EL ISLAM Y OCCIDENTE

Editorial de "ABC" del 26-10-02

La más torpe manera de encarar la realidad consiste en negarla. Por mucho que algunos se esfuercen en rechazarlo, en los últimos años asistimos a la eclosión de una serie de conflictos que, de un modo u otro, apuntan a un choque entre civilizaciones. Apenas hay sobresalto que no posea, al menos, algún aspecto o matiz de esta naturaleza. Por más disgusto que nos produzca, no deja de ser cierto. Baste repasar sólo algunos: Oriente Medio, el 11 de septiembre, Irak, Bali, el teatro de Moscú. Incluso, no queda fuera de dudas el siniestro francotirador. En todos ellos, pese a sus diferencias, aparece la sombra del fundamentalismo islámico. Que existan excesos en los análisis, no prueba la falsedad de todos ellos.

No se trata de condenar al Islam, ni de negar que no todos sus seguidores son fundamentalistas. Incluso, con cierta benevolencia, puede sobrevolarse sobre muchas expresiones del Corán y pensar que se encuentra en una etapa de su evolución semejante al que pasó hace siglos la civilización cristiana occidental. Aún así, no es posible negar, porque lo declaran sus responsables, que una parte nutrida de la civilización islámica ha declarado la guerra total a Occidente.

Este análisis no debe conducir ni a la xenofobia, ni a la intolerancia, ni al belicismo, pero sí a la conciencia de que nuestra civilización se encuentra amenazada y que hay que hacer frente al peligro, con inteligencia y prudencia. En primer lugar, porque es la nuestra. Pero también porque en ella han surgido unos principios morales y jurídicos que encuentran sus raíces en la dignidad del hombre.

Esta actitud no tiene nada que ver con el imperialismo ni con el avasallamiento, sino con la defensa de unos principios que han generado unas formas de civilización y de convivencia superiores a todas las hasta ahora conocidas. Una tolerancia mal entendida puede ponerla en peligro. No hay nada que atacar, pero sí mucho que defender. Sin incurrir en un falso historicismo, cabe, sin embargo, sostener que la civilización occidental, y la forma de sociedad abierta a que dio lugar, superó en el pasado siglo las amenazas internas de los totalitarismos, y que ahora tiene ante sí el desafío externo, no de una civilización sin más ni de una religión, sino de unos poderes políticos impregnados de un fanatismo y de un odio destructor que aborrece más a Occidente por sus méritos que por sus errores.