EUROPA: ¿UNA BELLA IDEA?

 

 Artículo de MARIO VARGAS LLOSA  en “El País” del 12/12/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

Un año antes de asumir la presidencia de la Unión Europea, el Gobierno holandés encargó al Nexus Institute, centro independiente dirigido por Rob Riemen y dedicado a organizar encuentros culturales y políticos, que convocara a intelectuales, estadistas y académicos de todo el espectro ideológico a fin de elaborar un puñado de ideas y sugerencias que Holanda pudiera convertir en propuestas para la construcción de Europa durante su gestión presidencial.

Rob Riemen organizó con tal propósito cuatro encuentros, a los que han asistido centenares de participantes, en Berlín, Varsovia, Washington y Rotterdam, el último de los cuales acaba de terminar con una declaración de principios que sería difícil y empobrecedor resumir en unas cuantas líneas. Por lo demás, acaso lo más fértil y apasionante de estos encuentros, no hayan sido los puntos de coincidencia -a favor de la democracia, la economía de mercado, la diversidad de creencias, lenguas y tradiciones, la solidaridad, la lucha contra el racismo y la xenofobia, la defensa del medio ambiente, etcétera- sino las encendidas polémicas que algunos temas suscitaron y, en especial, el que a mi juicio motivó las intervenciones más lúcidas: la identidad cultural de Europa.

No es un asunto meramente académico; de él depende en buena parte la naturaleza que tendrá esta comunidad o federación de hasta ahora 25 naciones, que en el futuro podrían ser todavía algunas más. De lo que se decida al respecto, dependerá, por ejemplo, que Turquía sea aceptada o rechazada como miembro y la índole de las relaciones que mantendrá Europa con los Estados Unidos ¿Esta identidad cultural, es decir, la suma de rasgos y credenciales compartidos que la singularizan de las otras sociedades y culturas del mundo, ya existe, o debe ser creada a medida que Europa se construye como una entidad política, económica y administrativa? Y, en cualquier caso, ¿cuáles son, o deberían ser, estas señas de identidad o valores esencialmente europeos? No es de extrañar que las discrepancias sobre el tema fueran mucho mayores que las coincidencias.

Quienes sostienen que el cristianismo es el rasgo definitorio y sustancial del carácter europeo se ven en apuros para conciliar aquella tradición con el espíritu de las luces y las consecuencias de la Ilustración, hija del viejo continente y fuente nutricia del laicismo, los derechos humanos y la democracia, nacidos, en gran medida, contra la oposición pugnaz del tradicionalismo católico. ¿No es el judaísmo, también, algo profundamente arraigado en la historia y la cultura europea? ¿Y los ocho siglos de impregnación musulmana en una parte importante del suelo europeo deben ser erradicados de la memoria colectiva para que sea realidad indiscutible la personalidad única de Europa?

Por lo demás, como recordaron muchos expositores, a la hora de mirarse al espejo para reconocer su imagen, Europa no puede alegremente ignorar que, junto a doctrinas y principios que espolearon la emancipación y el progreso humanos, ha patentado, también, horrendas ficciones ideológicas que produjeron las peores catástrofes que conoce la humanidad: el nazismo, el fascismo, el comunismo y el nacionalismo. Pero es cierto que ninguna otra civilización ha sido tan autocrítica, tan severa consigo misma como la occidental, que, a lo largo de toda su historia, ha tenido siempre en su seno objetores feroces, implacables, que la obligaban a cuestionarse, reformarse y regenerarse sin cesar. Por eso, Europa ha podido reconocer su responsabilidad en horrores como el antisemitismo y el colonialismo e ir conquistando, poco a poco -nunca de una manera definitiva e irreversible-, la cultura de la libertad.

¿Debería tener Europa una lengua común? Si se aceptara la sola posibilidad de semejante desatino, no es aventurado imaginar las secesiones, guerras, enfrentamientos y animosidades que provocaría la elección del idioma privilegiado: después de la religión, nada activa tanto la ferocidad humana como la lengua. Descartadas como vínculos comprensivos de la sociedad europea la religión y la lengua ¿qué decir de los usos y costumbres? Excluidos el canibalismo y los sacrificios humanos, tengo la impresión que una de las riquezas de Europa es el lucir, a lo ancho y a lo largo de las 25 naciones que en teoría ya la componen, todas las prácticas, ceremonias, usanzas, prejuicios, colectivos y privados que cabe imaginar, de manera que sería imposible también tratar de deslindar en este dominio lo típicamente europeo. En lo que comen, en lo que creen, en lo que adoran, en lo que aman y odian, las mujeres y los hombres del viejo continente en vez de reflejarse sólo a sí mismos reflejan a toda la humanidad. De manera que, a mi juicio, tiene absolutamente razón el filósofo polaco Leszek Kolakowski al sostener que "la identidad cultural de Europa reside en la ausencia de cualquier identidad plenamente formada; en otras palabras, en la incertidumbre y el descontento".

