UN ANIVERSARIO TRASCENDENTAL
Artículo de Luis Suárez Fernández, de la Real Academia de la Historia, en
“ABC” del 25.08.06
Por su
interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en
este sitio web.
El formateado es mío.
Y con un muy breve comentario intercalado:
A PUNTO DE SINTESIS (L. B.-B., 25-8-06)
... En el verano del 306
Constantino, aclamado por los suyos -su poder viene de abajo y no de arriba-
reconocido en todo el Occidente, la futura Europa, toma una decisión que dura
siglos: suspender la persecución y aceptar la libertad religiosa...
El libro de Dan Brown, llevado al cine, con amplia recaudación y
movilización de fondos, ha puesto en marcha una nueva leyenda, entre las muchas
que se han venido acumulando en torno al emperador Constantino, cuyo nombre ha
sido borrado del mapa al sustituirlo por el de la «Sublime Puerta». Y, sin
embargo, ahora que acaban de cumplirse mil setecientos años de su proclamación
como augusto de las cuatro naciones de Occidente, entre ellas Hispania, que
iniciaba entonces su andadura como nación, reivindicando la herencia romana y
no otra alguna, parece oportuno que los historiadores fijemos la vista en esta
efeméride, pues de ella se derivaron consecuencias trascendentales para los
europeos. Roma había llegado a dominar el ecúmene, haciendo de él un «mar
nuestro» rodeado de tierras, recogiendo además el patrimonio de una concepción del ser humano
como persona, en términos de derecho, y no como individuo. Pero este avance, que
permitía descubrir la existencia de un primer Motor, Causa del Universo,
haciendo de éste una criatura, venía señalado también por profundas divisiones.
El «helenismo», como recordaría años más tarde el emperador
Juliano al abandonar el cristianismo, había hecho progresos increíbles en el
campo de la ciencia y del conocimiento de la persona humana, pero tropezaba con
un obstáculo al parecer insalvable: encerraba al ser humano en una inmanencia
radical, de la que no parecía haber otro medio de fuga que el de aceptar o
rechazar abiertamente el placer; pues el mundo se encuentra ligado a un
mecanismo que convierte a la existencia prácticamente en una angustia entre dos
nadas.
El «cristianismo» que recogía la herencia bíblica, ese salto en el tiempo como
habría de recordarnos Jaspers al término de la Segunda Guerra mundial, afirmaba
que, por ser Jesús Dios y Hombre, esa misma persona humana se trasciende a sí misma con una capacidad
de amor hacia el mundo creado, hacia el prójimo y, en definitiva, hacia Dios,
que es Trascendencia absoluta.
Muchas novelas y, después, películas del modelo «peplum» nos han inducido a error, como si el Imperio,
durante doscientos cincuenta años, hubiese perseguido tenaz y cruelmente a los
cristianos, montando espectáculos cooperadores de los que se desarrollaban en
el circo máximo o en otros lugares semejantes. Conviene decir que, en ese gran
monumento romano que aún sirve de meta a los turistas, nunca se produjeron
cosas semejantes. Podríamos explicar la situación en otros términos. Roma dudó:
el cristianismo aparecía sin duda como un gran peligro, una necesidad de cambio
o una puerta que era necesario abrir para poder entender el humanismo que los
helenistas preconizaban. Por eso había alternancias: momentos de dura y
terrible persecución, a veces limitada a ciertas regiones, sucedidos por otros
acordes con el consejo de Trajano a Plinio el Joven: procura no enterarte y así
no tendrás que perseguir. El propio Diocleciano, a
quien Constantino venía a suceder, vaciló durante la mayor parte de su gobierno
y vino a ceder por las presiones de Galerio, un
tradicionalista que quería anclarse en el tiempo y desarraigar las novedades.
Comenzó la sistemática persecución, destinada a desarraigar el cristianismo. Y
fracasó, como todos los totalitarismos que, hasta nuestros días, han intentado
algo semejante.
