de los pesares, la Polonia «infelix» está hoy en la Unión Europea y en la OTAN. Incluso a contrapelo de lo que luego resulta en las urnas, su ciudadanía opta todos los días por un sistema de vida política que genere libertad y crecimiento económico. Opta por el día en que a la vieja Polonia le revienten las costuras.

Al mismo tiempo, la Polonia política no es ajena a la marejada de «patriotismo económico» que ha aparecido en forma de herpes en pleno rostro de la Unión Europea. A tanta distancia de Maastricht, la Unión Europea -con su Tratado Constitucional en el desván- pervive en los escalofríos del miedo al terror islamista, recela ante la inmigración y ve en la globalización el fantasma que no quiso ver en el expansionismo soviético. Entre la guerra de Irak y la crisis de Irán, Europa agita sus temores mientras Asia acumula energías al modo de una turbina imparable. Sin lideratos consistentes, sin horizontes claros, calada hasta los huesos por un hedonismo de todo a cien, Europa espera algo.

No es, precisamente, un momento para utopías sino hora de recuperar la gran tarea que Ortega reclamaba para Europa, «la construcción de una civilización que parta expresa y formalmente de las negatividades humanas, de sus inexorables limitaciones, y en ellas se apoye para existir en plenitud». Esa es, en el fondo, la exigencia de una reforma intelectual y moral de Europa. La actual crisis de la conciencia europea lo requiere. No es una antítesis que ese empeño haya de comenzar a la vez por el realismo histórico y por un reencuentro con los valores.

La jarana poselectoral en Italia, la turbiedad manifiesta en la política francesa o el declive de Tony Blair son indicios significativos de una postergación del espíritu público. Angela Merkel brega con los resultados de una elección sin ganador unívoco. La política en la Europa de hoy es de vuelo muy bajo. Si como mínimo fuera pragmática, las reformas económicas necesarias -como la del mercado de trabajo, por ejemplo- ya habrían sido acometidas con tacto y gradualismo, pero lo que tenemos es una morosidad, una inercia, un desequilibrio entre Estado y mercado. Europa parece estar viviendo por encima de sus posibilidades, entre la nostalgia y la irritación ante todo lo que cueste un esfuerzo. Europa alicorta, demediada, un poco ingobernable.

Tampoco España está en el mejor de sus afanes europeos, en manos de un gobierno que parece querer retirarse de los ámbitos de proyección adulta -la cancha europea, la trama atlantista- prefiriendo opciones simbólicas o gestuales como la Alianza de las Civilizaciones o la empatía adolescente con el eje La Habana-Caracas-La Paz. La fase es de fragilidad general. Europa como relato precisa de un nuevo capítulo, de Cracovia a Madrid. Es una crisis de confianza que agota y enerva. Aunque suene a pomposo, lo postulable es una reforma intelectual y moral de Europa.