Europa debe edificarse respetando y alentando la formidable diversidad religiosa, ideológica, política, cultural de las sociedades que la integran. Esta variedad es su mejor patrimonio y lo que le asegura la universalidad, los puentes y diálogos con las otras sociedades y culturas del mundo. Pero reconocer esta diversidad no significa que la Unión Europea no sea en el futuro otra cosa que un mercado común. Por el contrario, lo único que puede dar a Europa un sólido denominador compartido es que, al mismo tiempo que forja una estrecha unidad en la diversidad de sus miembros, se mantenga articulada en un permanente intercambio con los demás pueblos del mundo gracias a la cultura de la tolerancia, del respeto a la diferencia, de los gobiernos representativos, del derecho de crítica, de la soberanía individual, de la racionalidad y de una clara distinción entre lo privado y lo público. Ésa no es la única, pero es la mejor de las tradiciones europeas y el más valioso legado de la civilización occidental al mundo: una cultura de la libertad que, aunque tuviera sus fundamentos y raíces en Europa, no es de nadie sino de todos los que quieran hacerla suya y transformarla en una manera de vida y un instrumento de progreso y modernidad.

El logro más grande de una civilización no es dotarse de una identidad colectiva que se exprese, de manera simultánea, a través del conjunto social y de los individuos que lo componen. Es exactamente lo contrario: haber alcanzado un nivel de desarrollo económico, de cultura y de libertad que permita a los ciudadanos emanciparse de las identidades colectivas, esos yugos al que nacen uncidos, y elegir voluntariamente su propia identidad, en armonía o en desarmonía con el resto de la tribu. De este modo, un individuo ejercita su soberanía y es auténticamente libre. No es jactancioso decir que Europa ha ido más lejos que ninguna otra colectividad de naciones en este dominio y que ésta es la razón primordial por la que los perseguidos del mundo entero en razón de sus creencias, ideas, vocaciones y costumbres tratan desesperadamente de alcanzar sus playas. Y tienen razón. Porque, con todo lo que pueda andar mal en el viejo continente, aquí tienen más posibilidades que en sus propios países de vivir como quieren y de ser lo que se les antoja, sin ser considerados ovejas descarriadas ni castigados por desobedecer el mandato de la sumisión servil a la grey.

Una identidad colectiva es un gueto, un campo de concentración donde el individuo está secretamente clonado, para mantener la ficción de una homogeneidad que nunca existe. En las sociedades más primitivas esa condición ancilar del ser humano respecto de la colectividad es inevitable, pues de ella depende su supervivencia ante los fragores y peligros que lo rodean: la fiera, el rayo, las tribus enemigas. Pero a medida que progresa el conocimiento, el dominio de la naturaleza, el desarrollo de la vida social, un principio de diferenciación se va abriendo paso en esos rebaños humanos y el individuo va apareciendo, ganando un espacio de iniciativas y derechos, que, al cabo de los siglos, harán de él un ser libre y soberano. Ese proceso, que es el de la libertad en la historia, es la mejor hazaña de la historia europea (a la que Croce, con buena intuición, bautizó "una hazaña de la libertad") y lo que constituye el mejor fundamento para la construcción de esa Europa en ciernes, una comunidad que debe concebirse como la realización de un futuro y no como la resurrección de un pasado.

En esa Europa ideal, democrática, liberal y libertaria, los ciudadanos podrán elegir su dios o no tener dioses, practicar una religión o ser ateos o agnósticos, y decidir la lengua en que quieran expresarse, el sexo que prefieran, el país, la ciudad o la aldea donde quieran vivir y trabajar, y no tendrán más limitaciones para ejercitar sus convicciones, costumbres y creencias que las que impidan coactar el derecho de los demás a ejercer esa misma libertad. Esa Europa no tendrá una identidad colectiva porque en ella habrá cuatrocientos millones de ciudadanos libres que representarán otras tantas identidades con matices y sesgos diferentes que, conviviendo dentro de unas leyes que consagren esa filosofía de respeto y tolerancia, irá empujando al planeta hacia el designio kantiano de la paz universal.

¿Suena algo utópico? Sin duda. Pero el realismo no consiste en abolir el sueño ni en renunciar a fijarse topes muy elevados, sino en tener a cada paso que se da una conciencia cabal de dónde se está y de lo que falta para alcanzar aquellas metas. Nadie hubiera imaginado que aquellos imposibles con los que el diablo tentaba a San Antonio en la novela de Flaubert -llegar al fondo de la materia y pisar las estrellas- serían un siglo y medio después hechos tangibles. Los grandes europeos de la historia, Erasmo, Dante, Shakespeare, Montaigne, Cervantes, Goethe y tantos otros han ido creando una realidad de ideas y ficciones gracias a las cuales Europa tiene un patrimonio cultural que es su mejor aglutinante. Por ello no necesita recortar la libertad de elección de sus ciudadanos a fin de dotarse de una supuesta identidad colectiva que reproduciría dentro de la mancomunidad europea el nacionalismo, fuente irremediable de división y enfrentamientos. Europa es una bella idea, en efecto, a condición de que, en su gestación, se profundice y no se empobrezca la cultura de la libertad.