EL MUNDO DE AYER, LA TRANSFORMACIÓN DE LAS ÉLITES Y EL PROBLEMA DE LOS LÍMITES

 

 Artículo de H. C. F.  Mansilla de Septiembre de 2005

 

   Ningún periodo histórico puede ser calificado como realmente bien logrado. Pero sería un acto de injusticia e ingratitud el afirmar que toda la historia humana constituye únicamente un continuum inexorable de represión e irracionalidad. Existen periodos rescatables, donde los seres humanos adoptan un comportamiento colectivo con marcados signos de cordura y prudencia. Para no citar los conocidos ejemplos de la Antigüedad clásica, aquí menciono la época que va de la Guerra Franco-Alemana al inicio de la Primera Guerra Mundial. En la llamada belle époque (1871-1914) de Europa Occidental confluyen algunos factores y elementos que contribuyeron a configurar un periodo histórico más razonable y más vivible, obviamente en términos relativos. Este "mundo de ayer" ── como lo denominó Stefan Zweig ── fue también el tiempo de la dorada seguridad, de las esperanzas moderadas, del progreso material indudable, pero no precipitado y peligroso para la existencia misma del planeta.

 

   Entonces el mundo podía aun ser comprendido en su totalidad; la economía no estaba bajo la coerción de un crecimiento acelerado e incesante, y la sociedad no vivía bajo el imperativo de transformarse cada día en algo nuevo, que a la postre resulta ser algo monótono y uniforme. La ciencia y la tecnología registraban avances diarios, pero los credos religiosos no habían perdido todavía su fuerza y su autoridad. Cada año tenían lugar reformas políticas, que en el fondo significaban una democratización de la sociedad y una ampliación de las posibilidades de ascenso social. Pero simultáneamente las clases altas tradicionales mantenían una clara prevalencia, aunque de modo discreto y compartiendo el poder con otros grupos y estratos. No se daba el igualitarismo larvado de hoy, donde la distancia entre élites y masas es mayor que en tiempos anteriores, aunque gobernantes y gobernados, ricos y pobres vean los mismos programas de televisión. En cuanto a prestigio social y cultural, ninguna clase podía medirse con la aristocracia hereditaria, lo que ahora resalta positivamente frente al accionar socio-político e individual de la plutocracia y la cleptocracia del presente. Existía un sistema mixto de monarquía, aristocracia y democracia, como lo habían preconizado los clásicos (Aristóteles, Polibio, Cicerón) desde epocas muy pasadas. En las actividades artísticas y literarias se ensayaban cotidianamente nuevos estilos y experimentos y se intentaba de forma vehemente la revolución en los campos de la estética y del comportamiento colectivo, pero todo ello mitigado aun por el buen gusto y el peso de una gran tradición. Todos los estratos sociales querían mejorar su nivel de vida, pero en términos moderados, de modo que su realización no implicaba la destrucción global del medio ambiente.

 

   Pero no todo lo que relucía era oro. El mismo Stefan Zweig reconoció que ese "mundo de ayer" era un palacio de sueños y ensueños, el lugar de la ilusión. Pero en ciertos aspectos, y donde uno menos lo espera ── la composición de las élites, la función de la religión para mostrarnos nuestras limitaciones, las actitudes estoicas frente al infortunio ──, ese mundo desaparecido puede brindarnos elementos de inspiración y conocimiento. Debemos dirigir un vistazo crítico al pasado para aprender de los aspectos positivos que contenía el orden tradicional en las estructuras familiares, en las pautas de comportamiento de sus antiguas aristocracias, en el ejercicio de una religiosidad moderada y en reconocer las fronteras a las que está sometida la actividad humana. Los límites y las limitaciones tienen funciones esenciales para preservar toda forma de vida y todo sistema organizativo; sin limitantes y frenos sería imposible la evolución biológica. Lo mismo vale para la vida social, y esta es una de las grandes ventajas de la sociedad premoderna y, en general, de las tradiciones. Una institución que no respeta límites es, por ejemplo, la mafia.

 

   Hablar en tono laudatorio de "competencia irrestricta", "crecimiento sin topes", "globalización sin confines", "sociedades sin fronteras" o "democracia sin limitaciones", es desconocer la complejidad e ignorar deliberadamente las consecuencias letales de los fenómenos a los cuales se les quiere atribuir la cualidad de lo siempre expansivo y prácticamente infinito. Los resultados ya visibles de los procesos de globalización (como la competencia irrestricta) nos muestran la destrucción de los bienes comunitarios, la reducción del ser humano a mero recurso, la transformación del ciudadano en consumidor, el desmontaje de varios aspectos positivos ligados al Estado de bienestar social y la conversión de la democracia en un espectáculo mediático dirigido por oligarquías prepotentes. Los mejores sistemas sociales son paradójicamente los precarios: aquellos que conocen sus límites, los que poseen metas modestas, los que no apuestan por el crecimiento irrestricto, el progreso incesante y la abundancia perenne, los que se eximen de la utopía de querer alcanzar el mejor de los mundos y se consagran más bien a responsabilidades concretas en favor de las generaciones futuras.