ANTE LA GUERRA: GOBERNAR Y CONVENCER

Editorial de "ABC" del 2-2-03

¿Existe un solo español que hoy domingo, sentado en su hogar y rodeado de los suyos, desee ver a Occidente inmerso en una conflagración con Irak? Indudablemente no, y en buena lógica, el Gobierno español menos que nadie. La guerra acarrea, inevitablemente, muerte y destrucción y ningún gobernante democrático desea provocar éstas ni a su pueblo ni a otros. Cuestión distinta es que en defensa de los propios intereses -de civilización, de modelo de sociedad y de pura defensa frente a los ataques militares o terroristas- la guerra pueda llegar a ser inevitable.

A lo largo de esta semana un número muy significativo de gobernantes de la Unión Europea ha manifestado su convicción de que la UE debe alinearse junto a Estados Unidos frente a la amenaza que pende sobre todos nosotros. Como bien explican las autoridades norteamericanas, hace doce años que Irak se comprometió en los acuerdos de alto el fuego de la Segunda Guerra del Golfo (1990-1991) a deshacerse de todas sus armas de destrucción masiva; en lugar de hacerlo, ha proseguido con sus programas de armas químicas, biológicas y nucleares -con éxito variable-. El informe presentado ante el Consejo de Seguridad de la ONU esta semana por los inspectores enviados a Irak confirma la nula voluntad iraquí de colaborar en la explicación de lo sucedido con 6.500 artefactos químicos cuya existencia había sido admitida en la década pasada, pero de cuyo paradero nada se sabe.

La amenaza que el régimen de Sadam presenta con sólo los elementos conocidos -que también podría poner a disposición de terroristas al margen de ningún Estado- es argumento suficiente para justificar la alianza de los europeos en general -y de España en particular- con los Estados Unidos. No estamos defendiendo los intereses de nuestro aliado -algo a lo que moralmente estamos más que obligados- sino los nuestros propios. El Gobierno tiene la obligación de redoblar sus esfuerzos por hacer comprender a la opinión pública lo mucho que está en juego y lo trascendental que es para España mantener una firme alianza con un país amigo que a lo largo del siglo XX hizo mucho más por Europa -y por lo tanto por España- de lo que España y Europa han hecho por ellos. El Gobierno español debe ser capaz de explicar que, más allá de una cuestión de principios, es infinitamente más lo que tenemos que ganar los españoles demostrando nuestra ubicación en la escena internacional que lo que nuestro aliado norteamericano puede obtener con ello.

La larga dictadura del general Franco dejó a España en un virtual aislamiento internacional; durante la transición su papel fue secundario -incluida la anterior Guerra del Golfo, a la que el Gobierno socialista envió tropas de reemplazo-; ahora, al fin, España puede y debe jugar un papel protagonista en la escena internacional.

Mas por encima de todo ello hay otra cuestión de principio que debe quedar clara. José María Aznar está demostrando talla de estadista -en medio de un curso político muy difícil para el Gobierno del Partido Popular- cuando en lugar de orientarse por la veleta de los sondeos de opinión publica -como ha hecho el canciller Schröder, provocando el resquebrajamiento de la política exterior de la UE- decide gobernar reclamando el mandato obtenido en las urnas en el año 2000. Un mandato que le autoriza plenamente para dirigir a España en la escena internacional, incluidos los tiempos de guerra si éstos fueran imprescindibles y máxime cuando el posible conflicto que se vislumbra está provocado por un enemigo que viola la legalidad internacional.