VIVIR SOBRE UN VOLCÁN
Artículo de Michel Rocard, Ex Primer Ministro de Francia y Diputado Socialista del Parlamento Europeo, en “ABC” del 18.11.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo siguiente para incluirlo en este sitio web (L. B.-B.)
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Mientras escribo esto, en los suburbios de París y otras ciudades francesas hay
violentos choques con la Policía desde hace dos semanas y se han incendiado
automóviles al ritmo de casi mil cada noche. ¿Por qué está sucediendo eso?
¿Hasta cuándo puede durar?
La existencia de miles de jóvenes desempleados, sin ingresos ni raíces, ociosos
y capaces sólo de ejercer la violencia para expresar su búsqueda del
reconocimiento, no es algo particularmente francés. Todo el mundo recuerda los
disturbios de Watts, Newark y Detroit en los Estados Unidos en el decenio de
1960, y los que hubo en Liverpool, en el Reino Unido, a principios del decenio
de 1980, como también en Bradford, Oldham y Burnley en años recientes. Asimismo,
Francia presenció disturbios en Vaux-en-Velin, cerca de Lyón, hace veinte años.
De modo que es importante distinguir lo que es común a muchos países
desarrollados y lo que es específico de Francia.
Todas las economías desarrolladas han experimentado cambios profundos en los
treinta últimos años. Hemos pasado del capitalismo de los gerentes al de los
accionistas, de economías con grandes dosis de dirección estatal a mercados
mucho menos regulados, de las políticas sociales activas y expansivas de los
decenios de 1960 y 1970 a un mundo en el que esa clase de gasto se reduce
constantemente.
Aunque la riqueza ha ido aumentando constantemente -el PIB se ha más que
duplicado en los cincuenta últimos años- y millones de ricos se han vuelto más
ricos, el porcentaje del total correspondiente a los salarios ha disminuido en
un 10 por ciento. La consecuencia de ello en todas partes ha sido un
empobrecimiento a gran escala de la parte menos favorecida de la población. En
los países ricos, la pobreza en masa, que parecía haber sido eliminada en torno
a 1980, ha reaparecido. El acceso a la buena educación y, más aún, al mercado
laboral va quedando cada vez más restringido para muchos jóvenes, en particular
los que proceden de familias pobres o con uno solo de los padres, o cuya lengua
o religión son de una minoría étnica.
Esas personas se sienten rechazadas y sin reconocimiento. «Como quieren
quebrarnos, quebraremos todo» es el lema que mejor expresa su estado de ánimo.
Hay reservas incalculables de violencia social en todas nuestras tierras.
Pero sobre ese fondo compartido, Francia presenta algunos importantes rasgos
distintivos. En primer lugar, la demografía: durante los cincuenta últimos años,
Francia ha tenido unas tasas de fecundidad mayores que las del resto de Europa:
1,9 hijos por mujer, frente a la media europea de 1,6 y las tasas alemana y
española de 1,3. En Alemania, cada generación que entra en el mercado laboral es
menor que la que ya está en él. En cambio, en Francia entre 200.000 y 300.000
personas más entran en el mercado laboral que las que lo abandonan en cada
generación... y en esas cifras no va incluida la inmigración, que, aunque
recientemente se ha reducido, representa un gran número de buscadores de empleo.
Como las tasas de crecimiento económico han disminuido, ha habido un aumento del
desempleo. Además, está la geografía: la concentración urbana en masa de Francia
en torno a la capital -París y sus suburbios representan casi el 20 por ciento
de la población- es excepcional en Europa. El propio número de jóvenes confusos
y desorientados ha superado la capacidad del sistema francés para integrarlos...
pese a que su capacidad a ese respecto es impresionante.
De hecho, Francia ha abierto su sistema educativo público en un grado
extraordinario, en el que se han denegado todos los derechos de grupo a las
minorías, pero se han afirmado vigorosamente los derechos personales, incluido
el acceso pleno a todos los servicios sociales, independientemente de su lengua,
religión o color de piel. El sistema está resquebrajándose, pero sólo por los
límites de su capacidad de absorción, no por sus principios fundamentales.
En esas circunstancias, todos los políticos franceses han sabido durante los
veinte últimos años que Francia ha estado viviendo con un riesgo en aumento de
que los incidentes aislados se amalgamaran en una masa de violencia. Así, pues,
la tarea de los asistentes sociales y de la Policía consiste en intentar
resolver -rápida y discretamente- cada uno de los incidentes para apagar la
rebelión.
También hace veinte años -desde que un informe no partidista de un grupo de
alcaldes de grandes ciudades pertenecientes a todos los partidos políticos
acordó por unanimidad las medidas que se debían adoptar- que se sabe
perfectamente lo que se debe hacer: represión eficiente, prevención social muy
desarrollada, presencia permanente de la Policía local y nuevos intentos de
reintegración de los delincuentes.
La dificultad a la hora de aplicar esa política ha consistido en que sus
aspectos preventivos -apoyo social y reintegración de los delincuentes- parecen
«débiles con la delincuencia» y excesivamente generosos a la aterrada población
que vive en las zonas afectadas, pero durante los tres últimos años Francia ha
tenido un Gobierno que ha dejado de creer que una política urbana socialmente
orientada funcione. Sólo cree en la represión y lo dice a las claras. A
consecuencia de ello, se han reducido las fuerzas de Policía local de 20.000 a
11.000, mientras que se ha reforzado la Policía nacional antidisturbios (CRS).
Francia está experimentando ahora una demostración práctica de esa política
demencial y totalmente ineficiente, en la que el ministro del Interior, Nicolas
Sarkozy, ofreció una ilustración elocuente de la nueva orientación, al calificar
a los jóvenes rebeldes de «escoria». Fue la proverbial cerilla arrojada por un
fumador descuidado en un bosque agostado. Los jóvenes respondieron con creces a
la provocación de Sarkozy.
Ahora el riesgo principal es el de que los acontecimientos habidos en los
suburbios de grandes ciudades francesas sirvan de ejemplo -ya sea en las zonas
menos urbanas de Francia o en otros países europeos- a otros jóvenes que se
sienten socialmente excluidos y tal vez sean igualmente propensos a los
estallidos violentos. La resolución de los problemas que subyacen a la rebelión
francesa requerirá tiempo, discreción, respeto mutuo, trabajo social y policíaco
comunitario -en lugar de un planteamiento centralizado y represivo- y mucho
dinero, pero Francia no es en modo alguno el único país que debe estar
preocupado.