LOS GOLFOS APANDADORES

 

 Artículo de Ángela VALLVEY  en  “La Razón” del 08/12/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Ha ocurrido en Madrid: veinte jóvenes (de entre diecisiete y veintipocos años) acorralaron en una plaza a dos agentes de la policía municipal cuando éstos trataban de controlar el horario de cierre de un bar que seguía abierto a las 4:50 de la madrugada, aunque carecía de la licencia necesaria. Los municipales se disponían a poner la denuncia y los jóvenes airados se les echaron encima y terminaron dándoles una soberana paliza –patadas y puñetazos por todo el cuerpo, sobre todo en la cabeza y las cervicales– de la que al menos uno de los agentes tardará mucho tiempo en recuperarse. Ni los disparos al aire ni los refuerzos lograron intimidarlos.
   Estas criaturas –tan bien educadas como serpientes de cascabel– pertenecen a esa generación de chavales que aterrorizan a sus profesores de instituto, que cuando reciben un castigo en las aulas se «chivan» a sus papás, y los padres –que viven bajo el régimen tiránico que ellos imponen en casa– se apresuran al centro de enseñanza y amenazan con partirles las piernas a los ya acobardados profesores, cuando no se las parten de verdad por haberse atrevido a recriminar a sus «niños».
   Me parece que, hoy más que nunca, la profesión de profesor de instituto debería verse recompensada económicamente con un «plus» por trabajo de alto riesgo: son pasto de las bajas laborales por depresión, y se sienten desautorizados continuamente, no sólo por la caterva de fieras con la que tienen que lidiar cada día, sino por las leyes y los progenitores de sus alumnos, que no sabiendo imponer límites en sus propios hogares, niegan cualquier principio de autoridad que se les trate de inculcar fuera de sus casas.
   Estos chicos no les temen ni a las balas: acostumbrados a los videojuegos, están convencidos, con ese estúpido atrevimiento que les suministra su ignorancia enciclopédica, de que en la vida real, al igual que en la que transcurre en la pantalla, también disponen de un mínimo de 10 vidas para gastar en el «juego». Por eso, cuando el policía municipal, aterrado por la violencia a la que estaban siendo sometidos él y su compañero, lanzó unos tiros al aire, los chicos continuaron con su paliza como si tal cosa. Las balas no son nada para ellos mientras crean que tienen más vidas que un gato electrónico.
   Cualquier educador con dos dedos de frente sabe que para enseñar es necesario poner límites a la voracidad atolondrada del pupilo. Pero actualmente no hay límites que valgan. Los padres viven bajo el imperio del terror de sus vástagos. Adultos convertidos en peleles de los crueles caprichos de sátrapa de sus hijos adolescentes.
   Yo me pregunto, ¿qué clase de adultos será esta gente? ¿Y qué será del pobre mundo, ya depauperado, en las manos de estos necios salvajes?