NAYAF, ENCRUCIJADA PARA IRAK
Editorial de “ABC” del 26/08/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EN la lucha
por el control de la ciudad santa de Nayaf sólo es aceptable un resultado: la
derrota de Moqtada al-Sadr y el desmantelamiento de su milicia. La razón por la
que Al-Sadr ha buscado su propia exclusión del futuro político de Irak radica en
su oposición permanente a cualquier solución negociada para el conflicto que él
mismo ha desencadenado. Este clérigo visionario, sin prestigio alguno en la
comunidad chií, que pretende usurpar sin mérito personal la autoridad religiosa
que tenía su padre, asesinado brutalmente por Sadam Husein, está buscando la
guerra civil entre chiíes y la desestabilización de las instituciones
provisionales de Irak. Es su manera de hostigar el liderazgo indiscutible del
gran ayatolá Alí al-Sistani en la población chiíta y de pugnar por un
protagonismo político que, con toda seguridad, no alcanzaría nunca a través de
cauces democráticos normales. Por eso, la violencia de Al-Sadr no es, en ningún
caso, legítima, sino puramente terrorista, en la medida en que va dirigida
contra instituciones representativas y depositarias de la soberanía de Irak y
contra una fuerza multinacional amparada por el Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas.
Aunque parezca un contrasentido, la revuelta de Al-Sadr no es consecuencia de la
presencia militar extranjera en Irak, sino del derrocamiento de la dictadura de
Sadam, quien durante décadas sepultó a sangre y fuego cualquier disidencia. Es
la expectativa de que se implante un poder democrático y representativo lo que
motiva la ambición de este clérigo, cuyo modelo de Estado mira a la República
Integrista Iraní antes que a una democracia respetuosa con la libertad
individual. Los chiíes son el 60 por ciento de la población iraquí y quien los
lidere espiritualmente estará en condiciones de influir de forma decisiva en la
vida política del país. Por eso, la derrota de Al-Sadr no sólo supondrá la
victoria de la democracia frente a la dictadura, sino también de la libertad
frente al integrismo religioso. Al-Sadr sintetiza, desde su extremismo chií
puro, todas las razones por las que el mundo musulmán sigue teniendo problemas
insuperables para crear sistemas políticos democratizados y representativos, que
reflejen la libre voluntad de sus ciudadanos, considerados con un trato de
igualdad jurídica y política.
Los errores tácticos de EE.UU. en la postguerra -con el horror de Abu Ghraib en
primer término- también han fermentado el apoyo visceral -más emotivo que
militante- que prestan a Al-Sadr los sectores sociales más desfavorecidos y los
más sensibles a las proclamas nacionalistas, bien cebadas por el dato objetivo
de la presencia militar extranjera. Pero si algo cabe reprochar a Washington en
este caso es no haber terminado antes con la revuelta de Al-Sadr y haber
confiado en la mutación civilizadora de un personaje atrapado por su violencia y
que se ha hecho a sí mismo incompatible con el proceso democrático abierto en su
país. En cualquier caso, aunque el antiamericanismo europeo se regocije con
Al-Sadr -como con todo aquello que ejerza oposición a EE.UU., ya sea dictadura o
grupo terrorista-, su derrota es imprescindible para allanar el camino a la
democracia en Irak.