EPISTEMOLOGÍAS DE OTOÑO

 

 Artículo de Ferrán Requejo  en  “ABC” del 27-11-04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

La denominación Homo sapiens para referirnos a nuestra especie es, cuando menos, una exageración. De hecho, esto de pensar no lo hacemos demasiado bien. Por lo menos cuando pensamos según qué cosas. El cerebro humano es un producto de la evolución y, como tal, nos ha preparado mejor para hacer unas cosas que para hacer otras. Se nos da mejor la tecnología que la moralidad. La simplificación de la complejidad y la búsqueda de causas facilitan la inferencia para situaciones de futuro. Pero ello no resulta ser epistemológicamente neutro. Más bien condiciona el tipo de teorías que somos capaces de construir, tanto en el ámbito del conocimiento como en el ámbito de la acción política y moral.

Tendemos a pensar dicotómicamente, pero éste es un problema nuestro, no de la realidad. Nos resulta más fácil pensar en términos de a y b; o de a o b, aunque seamos conscientes de que resulta más exacto pensar en términos de a en b. Así, por ejemplo, vemos resurgir constantemente interminables polémicas sobre las prioridades entre la naturaleza biológica, los genes y el ambiente, cuando más bien debiéramos pensar en términos de genética a través del ambiente.Lo expresa sintéticamente Matt Ridley: "Cuanto más sabemos de los genes que influyen en la conducta, más encontramos que funcionan a través del ambiente; y cuanto más encontramos que aprenden los animales, más descubrimos que el aprendizaje se realiza a través de los genes". Pero pensar así nos cuesta un mayor esfuerzo. La creencia de que los fenómenos humanos tienen una causa única es una de las fuentes más habituales de error en las ciencias sociales. Se trata de una fantasía epistemológica de nuestro cerebro. Ciertamente, asociar intencionalidades únicas en el comportamiento de los demás resulta de mucha utilidad en la vida práctica. Pero la linealidad causal es una ilusión. La complejidad social exige a gritos los matices, pero nuestra mente no está muy bien preparada para ellos. Las ciencias sociales aducen causas de los fenómenos que estudian, pero cada una aduce las suyas, en un carrusel de categorías fijas pretendidamente explicativas que no parece tener fin. A ello debe añadirse la multiplicidad de perspectivas teóricas, metodológicas y normativas, que conviven en el interior de cada una de esas ciencias -con sus defensores convencidos.

Una condición para avanzar en el conocimiento de lo social es saber hacer las preguntas adecuadas, y aprender sobre los límites tanto de lo que conocemos como de las teorías desde las que tratamos de conocer. La filosofía resulta aquí, un tanto paradójicamente, una disciplina muy útil.

Hoy la teoría de la ciencia nos viene a indicar que no hay hechos puros, sino que éstos están siempre cargados de teoría (de distintas teorías). Y la práctica parece indicarnos que la moralidad y la política remiten siempre a lo contingente y a una estructura lógica trágica,es decir, que enfrenta valores irreconciliables y muchas veces incomparables. Una vez asegurado lo más básico en términos morales -rehuir la anarquía y el despotismo, en términos clásicos; garantizar los derechos humanos, en términos modernos-, los valores se muestran contradictorios y resistentes a cualquier jerarquización universal. "La justicia es discordia", decía Heráclito. Y en el ámbito político, cuando se ha pretendido saber qué es la justicia, ello no nos ha hecho más justos (Aristóteles). Muchas veces más bien ha ocurrido lo contrario.

JOAN CASAS Shakespeare estableció el giro moderno de ese espíritu trágico de la moralidad mostrada por los griegos antiguos al situar en el interior de los mismos personajes aquella pluralidad de motivos. Lo expresa H. Bloom comentando Macbeth: "Macbeth, es el Mr. Hyde para nuestro Dr. Jekyll ... las ironías de Macbeth no nacen de las perspectivas en conflicto, sino de las divisiones en el yo de Macbeth y del público".

En el plano del conocimiento, los filósofos medievales habían distinguido ya entre dos capacidades cognoscitivas: el entendimiento (intellectus)y la razón (ratio).El primero era superior. Se le concebía como de carácter intuitivo y permitía llegar a los principios que regían el conocimiento y la acción moral. De un modo fulminante nos acercaba a la divinidad. La segunda capacidad, la razón, era más humana.Poseía una naturaleza discursiva y nos acercaba a unos conocimientos más efímeros y temporales.

Más tarde, la ilustración invirtió la jerarquía entre estas dos capacidades. A partir de ahí, Kant captó bien dos cosas: que pensamos desde categorías que son sólo nuestras, y que estamos condenados a pensar cosas que no conocemos ni podremos conocer. Entre estas últimas se encuentran la libertad y la acción moral. Ellas, y no el conocimiento, constituyen, para Kant, el vértice de la dignidad humana.

El conocimiento científico se circunscribe a los fenómenos; fuera de ellos no hay conocimiento. Pero se quiera o no, estamos compelidos a pensar más allá de ellos, a pensar sin conocer. Es el campo de la moralidad y de unas ideas regulativas que nunca permiten alcanzar el ideal que se persigue, pero que permiten orientarnos y civilizar algo la jungla de intereses, valores e identidades en que vivimos. De ahí la verdadera conquista que suponen las democracias liberales. En definitiva, conocemos bastante menos de lo que pensamos, y actuamos con valores deseables pero a menudo contradictorios. Pensar es sólo lo que más nos distingue como especie, pero probablemente no sea lo que más nos constituye como individuos. Una característica de este extraño primate producto de la evolución que se quiere sapiens,pero al que sigue siendo relativamente fácil poder engañar.