LA HORA DE IRÁN

 

 Editorial de  “ABC” del 20.06.2003

 

LA exigencia de la ONU y de la UE a Irán para que detenga su programa nuclear militar y admita la inspección sin restricciones de sus instalaciones ofrece dos reflexiones: por una parte, que la comunidad internacional se muestra ahora más sólidamente unida que hace unos meses para impedir la proliferación de armas de destrucción masiva; por otra, que existe una apuesta más decidida que nunca por llegar a un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos que cree las condiciones para superar un conflicto histórico.

El programa nuclear iraní ha venido desarrollándose durante los últimos años con asistencia técnica de Rusia y Corea del Norte, sin cuya ayuda Teherán no hubiera podido poner en marcha los procesos de fabricación de las cabezas nucleares y los misiles susceptibles de transportarlas. Moscú, coherente con su política exterior en Oriente Próximo en las últimas décadas, ha buscado equilibrar la influencia occidental, estrechando lazos con Irán e Irak, en un juego difícil y peligroso (pero rentable, por lo que significa de ingreso de divisas procedentes del petróleo). La apuesta de Irán por culminar rápidamente su capacidad nuclear militar eleva varios puntos la tensión en un Oriente Próximo que se debate entre las esperanzas de paz y los intentos de grupos terroristas y de los países que los cobijan para que no progrese la estabilidad regional. El conflicto bélico de Irak ha enseñado a Irán que no tiene mucho margen para intentar desequilibrar a su favor las relaciones de fuerzas en la zona. El régimen de Teherán es el centro de una de las variables de la intolerancia islámica, con sombras de sospechas sobre financiación a grupos terroristas como Hamás y la Yihad Islámica. Además, posee una poderosa maquinaria militar, unos recursos financieros y humanos enormes y una aspiración al liderazgo regional encuadrada en un aparato de Estado teocrático. Aunque también es verdad que la revolución de los ayatolahs lleva años resquebrajándose, que crecen los movimientos sociales en contra del gobierno de los clérigos y que, en estos momentos, ese gobierno pasa por una crisis sin muchos precedentes por las movilizaciones de jóvenes estudiantes contra las restricciones coránicas. Este proceso de protestas debería servir de estímulo a los sectores reformistas que encabeza Mohamed Jatamí para insistir en sus programas y sus intentos por apartar a los más fundamentalistas de la dirección del país y del Estado.

Al mismo tiempo que la UE ha advertido a Irán, en Francia cientos de terroristas islámicos contrarios al régimen de Teherán han sido detenidos y la respuesta de los mujaidines, quemándose varios de ellos a lo bonzo, pone de manifiesto hasta qué extremo son capaces de llevar su fanatismo.

Pero el desafío iraní es fundamentalmente una apuesta contra el proceso de paz en Palestina. La adquisición por parte de Irán de una capacidad nuclear decisiva no puede ser admitida por Israel, un país democrático de seis millones de habitantes rodeados por varios cientos de millones de árabes cuyos gobiernos no reconocen al Ejecutivo de Jerusalén. En Oriente Próximo no sólo se está intentando imponer la paz y la derrota del terrorismo, sino también defender la democracia, los derechos humanos y la convivencia. Un país teocrático con armas nucleares es incompatible con este escenario. La incorporación de Irán al compromiso de la paz en la región es imprescindible pero, dado el carácter de su gobierno actual, sólo la presión internacional y la firme advertencia en contra de sus planes militares puede lograr ese compromiso.

Los esfuerzos actuales por apuntalar el debilitado proceso que arrancó en la cumbre de Aqaba pasa por convencer a Irán de que abandone sus planes nucleares, que deje de inmiscuirse en Irak y rompa con sus aliados terroristas en el Líbano y Palestina.