En el verano del 306 Constantino, aclamado por los suyos -su poder
viene de abajo y no de arriba- y reconocido en todo el Occidente, la futura
Europa, toma una decisión que dura siglos: suspender la persecución y aceptar
la libertad religiosa. Los obispos de Hispania, la más madura de todas las
naciones de Occidente, aprovechan la nueva oportunidad para celebrar un
Concilio en Iliberris, fijando bien las dimensiones
de su fe. Importa mucho señalar, frente a las tonterías que se divulgan, que ya
entonces la divinidad de Cristo, perfecto hombre, estaba en la base de partida
para el reconocimiento de la persona. Galerio
aprendió la lección y fue él quien, el 311, promulgó ese texto que hemos
confundido con el edicto de Milán, declarando al cristianismo religión lícita.
No, señor Dan Brown, no siga aprovechándose de la estulticia de muchas personas
para contar mentiras. Ni las liebres corren el mar ni las sardinas trepan por
el monte. Y quien se vale de la credulidad o ignorancia para hacer fortuna,
causa, acaso sin pretenderlo, un daño irreparable.
Pues ahí está la clave. Hace mil setecientos años, al reunirse
Constantino y Licinio en Milán, para trazar el futuro, se puso la primera
piedra del edificio europeo, aquel que ahora muchos pretenden derrumbar
arrancando una a una las piedras que se emplearon. Fue entonces cuando se atisbó la idea clave de la europeidad,
libertad religiosa, que iba a permitir crear la síntesis definitiva entre esas
tres grandes contribuciones al patrimonio europeo: el antropocentrismo
helénico, el ius romano y la calidad de la persona
humana capaz de trascenderse, que aportaba el cristianismo de raíz judía. Cuando en 1947 los
fundadores de la nueva Europa, Schuman, De Gasperi, Adenauer -y ahora lo ha recordado la señora Merkel- pusieron en marcha la nueva etapa, estaban pensando
en esto y no en nacionalismos ni en estructuras económicas. Había que rectificar
errores: los derechos humanos no son el resultado de una opción o de un consenso,
pues forman parte de la naturaleza humana. Y se edifican sobre tres piedras
clave: vida, libertad y propiedad. La aceptación de esto, pese a los muchos desvíos y abandonos que
hemos de registrar, permitió a Europa emprender un camino que la colocaría por
delante de todas las culturas. (COMENTARIO INTERCALADO: porque son las
condiciones, propias de su naturaleza, que propulsan a la Humanidad al
ascenso espiritual. Pero falta una referencia a la Ilustración, que
comienza a hacer compatibles la razón individual, el derecho y el
misterio de la trascendencia. QUIZA ESTEMOS A PUNTO DE FINALIZAR LA SINTESIS AHORA, OJALA QUE SIN GUERRA
(L. B.-B., 25-8-06).
Esto debemos conmemorar ahora, diecisiete siglos después. Aquel
gesto de Constantino, hijo de una cristiana, Helena, que desde aquel instante
superaba las deficiencias jurídicas de su condición resultó decisivo. Tal vez
no se daba mucha cuenta de lo que hacía. Por eso dos decenios más tarde, pidió a su amigo Osio que le
ayudara a hacer de la comunidad cristiana una sólida unidad de pensamiento y
doctrina, que no permitiera dudas. En el tramo final de su existencia tomó la
decisión lógica: si yo descubro en mi mundo en torno una fuerza superior e
indudable, no puedo tolerarla, sino que debo amarla. Y por eso se bautizó.
Estaba construyendo un futuro. El Imperio, en su parte oriental, la más
cristiana, iba a durar todavía más de un milenio. Una lección, no cabe duda,
que nada tiene que ver con ese retorno a la magia y a la leyenda fantástica que
ahora nos quieren introducir en vez de la verdad. Pero únicamente la Verdad
hace libres, no lo olvidemos.