LOS SÍMBOLOS DE LA NACIÓN

 

 Editorial de   “ABC” del 13/10/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.) 

 

 

La celebración del desfile de las Fuerzas Armadas, conmemorativo de la Fiesta Nacional del 12 de Octubre, ha estado rodeada de una polémica, perfectamente localizada, sobre los símbolos del Estado, en coherencia con el proceso de relativización impuesto por el debate territorial promovido desde el Gobierno y sus socios. Si algo tienen en común los dos protagonistas extranjeros de este desfile -Estados Unidos, por su ausencia; Francia, por su presencia- es el respeto absoluto a su bandera y la capacidad de ambas naciones para sintetizar afectivamente en sus enseñas todos los valores constitucionales e históricos de sus respectivas realidades nacionales. La tan meritada Francia sigue siendo fiel al vínculo de su bandera tricolor con los principios del republicanismo, confiados desde el origen de la Revolución a un ejército nacional y a un Estado unitario. Las teorías revisionistas de la bandera española y su legitimidad como enseña nacional, que merodean sin disimulo en torno a la propia Monarquía, son inéditas en los Estados de nuestro entorno, aunque también son inéditos aquellos de nuestros nacionalistas y retroprogresistas tan empeñados en destruir los símbolos que unen a los españoles como incapaces de vencer la legitimidad en que se asientan.

El ministro de Defensa, José Bono, se ha esmerado en organizar a su gusto un desfile que, con la mejor de las intenciones, a algunos españoles les habrá resultado un intento de redimirles de un enfrentamiento que ya parecía superado desde 1978. A otros les habrá parecido una ocasión indebidamente aprovechada por el Gobierno para lanzar publicidad subliminal. Pero en lo que no hay interpretación posible es en la desafección exhibida por concretos grupos políticos hacia una conmemoración que España debería celebrar con la misma normalidad que aquellos países democráticos que cuentan, afortunadamente, con un sedimento histórico plasmado en su bandera y en su himno, de los cuales sólo se excluye el que lucha contra la historia y la verdad de cada pueblo. Está bien que el Gobierno justifique el peculiar diseño del desfile que ayer recorrió el Paseo de la Castellana con el propósito de integrar y reconciliar, pero tan intachable voluntad debería obligarles a una coherencia de principios en sus pactos políticos, pues parte de los que hoy en España ni integran ni reconcilian, a los que Bono califica como «antiespañoles», son aquellos sobre los que Rodríguez Zapatero se ha apoyado para llegar a La Moncloa y para refrendar a sus ministros. Pedir concordia al mismo tiempo que Maragall suspira por la bandera republicana resulta algo más que una incoherencia; se parece mucho más a un lapsus de sinceridad.

La Constitución declara -pero no la crea- la existencia de la Nación española, como un concepto histórico, unida e indivisible, formada a partir de consentimientos y adhesiones sucesivas a una identidad nacional común. La madurez de un Estado no se registra en la capacidad de aguantar con infinita paciencia los movimientos centrífugos que quieren rehacer continuamente la Historia, sino en la convicción común de sociedad, partidos e instituciones de que hay límites intocables por el debate político, la alternancia en el Gobierno o las oscilaciones de la opinión pública. Si el cruce de declaraciones sobre banderas y símbolos que ha precedido al desfile de las Fuerzas Armadas representa las actitudes con que se afrontará el debate territorial -reformas estatutarias y constitucional-, hay motivos para preocuparse. Es de esperar que desde el Gobierno de la Nación no se quede en una política de gestos y tenga clara esta idea a la hora de encarar el asunto. No hacerlo sería sembrar el futuro de inquietud.